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Danny Boy insistió en pagar las consumiciones: vodka para él, refresco de jengibre para mí. Estaba tan elegante como es habitual en él y había pasado por el peluquero después de mi última visita. Su casco de rizos blancos estaba más cerca a su calva y sus uñas, impecablemente limadas, brillaban gracias a una capa de barniz incoloro. Me dijo:

– Tengo dos cosas que darte. Un mensaje y una opinión.

– ¿Ah?

– Primero el mensaje. Es una advertencia.

– Me la esperaba.

– Olvídate de lo de Kim Dakkinen.

– ¿O qué?

– ¿O qué? O qué no, mejor. Si no vas a tener lo que ella tuvo, algo así. ¿Quieres una advertencia más explícita antes de decidir si la quieres tener en cuenta o no?

– ¿Quién me envía la advertencia, Danny?

– No lo sé.

– ¿Quién habló contigo? ¿Un arbusto en llamas?

Hecho un trago de vodka.

– Alguien habló a alguien que habló a alguien que habló conmigo.

– No es el camino más corto.

– Lo sé. Te podría decir la persona que habló conmigo pero no, no te lo voy a decir, ese no es mi estilo. Y aunque te lo dijera no te iba a servir de nada, porque probablemente no lo encontrarías y aunque lo encontraras, no te diría nada, y mientras tanto alguien te va a matar. ¿Quieres otro refresco?

– No, apenas he empezado éste.

– De acuerdo. No sé de quién viene la advertencia, Matt, pero por los dos mensajeros que usaron, estoy seguro que no son ningunos payasos. Y lo que es interesante es que no he obtenido ningún resultado tratando de saber si alguien vio a la pequeña Dakkinen por ahí con otro tipo que no fuera nuestro amigo Chance. Por tanto, si ella visitaba a algún sujeto poderoso por qué no iba a sacarla por ahí, ¿no lo harías tú?

Asentí. ¿Y por qué en este caso me necesitaba a mí para salir de las garras de Chance?

– De cualquier manera -dijo Danny Boy- ese es el mensaje. ¿Quieres la opinión?

– Venga.

– La opinión es que yo creo que deberías tomar en serio esa advertencia. No sé si me he vuelto viejo demasiado deprisa o si esta ciudad se ha vuelto más desagradable en estos últimos dos años. Pero parece que la gente aprieta el gatillo mucho más rápido de lo que lo solían hacer. Antes les hacían falta mejores razones o más de una razón para matar. ¿Sabes lo que te quiero decir?

– Sí.

– Ahora lo hacen aunque no tengan razón para ello. Prefieren matar a no matar. A mí, eso me espanta.

– No eres el único.

– Tú tuviste un pequeño incidente en el Harlem hace unas noches, ¿no es verdad? A menos que fuera producto de alguien con demasiada imaginación.

– ¿Qué oíste?

– Que un hermano negro se cruzó delante de ti en un callejón y acabó con varias fracturas.

– Las noticias vuelan.

– Es verdad. Por supuesto que hay cosas más peligrosas en esta ciudad que un majara disfrazado de ángel exterminador.

– ¿Ah, era eso?

– ¿No lo son todos? Yo, por mi parte, me ciño a los clásicos -terminó la frase con un trago de vodka-. A propósito del asunto de Kim Dakkinen -prosiguió-, puedo pasar el mensaje en el sentido contrario.

– ¿Qué mensaje?

– Que pasas del caso.

– Puede que no sea verdad, Danny.

– Matt…

– ¿Te acuerdas de Jack Benny?

– ¿Cómo no voy a recordarme de Jack Benny?

– ¿Recuerdas aquella historia que tuvo cuando un tipo le amenazó con un revólver y le dijo: "La bolsa o la vida". Benny le respondió después de una pausa eterna: "Lo tengo que pensar".

– ¿Es ésa tu respuesta? ¿Lo tienes que pensar?

Fuera, en la calle 72, me detuve en la penumbra de la puerta de una tienda de comestibles para asegurarme que no salía nadie de Poogan's detrás de mí. Me quedé ahí durante cinco minutos y pensé en lo que me había dicho Danny Boy. Un par de tipos salieron del bar mientras que me quedaba ahí, pero no dieron la impresión de que me fueran a seguir.

Fui hasta el borde de la acera para llamar un taxi, pero pensé que hacía una noche preciosa y que podía caminar media manzana hasta llegar a la esquina con Columbus Avenue y tomar un taxi que fuera en la buena dirección. Cuando llegué a la esquina, me dije que hacía una noche preciosa, que no tenía ninguna prisa y que una pequeña caminata de dos kilómetros por Columbus Avenue no me haría daño y me ayudaría a dormir. Atravesé la calzada y caminé en dirección sur. Pero no había hecho cien metros cuando me di cuenta de que mi mano estaba en el bolsillo de mi chaqueta agarrando el pequeño 32.

Curioso. Nadie me había seguido. ¿De qué tenía miedo?

Habría algo en el ambiente, seguro.

Seguí caminando, usando todas las precauciones que no había usado el sábado por la noche. Marchaba a lo largo del borde de la acera, evitando acercarme a los edificios y a las puertas de entrada. Miraba a izquierda y derecha, y de vez en cuando me volvía para ver si alguien se movía detrás de mí. Y seguía agarrando el arma, mi dedo acariciando suavemente el gatillo.

Atravesé Broadway, pasé delante del Lincoln Center y de O'Neal's. Me hallaba en una de las manzanas más oscuras entre las calles 60 y 61, cuando oí el coche detrás de mí y me giré. Andaba desviado y acababa de cortar el paso a un taxi. Quizá fuera el frenazo de un taxi lo que hizo que me girara.

Me arrojé al suelo y me arrastré alejándome de la carretera y acercándome a los edificios. Me detuve, saqué el 32. El coche estaba a mi altura ahora; el conductor había enderezado las ruedas. Pensé que se iba a subir al bordillo, pero no, las ventanas estaban abiertas y alguien se inclinaba hacia fuera por una de ellas, mirando hacia mí, y sosteniendo algo en la mano.

Lo apunté con el revólver. Tumbado en el suelo tenía los codos posados en la acera delante de mí y sostenía el arma con las dos manos. El dedo en el gatillo.

El sujeto que se inclinaba por la ventana lanzó algo discretamente. Pensé: "Mierda, una bomba". Y lo encañoné y sentí el dedo en el gatillo. Lo sentí temblar como un pequeño ser vivo y me quedé congelado, paralizado. No podía apretar ese maldito gatillo.

El tiempo se congeló también, como un fotograma en una película. A ocho o diez metros de mí, un botella chocó contra la pared de un edifico y estalló en pedazos. No hubo otra explosión que la de los cristales al romperse. No era más que una botella vacía.

Y el coche era un coche como cualquier otro. Lo observé alejarse por la Novena Avenida, seis críos dentro, seis críos borrachos que matarían probablemente a alguien, pero eso sería un accidente. No eran matones a sueldo, ni criminales contratados para liquidarme. No era más que una banda de chiquillos que no sabían bajar el codo a tiempo. Quizá atropellaran a alguien, quizá destrozaran el coche, quizá volvieran a sus casas sin ningún abollón.

Me incorporé lentamente, miré al arma en mi mano. Gracias a Dios no se disparó. Les pude haber herido, incluso les pude haber matado.

Dios sabe que quise. Lo intenté, pensando lógicamente que ellos iban a por mí.

Pero no fue capaz de hacerlo. Y si ellos hubieran sido matones a sueldo, si la botella no hubiera sido una botella sino un arma o una bomba como pensé que era, tampoco hubiera sido capaz de apretar el gatillo. Me hubieran matado y yo habría muerto con un arma sin disparar en mis manos.

Mierda.

Dejé caer el inútil 32 en mi bolsillo. Extendí la mano y me sorprendí de que no estaba temblando. Tampoco sentía temblores por dentro y no comprendía por qué.

Me acerqué a la botella para examinarla de cerca y asegurarme de que no era un cocktail Molotov que, por suerte, no había explotado. Pero no había olor a gasolina, sólo trozos de cristal esparcidos por el suelo. Noté un ligero olorcillo a güisqui, a menos que fuera producto de mi imaginación, y puede ver una etiqueta pegada a una de los pedazos indicando que la botella contuvo MB, güisqui escocés. Otros fragmentos de cristal desprendían destellos como joyas bajo la luz del alumbrado urbano.