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Se contentó con mirarme.

– ¿Cómo me encontró en la reunión?

– Lo seguí cuando entró, lo seguí cuando salió -soltó una risita-. El maricón de las piernas rotas, qué pasada, tío. Que verdadera pasada.

VEINTICUATRO

El martes fue un día dedicado al juego de seguir la piel.

Eso comenzó en un estado entre el sueño y el mundo consciente. Había despertado de un sueño, luego, de nuevo, me quedé medio dormido visionando una cinta de vídeo mental de mi encuentro con Kim en el bar de Armstrong. Las primeras imágenes eran puramente supuestas porque la veía tal como debió ser cuando llegó en el autobús de Chicago. Una maleta vieja en la mano, una cazadora vaquera sobre los hombros. Luego, ella estaba sentada en la mesa, una mano en su cuello, la luz sacando destellos de su anillo mientras que ella cerraba el cuello de su chaqueta de pieles. Ella me decía que era visón de cría pero estaría dispuesta a cambiarla por la cazadora que traía cuando bajó del autobús.

La secuencia se fue de mi mente que pasó a otra cosa. Estaba de vuelta en el callejón de Harlem, salvo que mi asaltante tenía ayuda. Royal Waldron y el telegrafista de la otra noche lo escoltaban. La parte consciente de mi cerebro, tratando de igualar sus fuerzas, quiso salir pitando de esa imagen, y luego tomé conciencia de algo brutal porque lancé las piernas fuera de la cama y me quedé sentado, mientras que las imágenes de mi sueño se escurrían a sus madrigueras de costumbre, en las esquinas de mi mente.

Era una chaqueta diferente.

Me afeité y me duché. Tomé un taxi para ir al edificio de Kim y mirar de nuevo el ropero de la salita. La chaqueta de conejo, aquélla que Chance le había comprado, no era la que yo había visto en Armstrong. Era más larga y más rellena, no tenía cierre en el cuello. No era la que ella llevaba, no era la que ella describió como un visón de cría dispuesta a cambiarla por la vieja cazadora vaquera.

No encontré la otra chaqueta en el apartamento.

Tomé otro taxi para ir a Midtown North. Durkin no estaba de servicio pero le pedí a otro poli que lo llamara a su domicilio y finalmente conseguí la autorización para echar un vistazo al informe. Sí, en el inventario de los objetos encontrados en la habitación del Galaxy figuraba una chaqueta de piel. Miré las fotografías y no encontré en ninguna de ellas la chaqueta.

Me subí al metro para ir a la comisaría central, Police Plaza, donde hablé con alguna gente y esperé que mi petición pasara por los diferentes canales. Llegué a una oficina instantes después de que el agente al que tenía que ver saliera a comer. Tenía mi libro de reuniones conmigo, y encontré una a una manzana de distancia, en la iglesia de St. Andrew. Ahí pasé una hora. Luego me fui a un snack y comí un sándwich de pie.

Volví a Police Plaza y pude por fin examinar la chaqueta de piel encontrada en la habitación del Galaxy en donde Kim había muerto. No podía jurar que fuera la misma que llevaba aquel día en Armstrong pero se parecía bastante. Recorrí con la mano la sedosa piel y traté de pasar la cinta de vídeo que se había puesto en marcha aquella mañana en mi mente. La chaqueta era igual de larga, tenía el mismo color y había un cierre en el cuello con el que sus uñas marrones rojizas pudieron haber jugado.

La etiqueta cosida a la doblez decía que la prenda era de visón de cría y que el peletero llamado Arvin Tannenbaum la había hecho.

La firma Tannenbaum se hallaba en la segunda planta de un edificio comercial en la calle 29 Oeste, en pleno corazón del barrio peletero. Hubiera sido más fácil si hubiese podido llevar la prenda conmigo. Pero la policía de Nueva York no iba tan lejos. Describí la chaqueta, lo que no me sirvió de mucha ayuda, luego describí a Kim. Un vistazo al registro de ventas reveló que una chaqueta de visón había sido comprada por Kim Dakkinen, al igual que el nombre del vendedor que se acordaba muy bien de la transacción.

Era un hombre con la cara rechoncha, los cabellos en plena recesión, ojos azules acuosos detrás de unas lentes de muchos aumentos. Me dijo:

– Una muchacha alta, muy bonita. Sabe, he leído su nombre en el periódico y me sonaba pero no sabía de qué. Qué pena, una muchacha tan bella.

El recordó que estaba acompañada de un señor y que ese señor había pagado la prenda. Pagó al contado. No, eso no tenía nada de extraño, no en un establecimiento de peletería. Ellos vendían muy poco al por menor y en esos casos era casi siempre a gente que trabajaba en el mundo de la industria de la confección o que tenía relaciones con ese mundo; pero por supuesto, cualquier persona podía entrar a comprar lo que quisiese. La mayoría de los pagos se hacían al contado porque a los clientes no les gustaba, por lo general, esperar a que el vendedor comprobara que el cheque tuviera fondos, y luego la mayoría de las veces, un abrigo de pieles era un regalo de lujo destinado a una amiga de lujo, por así decirlo y los clientes preferían que no hubiera registro de la transacción. Así el pago se efectuó al contado y así el recibo de compra figuraba a nombre de la señorita Dakkinen y no del comprador.

El precio de venta, incluidos impuestos, sumaba cerca de dos mil quinientos dólares. Una suma considerable para llevar encima, pero no era extraño. Yo mismo llevé encima casi la misma cantidad no hace mucho tiempo.

¿Podía describir a ese señor? El vendedor suspiró. Era mucho más sencillo describir a la mujer. Aún la veía, con sus trenzas doradas alrededor de su cabeza y el azul maravilloso de sus ojos. Ella probó varias chaquetas, sabía llevar las pieles, pero el señor…

Treinta y ocho, cuarenta, supuso. Más bien alto que bajo, pero no tan alto en comparación con la mujer.

– Lo siento -dijo-, me acuerdo de él, pero no lo suficiente como para poder describirlo. Si hubiera llevado algo de piel entonces le podría contar hasta el más mínimo detalle, pero desafortunadamente…

– ¿Qué era lo que llevaba?

– Un traje, creo, pero no me acuerdo de cómo era. Era la clase de hombre que lleva trajes. Pero no le sabría decir cómo iba vestido.

– ¿Le reconocería si le viera de nuevo?

– Si me lo cruzo en la calle no me daría cuenta.

– Suponga que se lo enseñan.

– Entonces quizá le reconozca. ¿Quiere decir como en una rueda de identificación? Sí, supongo que sí.

Le dije que quizá recordara más de lo que pensaba. Le pregunté cuál era la profesión de aquel hombre.

– Si no sé cómo se llama, ¿cómo quiere que sepa su profesión?

– Su impresión -tercié-. ¿Era un mecánico? ¿Agente de cambio? ¿Cowboy?

– Oh -dijo pensándolo con más detenimiento-. Quizá fuera un contable.

– ¿Contable?

– Algo de ese estilo. Experto en finanzas, contable. Esto es un juego, trato simplemente de adivinar, no vaya a creer…

– Entiendo. ¿Qué nacionalidad?

– ¿Americano? ¿No sé qué quiere decir?

– Inglés, irlandés, italiano.

– Oh -dijo-. Seguimos con el juego de las adivinanzas. Yo diría judío. Yo diría italiano. Yo diría moreno, tipo latino. Porque ella era tan rubia ¿comprende? El contraste. No sé si era moreno, pero había mucho contraste. Podía ser griego, podía ser sudamericano.

– ¿Fue a la universidad?

– No me enseñó ningún diploma.

– No, pero debió haber hablado, con usted o con ella. ¿Su vocabulario era el de universidad o el de la calle?

– No hablaba como la gente de la calle. Era un señor, un caballero educado.

– ¿Casado?

– No con ella.

– ¿Con alguna otra?

– No lo están todos. Si no estás casado no tienes que comprar un visón a tu novia. Sin duda debió comprar otro para su mujer, para que lo dejara en paz.

– ¿Llevaba anillo de compromiso?

– No recuerdo un anillo -tocó su propio anillo-. Quizá sí, quizá no. No recuerdo un anillo.