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– Momento.

Luego se oyó un ruido sordo, como si él dejara el auricular colgando del final del cable y éste en su balanceo golpease la pared. A continuación no se oía ningún ruido salvo el de una radio emitiendo música latina. Pensaba en colgar cuando se puso de nuevo al aparato.

– No está aquí.

Dijo y colgó antes de que pudiera decirle cualquier cosa en una lengua u otra.

Miré de nuevo el mapa y traté de pensar una manera con la que no tuviera que pasar por Woodside. Era la hora punta en estos momentos. Si iba ahora tendría que permanecer de pie durante todo el trayecto. ¿Y qué podía ganar? Un largo viaje de pie, encerrado como una sardina en una lata para que alguien me fuera a decir no está aquí a la cara. ¿Qué sentido tenía? Ya estuviera de vacaciones en el país de la droga, o ya estuviera realmente enfermo no iba a sacar nada de él. Si finalmente llegaba a echarle el guante sería recompensado por un no lo sé en vez del habitual no está aquí.

Mierda.

Joe Durkin había vuelto a interrogar a Calderón el sábado por la noche, alrededor de la misma hora en que yo hacía saber que buscaba al amiguito de Kim a todos los colgados y parásitos que pude encontrar. Esa misma noche yo había confiscado un arma a un delincuente y Sunny Hendryx tragaba un montón de píldoras ayudándose con el vodka.

Al día siguiente, Calderón llamó diciendo que estaba enfermo. Y al día siguiente un tipo con chaqueta escocesa me siguió a una de las reuniones de la doble A, me acosó a la salida y me aconsejó que no me ocupara más de Kim Dakkinen.

El teléfono sonó. Era Chance. Tenía un aviso para que lo llamara, pero evidentemente él había decidido no esperar a que yo le devolviera la pelota.

– ¿Cómo lo lleva? ¿Algún avance?

– Sin duda. Ayer por la tarde recibí una advertencia.

– ¿Qué advertencia?

– Un tipo me dijo que no me buscara problemas.

– ¿Estás seguro de que era a propósito de Kim?

– Seguro.

– ¿Conoce al tipo?

– No.

– ¿Qué va a hacer?

Respondí riéndome:

– Ir a buscarme problemas. A Woodside.

– ¿Woodside?

– Queda en Queens.

– Sé dónde queda Woodside, tío. ¿Qué pasa en Woodside?

No tenía ganas de contarle todo, así es que respondí:

– Probablemente nada. Me gustaría evitarme el viajecito, pero no puedo. A propósito, Kim tenía un amiguito.

– En Woodside?

– No, Woodside no tiene nada que ver. Pero estoy seguro que ella tenía un novio. Él le regaló una chaqueta de visón.

Suspiró:

– Pero si ya se lo he dicho. Conejo.

– Sé que ella tenía una chaqueta de conejo. La vi en su ropero.

– ¿Entonces?

– Ella tenía también una chaqueta más corta de visón de cría. Ella lo llevaba la primera vez que la vi. También la llevaba cuando fue al Galaxy y fue asesinada. Ahora se encuentra en un cofre en Police Plaza.

– ¿Qué hace allí?

– Es una prueba.

– ¿De qué?

– Nadie lo sabe. Conseguí examinarla y dar con el tipo que se la vendió. El registro de la venta se hizo al nombre de Kim, pero ella estaba en compañía de un tipo que soltó los billetes.

– ¿Cuánto?

– Dos mil quinientos.

Reflexionó un instante.

– Quizá me chupara algo -dijo-. No es muy difícil. Un par de cientos cada semana. Ellas lo hacen de cuando en cuando. Yo no notaría una cantidad semejante.

– El hombre pagó con su dinero. Chance.

– Puede que ella se lo diera para que pagara. Las mujeres hacen eso en los restaurantes para no molestar a los tipos que las acompañan.

– ¿Por qué no quiere creer que ella tenía un novio?

– Mierda -exclamó-. No me importa lo más mínimo. Si ella tenía uno, ella tenía uno. Pero me cuesta creerlo, eso es todo.

Lo dejé pasar.

– Quizá fuera un cliente y no un novio. Hay clientes que a veces quieren pasarse por un amigo especial, él no quiere pagar, de manera que hace regalos en vez de dinero. Quizá fuera eso y ella se lo hacía por un visón.

– Quizá.

– Usted cree que era novio.

– Sí, eso es lo que creo.

– ¿Y que él la mató?

– No sé quien la mató.

– Y quienquiera que la haya matado quiere que usted deje el asunto.

– No lo sé. Puede que su muerte no tenga nada que ver con el novio. Quizá fuera un demente, como cree la policía, quizá el novio trate de evitar estar liado en una investigación.

– El no está liado y quiere quedarse fuera, ¿es eso lo que quiere decir?

– Más o menos.

– No sé, tío, pero quizá debería pasar.

– ¿Pasar de mi investigación?

– Quizá fuera lo mejor. Una advertencia, mierda, usted no quiere que lo maten por eso.

– No.

– ¿Entonces, qué va a hacer?

– Por el momento tomar el metro para ir a Queens.

– Woodside.

– Así es.

– Yo podría pasar a recogerlo y llevarlo en coche.

– No me disgusta coger el metro.

– Será más rápido en el coche. Podría llevar mi gorra de chófer. Usted iría en el asiento de atrás.

– Otra vez.

– Como quiera. Pero llámeme a la vuelta.

– De acuerdo.

Acabé tomando la línea Flushing que me llevaba a la esquina de la calle Roosevelt con la 52. El tren salió del subsuelo tras dejar Manhattan. Casi me pasé de parada ya que era difícil decir dónde estaba. Las señales de la estación estaban tan sobrecargadas de grafitis que eran indescifrables.

Una escalera mecánica me llevó al nivel de la calle. Saqué mi plano para recuperar mi posición y me puse en ruta en dirección a Barnett Avenue. No caminé mucho cuando me di cuenta de lo qué hacía una familia hispana en Woodside. El barrio había dejado de ser irlandés. Aún quedaba algunos lugares con nombres como "The Esmerald Tavern" y "The Shamrock", pero la mayoría de los carteles y anuncios estaban en español y los mercados se llamaban ahora bodegas. En el escaparate de la agencia de viajes Tara, los posters anunciaban viajes chárter a Bogotá y Caracas.

La pensión de la familia de Octavio Calderón era un edifico de madera de dos pisos con un porche en el que había alineadas cinco o seis sillas de plástico, había también una caja de naranjas conteniendo revistas y periódicos. Las sillas estaban vacías, lo cual no era extraño. Estaba un poco fresco para tomar el aire en el porche.

Llamé al timbre. Nada sucedió. Se oían conversaciones y varias radios sonando dentro. De nuevo llamé y una mujer de mediana edad, pequeña y corpulenta vino a la puerta.

– ¿Sí? -preguntó con curiosidad.

– ¿Octavio Calderón? -pregunté.

– No está aquí.

Puede que fuera la mujer que respondió la primera vez al teléfono. Era difícil de decir y no me importaba demasiado. Hablaba con ella a través de la rejilla de la puerta, tratando de hacerme entender en una mezcla de español e inglés. Después de unos minutos se fue para volver acompañada de un hombre con las mejillas chupadas y un bigote minuciosamente cuidado. El hablaba inglés, y le dije que quería ver a Octavio Calderón.

Pero Octavio Calderón no estaba, según me dijo.

– No importa -respondí.

Le dije que quería de todas maneras ver su habitación. Pero no había nada que ver, protestó, extrañado. Calderón no estaba. ¿De qué me serviría ver su habitación?