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– ¿Y la limpiadora? ¿La que descubrió el cadáver?

– No, hombre, no. Yo interrogué a esa pobre mujer. Nada más ver el fiambre su puso a gritar y aún debe de estar gritando si es que tiene aliento. No creo que ni con la fregona se atreviese a tocar el cuerpo de Dakkinen.

– ¿Quién se llevó el anillo?

– Asumiendo que lo llevase.

– Exacto.

– El asesino se lo llevó.

– ¿Por qué?

– Puede que tuviese una debilidad por las joyas. Puede que el verde fuese su color favorito.

– Continúe.

– Quizá tuviera valor. Tenemos a un tipo que anda por ahí matando gente, sus principios le importan un bledo. No creo que le molestase robar lo que fuera.

– Él se olvidó de unos cuantos cientos que ella llevaba en el bolso, Joe.

– Quizá no tuviera tiempo para mirar en su bolso.

– Bromea. Tuvo tiempo para ducharse. Claro que tuvo tiempo para mirar en el bolso. De hecho, no sabemos que no lo haya hecho. Sólo sabemos que no se llevó el dinero.

– ¿Y?

– Pero se llevó el anillo. Tuvo tiempo de agarrar la mano sangrante y arrancar el anillo.

– No tuvo por qué haberlo arrancado. Quizá le quedara grande.

– ¿Por qué se lo llevó?

– Lo quería para su hermana.

– ¿No tiene nada mejor que decir?

– No -dijo-. No tengo nada mejor, maldita sea. ¿A dónde quiere ir a parar? El se lo llevó porque nos hubiera permitido dar con él.

– Es posible, ¿verdad?

– ¿Entonces por qué no se llevó el visón? Demonios, sabemos que el novio le compró el visón. De acuerdo, el no dijo su nombre, ¿pero cómo puede estar seguro de que no dejó escapar alguna cosa, o de lo que el vendedor recuerda? Hasta se llevó las toallas para no dejar ningún pelo, pero no, el visón no se lo llevó. Y ahora usted dice que se llevó el anillo. Mierda, ¿por qué tengo que oír de ese anillo esta noche cuando ya han pasado casi tres semanas de la muerte de Dakkinen?

No dije nada. Levantó su cajetilla de tabaco, me ofreció uno. Negué con la cabeza. El se sirvió uno y lo encendió. Echó una calada, expulsó una columna de humo, pasó una mano por su cabellera para alisar sus cabellos que ya estaba bastante planchado.

Dijo:

– Puede que hubiera algo grabado. No es extraño que un anillo tenga algo grabado en su interior. A Kim, de Freddie, o alguna tontería como esa. ¿Cree que sea eso?

– No lo sé.

– ¿Tiene alguna hipótesis?

Recordé lo que había dicho Danny Boy. Si el novio era un tipo tan poderoso que usaba ese tipo de mensajeros, ¿por qué no salía con Kim? Y si el tipo poderoso, con esos mensajeros y demás, no era el novio, ¿qué relación tenía con él? ¿Quién era esa especie de contable que había pagado el visón y por qué nada más que había oído hablar de él al vendedor?

¿Y por qué el asesino se había llevado el anillo?

Eché la mano al bolsillo. Mis dedos tocaron el revólver, sintiendo el frío metal, pase la mano por detrás y encontré el pequeño cubo de cristal verde que había originado todo esto. Lo saqué del bolsillo, lo miré. Durkin me preguntó que era.

– Cristal verde -dije.

– Como el anillo.

Asentí. Me quitó el trocito de cristal, lo sostuvo debajo de la luz y me lo devolvió.

– No sabemos si llevaba el anillo en el hotel -me recordó-. No era más que una suposición.

– Lo sé.

– Puede que lo dejara en el apartamento. Puede que alguien se lo llevara de ahí.

– ¿Quién?

– El novio. Supongamos que él no la mató. Supongamos que fue un P.S.P. como dije desde el principio.

– ¿Utilizan verdaderamente esa expresión?

– Te acostumbras a todo lo que te imponen. Supongamos que el demente la mató y que el novio no quería verse mezclado en el asunto. De manera que va al apartamento, él tiene la llave, y se lleva el anillo. Quizá le comprara otros regalos que también se llevó. Se hubiera llevado el visón también, pero estaba en el hotel. ¿Por qué no es esta teoría tan buena como la del asesino arrancando el anillo?

Porque no fue un demente, pensé. Porque un demente no manda a un sujeto con una chaqueta escocesa advirtiéndome, no me haría llegar aviso por medio de Danny Boy Bell. Porque un demente no se preocupa de su caligrafía ni de huellas en toallas.

A menos de que fuera una especie de Jack el Destripador, un demente que prepara sus golpes y toma precauciones. Pero no era ese el caso, era impensable y el anillo sería un elemento insignificante. Dejé caer el cristal de nuevo en mi bolsillo. Tenía un significado, estaba seguro.

El teléfono de Durkin sonó. Contestó y dijo:

– Joe Durkin… Sí, de acuerdo, de acuerdo.

Escuchó, articulando sonidos guturales, mirando en mi dirección y tomando notas en una libreta.

Me acerqué a la cafetera y llené dos tazas de café. No recordaba como Durkin tomaba el suyo, luego me acordé de lo infecto que era el café en este lugar y añadí leche y azúcar a ambos.

Seguía al teléfono cuando volví a la mesa. Tomó la taza agradeciéndome con un gesto de la cabeza, lo sorbió, encendió un cigarrillo para acompañar al café. Yo bebí el mío y examiné de nuevo el informe sobre Kim con la esperanza de encontrar alguna clave. Pensé en mi charla con Donna. ¿Qué estaba mal con la palabra centellear? ¿Acaso no centelleaba el anillo en el dedo de Kim? Recordé el efecto de la luz cuando se reflejaba en la piedra. ¿Me inventaba yo este recuerdo para reforzar mi teoría? ¿Es que acaso tenía una teoría? Tenía un anillo que había desaparecido pese a no tener evidencia alguna de que ese anillo existía. Un poema, una nota de adiós de una suicida y mi propia reflexión a propósito de ocho millones de historias en la Ciudad Esmeralda. ¿Había hecho el anillo nacer esta idea en mi subconsciente?

Durkin dijo por el teléfono:

– Sí, menuda faena, de acuerdo. No te vayas. Voy enseguida.

Colgó, me miró. Su expresión era curiosa: una mezcla de autosatisfacción y de algo que podía ser lástima. Me dijo:

– El motel Powhattan, ¿conoce el cruce de la avenida de Queens con el paso a nivel de Long Island? Un poco más allá de la encrucijada. No sé exactamente dónde, si en Elmhurst o en Rego Park. Pero siempre cerca de la encrucijada.

– ¿Y?

– Es uno de esos moteles especiales, con camas de agua en algunas habitaciones, películas porno en la televisión. Aceptan parejas ilegales, dos horas máximo. Llegan a alquilar una habitación hasta cinco o seis veces por noche. Vamos, un negocio de lo más rentable.

– ¿Y bien?

– Un tipo va hasta allí en coche, alquila una habitación hace un par de horas. De acuerdo, todo lo que sea negocio pasa, una vez que el cliente se va vuelves a hacer la habitación. El gerente se da cuenta de que el coche ya no está y va hasta la habitación. El cartelito de No Molesten cuelga de la puerta, llama, no hay respuesta, llama de nuevo, sigue sin haber respuesta. Abre la puerta y, ¿adivine lo que encuentra?

Esperé.

– Un agente llamado Lennie Garfein es el primero en llegar, y lo primero que le llama la atención es la similitud con el caso del Galaxy. Es con él con quien acabo de hablar. Tendremos que esperar al informe del forense para conocer cosas como el origen de las heridas, tipo de hoja usada etc., pero todo parece coincidir. El asesino incluso se duchó y se llevó las toallas cuando se fue.

– ¿Es…?

– ¿Es quién?

No podía ser Donna. Acababa de hablar con ella. Fran, Ruby, Mary Lou…

– ¿Es alguna de las mujeres de Chance?

– ¿Cómo demonios voy a conocer quién son las mujeres de Chance? ¿Cree acaso que lo único que me interesa son las vidas de los proxenetas?

– ¿Quién es?

– No es la mujer de nadie -dijo. Apagó el cigarrillo y se dispuso a encender otro. Cambió de idea y lo colocó de nuevo en el paquete-. No es una mujer.