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– Eso es lo que quiero que me diga, John. ¿Ese es su nombre? ¿John?

– Normalmente me llaman Jack.

– De acuerdo Jack. Ahora se acuerda de él. Vamos, ¿cómo tenía el pelo?

– No presté atención a su pelo.

– Por supuesto que lo hizo. El se inclinó para firmar y usted vio su cabeza, ¿recuerda?

– Yo no…

– ¿Era calvo?

– Yo no…

– Lo vamos a poner delante de uno de nuestros dibujantes -dijo Durkin-. Acabará recordando algo. Y cuando uno de estos días, nuestro jodido destripador sicópata mete la pata, cuando le pongamos la mano encima en el acto o saliendo por la puerta, se parecerá tanto al retrato robot de nuestro dibujante como yo a Sara Blaustein. Ella parecía realmente una mujer, ¿eh?

– Más bien se parecía a un fiambre.

– Lo sé. Un fiambre en el mostrador de una carnicería.

Nos encontrábamos en su coche, conduciendo sobre la accidentada superficie del puente de Queensboro. El cielo comenzaba a abrir. Había dejado atrás el sentimiento de fatiga y mis emociones como mis nervios estaban a flor de piel. Curiosamente me sentía vulnerable; la más pequeña cosa me podía hacer estallar de risa o cubrirme de lágrimas.

– Me pregunto qué efecto produciría -dijo Durkin.

– ¿El qué?

– Recoger a alguna con ese aspecto. En la calle, en un bar, o en donde sea. Te la llevas a cualquier sitio, ella se despelota y ¡Bang! sorpresa. ¿Cuál sería su reacción?

– No lo sé.

– Desde luego que si es una que se hizo la operación, puede que nunca te enteres. Sus manos no me parecieron grandes. Hay mujeres con manos enormes y hombres con manos diminutas. De manera…

– Ya.

– A propósito de sus manos, ella tenía un par de anillos. ¿Reparó en ello?

– Sí.

– Uno en cada mano.

– ¿Y?

– Él no se los llevó.

– ¿Por qué iba a llevárselos?

– Usted decía que se llevó el de Dakkinen.

No respondí. El me habló pausadamente.

– Matt, ¿aún piensa que Dakkinen fue asesinada por un motivo?

Sentí como me subía la cólera, como si se tratara de una aneurisma arterial. Hice un tremendo esfuerzo por controlarme.

– Y no me hable de las toallas sucias. Es un estrangulador, un maldito loco, lo bastante sutil para planear sus golpes y montar su número a su manera. No es el primero con que nos encontramos.

– He recibido una advertencia para que dejara el caso, Joe. Una advertencia que me ha enviado alguien muy serio.

– ¿Y qué? ¿Ha sido asesinada por un sicópata pero puede que haya algo referente a su vida que algunos de sus amigos no desean que salga a la luz. Puede que tuviera un amiguito casado, como usted piensa, e incluso si hubiera muerto de la escarlatina no le debe gustar que usted ande revolviendo en sus cenizas.

Me recite mentalmente mis derechos: Tiene derecho a permanecer callado. Ejercí mi derecho.

– A menos que figure que Dakkinen y Blaustein tuviesen un lazo en común. Digamos que eran hermanas de leche. Perdón hermano y hermana. O quizá fueran hermanos, quizá Dakkinen se hizo la operación años atrás. Demasiado alta para una mujer. ¿No le parece?

– Quizá Cookie sea una pantalla de humo.

– ¿Cómo es eso?

A pesar mío seguí hablando:

– Puede que la matara para desviar sospechas -señalé-, para hacer que parezca una serie de muertes al azar. Para esconder el móvil de la muerte de Kim Dakkinen.

– Desviar las sospechas. ¿Qué sospechas?

– No lo sé.

– No hay ninguna maldita sospecha. Apenas nos ocupábamos de este asunto. Pero esto va a cambiar. No hay nada que excite tanto a la prensa como una serie de muertes al azar. Los lectores están ávidos de noticias así, las espolvorean en los cereales del desayuno. Cualquier pretexto es bueno para sacar analogías con Jack el Destripador. Los redactores jefes se chiflan por eso. Y no dejarán el asunto hasta que no hayamos encontrado al culpable.

– Probablemente.

– ¿Sabe lo que es usted, Scudder? Usted es un testarudo.

– Quizás.

– Su problema es que trabaja por su cuenta y no lleva más que un caso a la vez. Yo tengo tanta basura en mi mesa que es un placer cuando puedo librarme de algo. Pero usted no, usted se agarra a ello tanto tiempo como puede.

– ¿Cree que es así?

– No lo sé. Es eso lo que parece -soltó una mano del volante y me dio unas palmaditas en el antebrazo-. No quiero ser un rompehuevos, pero cuando me encuentro con un caso como éste, una víctima descuartizada hasta ese punto, trato de atrapar una pista y es como quien atrapa un pez con las manos y se escapa por cualquier sitio. De cualquier manera usted hizo un buen trabajo.

– ¿Lo cree así?

– Sin ninguna duda. Hemos dejado escapar algunas cosas. Y algunas las que usted ha encontrado nos servirán para dar con el demente. ¿Pero quién sabe?

Yo lo único que sabía, era que no podía más.

Se calló mientras cruzábamos el centro. Llegamos delante de mi hotel, frenó y me dijo:

– Lo que dijo Garfein antes. Puede ser que Ricone quiera decir alguna cosa en italiano.

– No será difícil comprobarlo.

– Claro que no. Si todo fuera así de fácil… Lo comprobaremos y tenemos muchas posibilidades que sea el equivalente de Jones en italiano.

Subí a mi habitación me desvestí y me dejé caer en la cama. Diez minutos después me levanté de nuevo. Me sentía sucio y me dolía la cabeza. Me di una ducha vaporosa y me cepillé hasta casi arrancarme la piel. Salí de la ducha, me dije a mí mismo que era un estupidez rasurarme antes de acostarme pero me afeité de todas formas. Cuando acabé me puse un albornoz y me senté en el borde de la cama. Luego me instalé en el sillón.

Te recomiendan que nunca esperes a tener hambre, ni ceder a la cólera, ni estar muy sólo o muy cansado. Cualquiera de esos cuatro estados puede romper tu equilibrio y empujarte a la bebida para restablecerlo. Tenía la impresión de haber atravesado los cuatro durante el día y la noche. Pero, curiosamente, no sentía deseos de beber.

Extraje el revólver del bolsillo de mi abrigo. Empezaba a devolverlo a su sitio en el cajón de la cómoda, luego cambié de idea y me acomodé de nuevo en el sillón, girando el arma en mis manos.

¿Cuándo había sido la última vez que había hecho un disparo?

No tenía que pensar mucho. Había sido aquella noche en Washington Heights cuando había perseguido a dos delincuentes armados por la calle, les abatí y, al mismo tiempo, abatí a una muchachita. Durante el resto de tiempo que estuve en el cuerpo tras aquel incidente no volví a tener ocasión de sacar mi revólver de servicio y menos de utilizarlo. Y con toda seguridad podía decir que no había vuelto jamás a disparar un arma desde que dejé el cuerpo.

Y esa noche fui incapaz de ello. ¿Tuve tal vez la intuición de que los ocupantes del coche eran críos borrachos en vez de asesinos? ¿Pensé acaso que valía más esperar a ver lo que pasaba antes de disparar?

No. Desde luego no fue eso lo que me pasó.

Yo estaba petrificado. Si en vez de un crío con una botella de whisky fuera un gángster con una metralleta, tampoco hubiera sido capaz de apretar el gatillo. Mi dedo se había paralizado.

Abrí el revólver, retiré las balas del tambor y lo cerré. Apunté el arma vacía a la papelera, al otro extremo del cuarto, y apreté dos veces el gatillo. El clic del percutor sobre la recámara vacía me pareció muy fuerte y seco.

Apunté al espejo, sobre la cómoda. ¡Clic!.

Eso no probaba nada. Estaba vacío, sabía que estaba vacío. Podía llevármelo a una galería de tiro, cargarlo, disparar a los blancos y eso tampoco probaría nada.

Me preocupaba que fuera incapaz de disparar. Y a la vez estaba contento de que ocurriera de esa manera, porque de otro modo habría vaciado el arma en aquel coche de críos, probablemente mataría a alguno de ellos y mi tranquilidad de espíritu habría recibido un buen golpe. A pesar de mi fatiga, pasé un buen rato tratando de aclarar este enigma. Estaba contento de no haber disparado a nadie, y aterrorizado por lo que podía implicar el hecho de que fuera incapaz de disparar. Mi mente daba vueltas como un perro persiguiendo su cola.