– Estoy buscando a una persona.
– Quizás la encuentres. ¿Ya no estás en la bofia?
– Ya hace bastantes años.
– ¿Y buscas comprar algo? ¿Qué es lo que quieres y cuánto quieres gastar?
– ¿Qué es lo que vendes?
– Casi todo.
– Los negocios siguen yendo bien con los colombianos, ¿no?
– Joder -dijo, y con una mano se limpió la delantera de su pantalón. Imaginé que llevaba una pistola en la cintura de sus pantalones verde lima. Debía haber tantas armas como gente en Kevin Small's-. Los colombianos son gente legal. Solo tratas de no darles motivos para que se preocupen, eso es todo. Tú no has venido por aquí para ligar mercancía, ¿verdad?
– No.
– ¿Qué es lo que quieres, tío?
– Busco a un macarra.
– Joder, acabas de cruzarte con veinte de ellos y a seis o siete putas.
– Busco a un macarra llamado Chance.
– ¿Chance?
– ¿Le conoces?
– Quizás.
Esperé. Un hombre vestido con un abrigo largo venía caminando por la acera parándose en cada pequeño comercio. Parecía que estaba mirando escaparates si no fuera porque cada establecimiento estaba protegido por una valla metálica. El tipo se detenía delante de cada tienda y examinaba la cerradura de la valla como si tuviera especial importancia para él.
– Una forma de ir de compras -dijo Royal.
Un coche patrulla pasó al ralentí. Los dos agentes uniformados nos miraron. Royal les deseó unas buenas tardes. Yo no dije nada y tampoco ellos. Cuando el coche se alejó, Royal dijo:
– Chance no viene mucho por aquí.
– ¿Dónde podría encontrarle?
– No es fácil. Puede aparecer en cualquier sitio y ese sitio quizás sea el último en el que estés pensando. No es cliente habitual en ninguna parte.
– Eso es lo que me han dicho.
– ¿Dónde has estado buscando?
– He estado en un café en la Sexta Avenida esquina con la calle 45, en un piano bar de Village, en dos bares de la calle 40 Oeste.
Royal escucho mi enumeración con aire pensativo.
– No lo vas a encontrar en el burger de Muffin, no trabaja las niñas en esa calle. Eso sí sé. Pero como te dije quizás te lo encuentres ahí cuando menos te lo esperas, ¿entiendes? Lo que quiere decir es que puede asomar el pico en cualquier sitio sin que sea un sitio que frecuente.
– ¿Dónde tengo que buscarlo, Royal?
Me nombró dos o tres sitios. Ya había estado en uno de ellos y había olvidado mencionarlo. Tomé buena nota de los otros y pregunté:
– ¿Qué aspecto presenta? ¿Cómo es?
– Joder tío, es un chulo.
– No te cae bien.
– No tiene por qué caerme bien o mal. Mis amigos, Matthew, son amigos con los que tengo negocios, y Chance y yo no tenemos ningún negocio el uno con el otro. Ninguno de los dos compra lo que el otro vende. El no compra mi mercancía y a mí no me interesan sus conejitos -una irónica sonrisa dejó al descubierto su dentadura-. Cuando tú eres dueño de los caramelos los conejitos te salen gratis.
Uno de los lugares que Royal había mencionado se encontraba en Harlem, en la St. Nicholas Avenue. Hacia allí me dirigí a pie desde la calle 125. Era una calle ancha, comercial, bien iluminada, pero comencé a ser presa de ese miedo irracional de un hombre blanco en un barrio negro.
Doblé a la derecha hacia St. Nicholas Avenue y recorrí un par de manzanas antes de llegar al Club Cameron. Era una pobre imitación del Kelvin Small's: una juke-box reemplazaba a los músicos. El servicio de caballeros estaba sucio y en el reservado al retrete alguien estaba inhalando estrepitosamente. Cocaína, supuse.
No reconocí a ninguno de los nombres sentados en la barra. Me quedé ahí y bebí un refresco de soda mientras miraba las caras de quince o veinte negros reflejadas en el espejo que había detrás de la barra. Pensé en que no era la primera vez en esa tarde en que quizás estuviera mirando a Chance sin saberlo. La descripción que tenía de él coincidía con un tercio de los hombres presentes y haciendo un esfuerzo de la imaginación podía coincidir con los dos tercios restantes. No había podido ver ninguna foto suya. Su nombre no decía nada a mis contactos policiales y, si ese era su apellido no tenía ningún expediente en los archivos.
Los tipos a mi lado me habían dado la espalda. Vi mi imagen reflejada en el espejo: un hombre pálido, vestido con un traje sin un color definido y con un abrigo gris. Mi traje estaba sin planchar y mi sombrero no hubiera tenido un aspecto peor si el viento se lo hubiera llevado. Me encontraba ahí aislado entre dos maniquíes de espaldas como armarios, de solapas extra largas, de botones forrados con tela. Hace tiempo los chulos hacían cola en una tienda de moda de caballeros. Phil Kronfeld en Broadway, para comprar trajes así, pero Kronfeld cerró y ahora no sabía donde se vestían. Quizás debiera de enterarme, era probable que Chance tuviera una cuenta y sería una forma de dar con él.
Salvo que la gente en este oficio no tenía cuenta, ya que pagaban todo al contado. Incluso compran un coche al contado. Desembarcan de un Potemkin, sueltan los billetes de cien y vuelven a casa con un Cadillac.
El sujeto de mi derecha llamó al barman con un gesto del dedo índice.
– Sírvemelo en el mismo vaso -dijo-. Hay que reforzar el sabor.
El barman llenó el vaso con un chorrito de coñac y unos diez centilitros de leche fría. Solían llamar a esa mezcla White Cadillac. Puede que lo sigan llamando así.
Quizás debiera haber probado un Potankin. O quizá debiera haberme quedado en casa. Mi presencia creaba tensiones que poco a poco se iban espesando en la atmósfera del pequeño local. Tarde o temprano alguien se acercaría a mí y me preguntaría qué coño estaba haciendo ahí y sería difícil encontrar una respuesta.
Me fui antes de que eso ocurriera. Un taxi estaba esperando a que el disco cambiara. La puerta del acompañante estaba hundida y la defensa estaba abollada. Esas pruebas confirmaban la destreza del conductor. De todas formas me subí.
Royal me había hablado de otro sitio en la calle 96 Oeste y dejé que el taxi me llevara allá. Eran más de las dos de la tarde y empezaba a sentirme cansado. Entré de nuevo en otro bar donde de nuevo otro negro estaba tocando el piano. El piano parecía estar desafinado pero quizás fuera yo quien lo estaba. Había bastantes parejas mixtas, pero las mujeres blancas que acompañaban a los negros se parecían más a sus amiguitas que a fulanas. Algunos hombres estaba ataviados con trajes elegantes pero ninguno ostentaba la etiqueta y las insignias de los chulos que había visto dos kilómetros más al norte. A pesar de que en el ambiente se respiraba señales de vida fácil y transacciones legales, éste no era menos sutil y menos tranquilo que los antros del Harlem y los anexos a Times Square.
Coloqué una moneda en el teléfono y llame al hotel. Ningún recado. Esa noche el conserje era un mulato con una apetencia mórbida por el jarabe de pecho que parecía no hacerle ningún efecto. Incluso aún podía hacer crucigramas del Times con un bolígrafo descargado. Le dije:
– Jacob, hazme un favor. Llama a este número y pide que te pongan con Chance.
Le pasé el número. Él lo leyó empezando por el último y me preguntó si era Sr. Chance. Le dije que sólo Chance.
– ¿Y si responde?
– Cuelgas.
Me acerqué a la barra y estuve a punto de pedir una cerveza pero me decidí por una Cola-Cola. Un minuto después del teléfono sonó y un muchacho con pinta de universitario lo cogió. Elevó la voz preguntando si había alguien en el lugar llamado Chance. Nadie respondió. Observé al barman. Si el nombre le decía algo no mostró señal de ello. Incluso no sabía con certeza si prestó atención.
Hubiera podido haber jugado a este juego y quizás hubiera descubierto algo. Pero me había llevado tres horas pensar en ello.