Me doblé y recogí uno de los pequeños cubitos de cristal. Lo posé en la palma de la mano y lo miré de la forma que un gitano consulta a su bola. Recordé el poema de Donna, la nota de Sunny y mi propio lapsus.
Me puse a caminar, conteniéndome para no salir corriendo.
VEINTISIETE
– Mierda, necesito un afeitado -dijo Durkin. Acababa de dejar caer la colilla de su cigarrillo en el poso del café y se pasaba la mano por la barbilla-. Necesito un afeitado, necesito una ducha, necesito un trago. No necesariamente en ese orden. He lanzado una orden de búsqueda y captura de su amigo el colombiano, Octavio Calderón y La Barra. Es un nombre demasiado largo para un tipo tan pequeño. Miré en el depósito y no estaba en ninguno de esos cajones. Al menos, no todavía.
Abrió el primer cajón de su escritorio, extrajo un espejo de afeitar de marco metálico y una maquinilla a pilas. Apoyó el espejo en su taza de café vacío, colocó su rostro delante y comenzó a rasurarse. Sobre el ronroneo de la maquinilla me dijo:
– No encontré nada referente a un anillo en el expediente.
– Le importa que eche un vistazo.
– Es mi invitado.
Estudié el inventario, persuadido de que no encontraría el anillo. Luego repasé las fotografías de Kim tomadas en el lugar del crimen. Traté de mirar solamente las manos. Examiné todas las fotografías y no vi nada que hiciera pensar que llevara anillo.
Se lo dije a Durkin. El apagó la maquinilla, tomó las fotografías, las miró con detenimiento, metódicamente.
– Es difícil ver sus manos -dijo-. En esta mano de aquí no hay evidentemente ningún anillo. ¿Cuál es ésa? ¿La izquierda? En esta toma está muy claro que no hay anillo en esa mano. Un momento, mierda, esa es de nuevo la mano izquierda. En esta de aquí no está muy claro. Oh, ya, aquí hay una. Está seguro que es la derecha y tampoco hay ningún anillo en ella.
El reunió las fotos e hizo un paquete con ellas, como si fuera una baraja que fuera a repartir.
– No hay anillo -prosiguió-. ¿Y eso qué prueba?
– Ella tenía un anillo cuando la vi. Las dos veces que la vi.
– ¿Y?
– Y ha desaparecido. No está en su apartamento. Hay un anillo en su joyero, pero es el anillo del colegio, no el que yo recuerdo haber visto en su mano.
– Quizá le falle la memoria.
Negué con la cabeza.
– El anillo del colegio ni siquiera tiene piedra. Pasé por allí antes de venir aquí, tan sólo para refrescar la memoria. Es uno de esos anillos prehistóricos con demasiados garabatos encima. No es el que ella llevaba. No lo hubiera llevado con su visón y sus uñas marrones rojizas.
– Si lo dice usted.
No era el único que lo decía. Tras mi pequeña revelación con el pedacito de cristal roto, me fui directamente al apartamento de Kim, luego me serví de su teléfono para llamar a Donna Campion. Le dije:
– Soy Matt Scudder. Sé que es tarde, pero quería hacerle una pregunta en relación a un verso de su poema.
– ¿Qué verso? -dijo-. ¿Qué poema?
– Su poema sobre Kim. Usted me dio una copia.
– Oh, sí. Un momento. No estoy totalmente despierta.
– Siento mucho que tenga que molestarla.
– No tiene importancia. ¿Qué verso era?
– Despedazar/Botellas de vino a sus pies, y que el vidrio verde/centellee en su mano.
– Centellee está mal.
– Tengo el poema aquí y usted ha escrito…
– Ya sé lo que he escrito, pero está mal, tendría que buscar otra palabra. Yo creo. ¿Qué pasa con ese verso?
– ¿De dónde sacó lo del verde vidrio?
– De las botellas de vino despedazadas.
– ¿Por qué verde vidrio en su mano? ¿A qué hacía referencia?
– Oh, ya sé lo que quiere decir. A su anillo.
– Ella tenía un anillo con una piedra verde, ¿no es verdad?
– Efectivamente.
– ¿Cuánto hace que lo tenía?
– No lo sé -lo pensó un momento-. La primera vez que lo vi fue antes de escribir el poema.
– ¿Estás segura de eso?
– Por lo menos ésa fue la primera vez que reparé en él. De hecho, eso fue lo que me dio la idea del poema. El contraste del azul de sus ojos con el verde del anillo, pero perdí el azul mientras desarrollaba el poema.
Ella me había dicho algo parecido cuando me enseñó el poema. Pero en aquel momento no sabía de qué me hablaba.
No sabía cuándo empezó a escribirlo. ¿Un mes antes de la muerte de Kim? ¿Dos meses?
– No lo sé. Me resulta difícil poner fechas a los hechos. No guardo sentido del tiempo.
– Pero era un anillo con una piedra verde.
– Sí. Aún lo puedo ver.
– ¿Sabe de dónde lo sacó? ¿Quién se lo dio?
– No sé nada de él. Quizá…
– ¿Sí?
– Quizá despedazara una botella de vino.
Le dije a Durkin:
– Una amiga de Kim escribió un poema en el que hacía alusión al anillo. Y además está la nota que dejó Sunny Hendryx -saqué mi agenda y la abrí en la página donde había copiado la nota de Sunny. La leí-: "No hay parada en un tiovivo. Ella agarró el anillo de cobre y le tiñó el dedo de verde. Nadie va a comprarme esmeraldas".
El me quitó la agenda de las manos.
– Ella se refiere a Dakkinen, supongo -terció-. Pero aún hay más: "Nadie va a darme niños. Nadie va a salvar mi vida". Dakkinen no estaba embarazada y tampoco lo estaba Hendryx, ¿entonces, qué es esa tontería de los niños? Y nadie salvó sus vidas -cerró la agenda de golpe y me la tendió-. No sé a dónde quiere ir con esto. No es nada convincente. ¿Quién sabe cuándo Hendryx escribió eso? Puede que después de que el alcohol y las píldoras hicieran su efecto, y en ese momento su cabeza debía estar llena de alucinaciones.
Detrás de nosotros, dos policías en ropas de paisano estaban metiendo a un joven muchacho blanco entre rejas. Dos escritorios más allá del nuestro una taciturna negra estaba siendo interrogada. Cogí la primera fotografía de la baraja y contemplé el cuerpo masacrado de Kim. Durkin encendió la maquinilla y terminó de afeitarse.
– Lo que no entiendo -dijo-, es que cree haber encontrado. Usted cree que ella tiene un novio y que el novio le regaló un anillo. Está bien. También cree que tenía un novio que le regaló la chaqueta de visón y ha investigado en esa dirección y parece ser que tiene razón, pero la chaqueta no nos lleva hasta el novio porque él no figura en el registro de ventas. Si no puede llegar hasta él por medio de una chaqueta que tenemos, ¿cómo piensa encontrarlo por medio de un anillo, del que lo único que sabemos es que está perdido? ¿Entiende lo que quiero decir?
– Sí, entiendo.
– Esa historia de Sherlock Holmes, el perro que no ladra, pues bien, usted tiene un anillo que no está, ¿y eso qué prueba?
– Que ha desaparecido.
– De acuerdo.
– ¿A dónde ha ido a parar?
– Los anillos suelen perderse por la taza del retrete. ¿Cómo coño voy a saber a dónde ha ido a parar?
– Pero el hecho es que ha desaparecido.
– ¿Y qué ¿O se fue solo o alguien se lo llevó.
– ¿Quién?
– ¿Cómo voy a saber quién?
– Digamos que ella lo llevaba encima en el hotel donde murió.
– De acuerdo, pero sólo es una suposición.
– ¿Quién se lo llevó? ¿Sería capaz un policía de arrancárselo del dedo?
– No. Nadie haría eso. Hay gente que se lleva dinero suelto, ambos lo sabemos ¿pero llevarse un anillo del dedo de la víctima en un asesinato? -negó con la cabeza-. Además nadie estuvo solo con ella. Eso es algo que nadie haría delante de testigos.