No se acordaba de mucho, y las impresiones que le había conseguido sacar no eran muy fiables. Podían ser válidas, pero también podían haber sido dichas para satisfacerme con las respuestas que yo quería. Podría haber continuado así: bien, usted no se acuerda de qué tipo de zapatos llevaba en los pies, ¿pero qué tipo de zapatos llevaría un hombre como él? ¿Borceguíes? ¿Pantuflas? ¿Adidas? ¿Córdovans? Tenía francamente el sentimiento de que estaba perdiendo el tiempo. Le di las gracias y me fui.
Había una cafetería en la planta baja del edificio, una barra larga con taburetes y una ventana para servir a la gente de la calle. Me senté con un café y traté de aclararme un poco.
Kim tenía un novio. No había duda. Alguien le compró esa chaqueta, sacó los billetes de cien y evitó que su nombre apareciera en la transacción.
¿Tenía el novio un machete? He aquí la pregunta que no había hecho al vendedor: venga, ponga en marcha su imaginación. Trate de representar al tipo en la habitación de un hotel con la rubia. Digamos que él la quiere hacer pedacitos. ¿Con qué lo llevaría a cabo? ¿Con un hacha? ¿Con un sable de caballería? ¿Con un machete? ¿Dígame su impresión?
Por supuesto. Era un contable, ¿no es verdad? Seguro que usaría un bolígrafo. Una pluma de oro, mortal como una espada en sus manos de samurái. Sip, sip, toma, puta.
El café no era muy bueno. De todas formas pedí una segunda taza. Entrelacé mis dedos y bajé la mirada a mis manos. Ahí estaba el problema: mis dedos formaban una pieza conjunta, pero no había nada más que encajarla. ¿Qué clase de contable podía desenvolverse con un machete? Sin duda, cualquier persona podía ser víctima de un ataque de rabia, pero éste había sido un ataque de rabia muy bien planeado: la habitación del hotel registrada bajo un nombre falso y el asesinato llevado a cabo sin que el asesino dejara ninguna pista de su identidad.
¿Era posible que ese hombre fuera el mismo que había pagado por el visón? Bebí un poco de café y decidí que no. Al igual que la imagen que me hacía del novio no cuadraba con el mensaje que me habían pasado después de la reunión de anoche. El tipo de la chaqueta escocesa era simplemente un brazo, incluso si sólo le habían mandado que me enseñara su bíceps. ¿Un contable de alta posición contrataría a ese tipo de elemento?
No parecía muy verosímil.
¿Eran el novio y Charles Owen Jones la misma persona? ¿Y por qué un nombre falso tan rebuscado? La gente que tenía un nombre como Smith o Jones lo simplificaban en uno más corriente como John o Joe. ¿Charles Owen Jones?
A menos que su nombre fuera Charles Owens. Pudo haber empezado a escribirlo y darse cuenta justo a tiempo, suprimiendo la última letra de Owens para convertir su apellido en su segundo nombre. ¿Lógico?
No.
Y ese estúpido empleado de la recepción. Pensé que quizá no hubiera sido interrogado correctamente. Durkin había dicho que vivía en una nube, y que al parecer era sudamericano. Quizá no supiese explicarse en inglés. No, de otro modo no le habrían contratado en un buen hotel en un puesto que le ponía en contacto con el público. No, el problema estaba en que nadie lo presionó. Si hubiera sido interrogado del modo que yo había interrogado al empleado de la peletería habría soltado algo. Los testigos siempre recuerdan más de lo que creen que recuerdan.
El nombre del empleado que había registrado a Charles Owen Jones era Octavio Calderón, el último día que trabajó fue el sábado desde las cuatro hasta medianoche. El sábado por la tarde llamó al hotel diciendo que estaba enfermo. Había recibido otra llamada ayer y otra más una hora antes de que yo llegara al hotel y interrogara al director adjunto. Calderón seguía enfermo y no volvería al trabajo durante un día o dos, o quizá más.
Le pregunté qué tenía. El director adjunto suspiró y movió la cabeza.
– No lo sé -dijo-. No es fácil sacar una respuesta precisa de esa gente. Cuando quieren escaparse por la tangente, sus conocimientos del inglés flaquean considerablemente. Lo único que sacas en claro es esa práctica frase de "no comprendo".
– ¿Quiere decir que contrata a la gente para la recepción que no saben inglés?
– No, no. Calderón habla perfectamente. Alguien llamó por él -de nuevo movió ligeramente la cabeza-. El joven Tavio es muy poco seguro de si mismo. Sospechó que mandó a alguien que llamara por él para que yo no lo pudiera intimidar por el teléfono. Su excusa, por supuesto, fue que él no estaba lo suficientemente sano y fuerte como para venir de su cama al teléfono. Creí entender que vivía en una de esas pensiones familiares en donde el teléfono está en la entrada. El que llamó tenía un acento español mucho más pronunciado que el de Tavio.
– ¿El llamó ayer?
– No, alguien llamó por él.
– ¿La misma persona que llamó hoy?
– No se lo puedo asegurar. Las voces de los chicanos al teléfono son todas iguales. Era una voz de hombre en los dos casos. Creo que era la misma voz, pero no lo juraría. ¿Qué importancia tiene?
Ninguna que yo pudiera pensar. ¿Y el domingo? me pregunté. ¿Llamó Calderón él mismo ese día?
– No estaba aquí el domingo.
– ¿Tiene su número de teléfono?
– Es el que suena en la entrada de la pensión. Dudo que se ponga al aparato.
– De todas maneras me gustaría tener su número.
Me lo dio, al igual que hizo con su dirección en Barnett Avenue en Queens. Yo no conocía esa calle y le pregunté al director adjunto si sabía de qué lado de Queens quedaba.
– No conozco lo más mínimo Queens. ¿Usted no estará pensando en ir hasta allí? -dijo con un tono como si me hiciese falta un pasaporte y una mochila repleta de provisiones y agua-. Porque estoy seguro de que Tavio volverá en un día o dos.
– ¿Qué le hace estar seguro?
– Es un buen empleo. Si no vuelve pronto lo perderá. Y él debe saberlo.
– ¿Se ausenta a menudo?
– En absoluto. Estoy seguro de que verdaderamente está enfermo. Probablemente uno de esos virus que pasan en tres días. Hay mucho de eso en estos momentos.
Llamé a Octavio Calderón desde uno de los teléfonos públicos instalados en el vestíbulo del Galaxy. Sonó durante bastante tiempo, por lo menos nueve o diez veces, antes de que una mujer respondiera en español. Solicité hablar con Octavio Calderón.
– No está aquí -respondió.
Me esforcé en formular las preguntas en español. ¿Es enfermo? No sabía si me hacía entender. Sus respuestas eran deliberadamente en un español que nada tenía que ver con el dialecto puertorriqueño que normalmente se oía en Nueva York, y cuando ella me ayudaba hablando inglés, su acento era prácticamente incomprensible y su vocabulario totalmente insuficiente. No está aquí, seguía diciendo, y era la única frase que decía que entendía sin dificultad.
Volví a mi hotel. Yo tenía un plano detallado de los cinco distritos de Nueva York. Busqué Barnett Avenue en el índice de Queens, consulté la página indicada y acabé encontrando la calle en cuestión, en el barrio de Woodside. Estudié el plano y me pregunté qué hacía una pensión de una familia sudamericana en un barrio irlandés.
Barnett Avenue se extendía unas doce manzanas, desde el este de la calle 43 hasta el final de Woodside Avenue. Tenía diferentes combinaciones de líneas de metro para ir hasta allí.
Suponiendo que tuviera ganas de ir.
Llamé de nuevo desde mi habitación. Una vez más tardaron una infinidad en contestar al teléfono. Esta vez un hombre respondió:
– Octavio Calderón, por favor.