¿Qué significaba para mí?
La muerte de un hombre me disminuye, porque estoy vinculado con la humanidad. La muerte de un hombre, la muerte de una mujer, la muerte de un ser entre ambos. ¿Pero me disminuía? ¿Y estaba verdaderamente vinculado?
Todavía podía sentir el gatillo del 32 temblando bajo mi dedo.
Pedí otra taza de café y leí la historia de un joven soldado de permiso que participaba en partido de baloncesto improvisado en un terreno abandonado del Bronx. Aparentemente una pistola se había caído del bolsillo de un espectador y se disparó con el impacto. La bala se incrustó en el cuerpo del joven soldado provocándole una muerte fulminante. Releí el artículo y me quedé un momento ahí sentado negando con la cabeza.
Otra manera de morir. Era verdad que había ocho millones de ellas. Mierda.
A las nueve menos veinte de esa noche me dejé caer en una sala en el subsuelo de una iglesia de Prince Street, en el Soho. Me serví una taza de café y, mientras buscaba un sitio, miré a ver si veía a Jan. Ella estaba sentada delante, en el lado derecho. Yo me senté al fondo, cerca de la cafetera.
El conferenciante era una mujer de unos treinta años. Había bebido durante diez años y pasó los tres últimos en el Bowery, mendigando o lavando parabrisas para comprarse vino…
– Incluso en el Bowery -dijo-, hay gente que se las apañan por si solos. Algunos hombres allí abajo, siempre llevan consigo una cuchilla de afeitar y una pastilla de jabón. Yo, fui derecha al lado opuesto, a ese lado en que no se afeitan, no se lavan y no se mudan de ropa.
Durante el descanso intercepté a Jan en su camino a la cafetera. Pareció alegrarse de verme.
– Casualmente pasaba por el barrio -expliqué-, y como era la hora de la reunión, pensé que quizá te viera aquí.
– Sí, esta es una de las reuniones a las que asisto habitualmente. Luego vamos a tomar un café, ¿de acuerdo?
– Estupendo.
Una docena de nosotros estábamos sentados alrededor de un par de mesas en una cafetería de Broadway Oeste. No tomé una parte muy activa en la conversación ni tampoco presté mucha atención. Finalmente el camarero distribuyó la cuenta a cada uno. Jan pagó la suya y yo pagué la mía y tomamos juntos el camino a su buhardilla. Le dije:
– No vine hasta aquí por casualidad.
– ¿Qué sorpresa?
– Quiero hablar contigo. No sé si leíste la prensa hoy…
– ¿Lo del asesinato en Queens? Sí, lo he leído.
– Yo estuve allí. Estoy destrozado y necesito hablar con alguien.
Subimos a su apartamento donde ella hizo café. Yo me senté con mi taza delante de mí, y cuando acabé de hablar, bebí un sorbo completamente frío. La puse al día con los últimos acontecimientos. Le hablé de la chaqueta de piel de Kim, de los jóvenes borrachos en el coche, de la botella rota, de la visita a Queens y de lo que encontramos allí. Y le dije como había pasado aquella noche, tomando el metro para ir al otro lado del río y dando vueltas por Long Island City para acabar volviendo a Manhattan donde llamé a las puertas de los vecinos de Cookie Blue, en un edificio del este del Village, luego atravesé la isla para recorrer todos los bares gay de Christopher Street y West Street.
Para entonces era lo bastante tarde como para llamar a Joe Durkin y enterarme del informe del laboratorio.
– Se trata del mismo asesino -le dije a Jan-. Y usó la misma arma. Es alto, diestro, fuerte, y le gusta que su machete esté bien afilado, si es que es un machete.
Las informaciones provenientes de Arkansas no llevaron a nada. La dirección de Fort Smith no existía -lo que era de prever- y el número de matrícula era el de un Volkswagen naranja que pertenecía a una maestra de escuela de Fayetteville.
– Y ella sólo lo sacaba los domingos -dijo Jan.
– Algo así. El se inventó toda la historia de Arkansas, como antes se había inventado lo de Fort Wayne, Indiana. Pero la matrícula era real, o casi real. Alguien echó un vistazo a la lista de vehículos robados y encontró que un Impala marrón había sido sustraído en una calle de Jackson Heigts, dos horas antes de la muerte de Cookie. La matricula coincide con la que usó al rellenar la ficha salvo en un par de números, y el coche está matriculado en el estado de Nueva York y no en el de Arkansas. El vehículo coincide con la descripción que hizo el gerente. También coincide con la que hicieron las prostitutas que hacían la calle cerca del lugar en donde Cookie se subió a él. Ellas vieron a un coche dar vueltas a la manzana hasta que el conductor se decidió y escogió a Cookie. El coche aún no ha aparecido pero eso no quiere decir que el tipo se siga sirviendo de él. Puede llevar varios días recuperar un vehículo robado. Algunas veces los ladrones los dejan en una zona donde está prohibido aparcar y la grúa se los lleva al depósito. Eso no debiera suceder así. Alguien tendría que comprobar las listas de los coches en el depósito con la de los coches robados, pero muchas veces no se hacen las cosas como se supone que se deben hacer. Acabaran por saber que el asesino abandonó el coche veinte minutos después de acabar con Cookie, y que borró todas las posibles huellas.
– ¿No puedes pasar, Matt?
– ¿Abandonar el caso?
Ella asintió con la cabeza.
– A partir de ahora, pertenece más bien a la rutina policial, ¿no? Control de testigos, verificaciones, informaciones diversas.
– Sí, supongo que sí.
– Y es poco probable que pongan este asunto en el fichero y pasen a otra cosa, como tú pensabas cuando era Kim la única asesinada. La prensa no les dejará que den carpetazo, aunque esa fuesen sus intenciones.
– Es verdad.
– ¿Entonces por qué quieres forzarte a ti mismo a seguir con esto? Creo que has trabajado más por ese dinero que lo que él hizo.
– Sin duda tienes razón.
– ¿Entonces por qué seguir? ¿Qué puedes hacer que no puedan los polis?
Reflexioné un momento, luego dije:
– ¿Tiene que haber una relación?
– ¿Qué tipo de relación?
– Una relación entre Kim y Cookie. Porque de otro modo este caso no tendría sentido, maldita sea. Incluso un sicópata tiene que tener una especie de hilo directriz, aunque ese hilo sólo exista en su cabeza. Kim y Cookie no se asemejaban, no llevaban el mismo tipo de vida. Para empezar no eran del mismo sexo. Kim trabajaba a partir del teléfono y en su apartamento y tenía un chulo. Cookie era un travestí callejero que se hacía los clientes en sus coches. Era una marginal. Chance está tratando de enterarse si tenía un macarra del que nadie hasta ahora supiese su existencia, pero es poco probable que lo tuviese.
Bebí un poco de café, luego proseguí:
– Y el asesino escogió a Cookie. Se tomó su tiempo, pasó por la calle varias veces, se aseguró que se llevaba a ella y no a alguna otra. ¿Dónde está la relación? No es una cuestión de físico. Porque el físico de Cookie era completamente diferente al de Kim.
– ¿Algo que concernía a su vida íntima?
– Puede ser. No es muy difícil seguir la pista a lo que fue su vida. Vivía al este del Village y trabajaba en Long Island City. No encontré a nadie en los bares gays del West Side que la conociera. No tenía macarra ni amante. Sus vecinos de la calle 5 no sabían que era una prostituta y sólo unos pocos tuvieron a dudas de que fuera una mujer. Su única familia es su hermano y ni siquiera está al corriente de su muerte.
Seguí hablando por un momento. Ricone no era ninguna palabra italiana, y si era un apellido, no era nada habitual porque había comprobado la guía de teléfonos de Manhattan y de Queens sin encontrar ningún Ricone.
Cuando acabé mi café, Jan fue a buscar más para los dos y nos quedamos un momento sin hablarnos. Luego le dije: