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– Gracias.

– ¿Por el café?

– Por escucharme. Ahora, me siento mejor. Tenía que hablar contigo para poner en orden mis ideas.

– Siempre es bueno hablar.

– Supongo que sí.

– Tú no hablas en las reuniones, ¿no?

– Jan, no voy a ponerme a hablar de esto.

– No, claro que no, pero podrías hablar de los problemas por los que atraviesas y de cómo los sientes. Esto te ayudaría más de lo que tú crees, Matt.

– No creo que sea capaz. Joder, ni siquiera soy capaz de decir que soy un alcohólico. "Mi nombres es Matt, sólo vengo a escuchar". Lo podría decir por teléfono.

– Puede que eso vaya a cambiar.

– Puede.

– ¿Cuánto tiempo llevas sin beber, Matt?

Tuve que pensarlo.

– Ocho días.

– Hey, eso es estupendo. ¿Qué te hace gracia?

– Me acabo de dar cuenta de algo. Una persona le pregunta a otra cuánto tiempo lleva sin beber, y sea cual sea la respuesta, la reacción siempre es "¡Hey, eso es estupendo, es maravilloso!" Da igual que diga ocho días y ocho años, la reacción siempre será la misma. "Pero eso es estupendo, es maravilloso".

– Porque es verdad.

– Es posible.

– Lo que es estupendo es que tú no hayas bebido. Ocho años es tan estupendo como ocho días.

– Sí. Eh…

– ¿Qué ocurre?

– Nada. El funeral de Sunny es mañana.

– ¿Vas a ir?

– Dije que iría.

– ¿Eso te preocupa?

– ¿Si me preocupa?

– ¿Te pone nervioso? ¿Intranquilo?

– No lo sé. No me siento con ganas de ir -me fijé en sus enormes ojos grises luego aparté mi mirada-. Jamás he pasado de ocho días -dije con un tono serio-. La última vez llegué a ocho y volví a coger la botella.

– Eso no quiere decir que vayas a beber mañana.

– Mierda, ya lo sé. Yo no voy a beber mañana.

– Lleva a alguien contigo.

– ¿A dónde?

– Al funeral. Pídele a alguien de tu grupo que te acompañe.

– No puedo pedir a nadie una cosa semejante.

– Por supuesto que sí

– Y además, ¿a quién? No hay nadie a quien conozca lo bastante.

– ¿Es que acaso hay que conocer bien a una persona para que se siente al lado tuyo en un funeral?

– En ese caso…

– ¿En ese caso qué?

– ¿Quieres venir conmigo? No, déjalo. No quiero mezclarte en esto.

– Iré.

– ¿En serio?

– ¿Por qué no? Por supuesto no estaré muy resplandeciente con todas esas fulanas al lado.

– No creo eso.

– ¿No?

– No creo eso en absoluto.

Levanté su barbilla, posé mi boca sobre sus labios. Acaricié sus cabellos. Sus cabellos eran castaños, salpicados con algún que otro gris. Gris como el de sus ojos.

Ella dijo:

– Tenía miedo de que esto llegara a ocurrir. Pero también tenía miedo de que no ocurriera.

– ¿Y ahora?

– Ahora simplemente tengo miedo.

– ¿Quieres que me vaya?

– ¿Que tú te vayas? No, no quiero que te vayas. Quiero que me beses otra vez.

La besé. Ella colocó sus brazos alrededor de mí y me apretó contra su cuerpo. Sentí el calor de su cuerpo a través de nuestras ropas.

– Amor mío -dijo ella.

Más tarde, recostado a su lado en la cama y escuchando los latidos de mi corazón, experimenté un momento de desolación y aflicción total. Me sentí como si acabara de levantar la tapa de un puchero sin fondo. Extendí la mano y la posé en el costado de Jan, y ese contacto físico calmó al momento mi angustia.

– Hola -le dije.

– Hola.

– ¿En qué piensas?

Se rió.

– Nada romántico. Trataba de imaginar lo que va a pensar mi madrina.

– ¿Tienes que decírselo?

– No, no tengo, pero se lo diré. "Oh, a propósito me he tirado a un tío que lleva sólo ocho días sin beber".

– Eso es un pecado mortal, ¿no?

– Digamos simplemente que no está recomendado.

– ¿Qué te dirá? ¿Qué reces seis padres nuestros?

Rió de nuevo. Tenía una risa bonita, espontánea, acogedora. Desde siempre me había gustado.

– Me dirá: "Bueno, al menos no bebiste. Eso es lo importante". Y añadirá: "Espero que hayas disfrutado".

– ¿Y?

– ¿Y qué?

– ¿Si disfrutaste?

– Claro que no. Fingí el orgasmo.

– Seguro. Las dos veces, ¿no?

– Lo has adivinado.

Me atrajo hacia si, puso una mano encima de mi pecho.

– Te vas a quedar ¿verdad?

– ¿Qué va a decir tu madrina?

– Probablemente se lo tendrá que tragar muy a pesar suyo. Oh, mierda casi me olvido.

– ¿Adónde vas?

– Tengo que hacer una llamada.

– ¿A tu madrina?

Negó con la cabeza. Se puso una bata y empezó a pasar páginas en un directorio telefónico. Marcó un número y dijo:

– Hola, soy Jan. ¿Estabas durmiendo? Mira, esto es un poco idiota, ¿pero me gustaría saber si la palabra Ricone te dice algo? -la deletreó-. Pensé que podía ser un taco o algo parecido -escuchó un momento, luego dijo-: No, no, no es eso. Es porque hago crucigramas en siciliano en las noches de insomnio. No te puedes pasar la vida leyendo la Biblia.

Terminó la conversación, colgó y dijo:

– Es una idea que me vino de pronto. Pensé que quizá se tratase de una palabra obscena o dialectal. Si fuera así no la encontrarías en un diccionario.

– ¿En qué tipo de obscenidad pensabas? ¿Y cuánto te vino esa idea a la cabeza?

– Eso no te interesa, entrometido.

– Me estás sonrojando.

– Lo sé. Lo siento. Eso me enseñará a tratar de ayudar a un amigo a resolver un asesinato.

– Todo acto de caridad exige un castigo.

– Eso es lo que dicen. Martin Albert Ricone y Charles Otis Jones. ¿Son esos los nombres que usó?

– Owen. Charles Owen Jones.

– ¿Y tú crees que significan algo?

– Tiene que significar algo. Incluso si es un chiflado, unos nombres tan elaborados tienen que significar algo.

– ¿Como Fort Wayne y Fort Smith?

– Sí, puede. Pero creo que los nombres que usó son más significativos que eso. Y además Ricone es un apellido demasiado inhabitual.

– Quizá empezara escribiendo Rico

– Sí, pensé eso. Hay un montón de Ricos en la guía. O quizá sea de Puerto Rico.

– ¿Por qué no? No sería el único de Nueva York. Quizá sea un admirador de Cagney.

– ¿Cagney?

– La escena de la muerte. "Madre de la misericordia, ¿es éste el final de Rico?". No te acuerdas.

– Creía que era Edward G. Robinson.

– Tal vez. Siempre estaba borracha cuando veía el cine de medianoche en televisión, y además tenía tendencia a confundir a todos los gángsters de la Warner Brothers. Era uno de esos tíos cojonudos. "Madre de la misericordia, ¿es éste el…”

– Cojonudos…

– ¿Qué?

– Por todos los santos.

– ¿Qué te ocurre?

– Es un gracioso. Un verdadero gracioso.

– ¿Quién?

– El asesino. C. O. Jones y M. A. Ricone. Yo pensaba que eran nombres.

– No lo son.

– Cojones. Maricón.

– Eso es español.

– Así es.

– Cojones quiere decir pelotas, ¿no?

– Y maricón es un pederasta. Pero me parece que no lleva una E al final.

– Quizá es más desagradable con la E al final.

– O quizá sea un burro escribiendo.

– Es posible -le dije-. Nadie es perfecto.

TREINTA

Hacia la mitad de la mañana volví a mi casa, me duché, me rasuré y me puse mi mejor traje. Tuve tiempo de asistir a una reunión al mediodía, luego me comí un perrito caliente en la calle y me reuní con Jan, como habíamos convenido, delante del puesto de un vendedor de papayas, en la esquina de la calle 72 y Broadway. Jan llevaba un vestido de punto gris tórtola, salpicado con unos toques de negro. Nunca la había visto tan elegante.