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Doblamos la esquina y llegamos al local de Walter B. Cook donde un joven negro de oscuro, lleno de simpatía artificial, se preguntaba qué vínculo con la difunta podíamos tener y nos guió a través de un largo corredor hasta la Sala 3, donde un cartel fijado a la puerta abierta anunciaba: Hendryx. En la sala había cuatro filas de cuatro sillas, a izquierda y derecha del pasillo central. Al fondo, a la izquierda del altar, sobre un estrado, un ataúd abierto reposaba entre un exceso de ramos y coronas de flores. Había enviado flores por la mañana, pero no me preocupé mucho. Sunny tenía tantas que hasta un gánster de los de cuando la ley seca habría ascendido al cielo.

Chance estaba sentado en la primera fila, en el lado derecho, en una silla que daba al pasillo. Donna Campion estaba sentada a su lado y Fran Schecter y Mary Lou Barcker completaban la fila. Chance llevaba un traje negro, camisa blanca y una fina corbata negra de seda. Las mujeres iban todas de negro, y me pregunté si las había llevado de compras la tarde previa.

Cuando entramos, él giró la cabeza y se incorporó. Yo me acerqué acompañado de Jan y me las apañé para hacer las presentaciones. Luego hubo un silencio molesto que Chance rompió diciéndome:

– Usted querrá ver sus retos mortales.

Y señaló el ataúd con un gesto de la cabeza.

¿Cómo puede desear uno ver los restos mortales de una persona?

Caminé hasta allí con Jan detrás mío. Sunny yacía en un ataúd revestido de satín blanco y lucía con un vestido de colores vivos. Sus manos unidas en su pecho sostenían una sola rosa. Su rostro parecía esculpido en un bloque de cera, pero ciertamente ella no parecía más muerta que la última vez que la vi.

Chance estaba a mi lado. Me dijo:

– ¿Le puedo hablar un momento?

– Por supuesto.

Jan me apretó discretamente la mano y se alejó. Chance y yo nos quedamos lado a lado, la mirada baja en Sunny. Le dije:

– Pensaba que el cuerpo seguiría en el depósito.

– Me llamaron ayer para avisarme de que lo podía retirar. La gente de aquí trabajó hasta muy tarde para tenerla preparada. Hicieron un buen trabajo.

– Sí.

– No se parece mucho, pero tampoco se parecía mucho cuando la encontramos, ¿verdad?

– No.

– Van a incinerar el cuerpo luego. Es la manera más simple. Las niñas están bien, ¿no cree? Sus vestidos y demás.

– Están perfectas.

– La dignidad -hizo una pausa un instante, luego prosiguió-: Ruby no ha venido.

– Lo he notado.

– No cree en los funerales. Culturas diferentes, costumbres diferentes, sabe. Y además jamás tuvo contactos con las otras. Apenas conocía a Sunny.

No dije nada.

– Cuando esto termine, voy a llevar a las niñas a sus casas. Luego podríamos vernos.

– De acuerdo.

– ¿Conoce Parke Bennet? La galería que organiza las subastas. La más grande de Madison Avenue. Mañana hay una venta, y antes me gustaría mirar a un par de lotes que me interesan. ¿Le importaría si nos viéramos allí?

– ¿A qué hora?

– No lo sé. Esto no durará mucho. Pienso salir de aquí a las tres. De manera que pongamos las cuatro y cuarto, cuatro y media.

– Perfecto.

– Y Matt -me volví-, gracias por venir.

Había una decena de personas en la sala cuando el servicio comenzó. Un grupo de cuatro hombres negros se habían sentado hacia la fila del medio, en el lado izquierdo. Entre ellos me pareció reconocer a Kid Bascomb, el boxeador que había visto pelear en la una única vez que vi a Sunny. Dos ancianas estaban sentadas juntas en la última fila, y un hombre, también mayor, estaba sentado, solo, en una de las primeras filas. Hay gente solitaria para los que asistir a los funerales de extraños es una forma de pasar el tiempo, y tuve la impresión que esos tres viejos pertenecían a ese grupo.

Justo en el momento en el que el servicio comenzaba Joe Durkin y otro agente de civil se dejaron caer en un par de sillas de la última fila.

El reverendo tenía cara de niño. Ignoraba si estaba al corriente de los acontecimientos, pero hablaba de la tragedia de las personas cuyas vidas eran cortadas en su primera juventud, de las misteriosas vías del Todopoderoso y de los sobrevivientes que son las verdaderas víctimas de estas tragedias aparentemente sin sentido. Leyó textos de Emerson, Teilhard de Chardin, Martin Buber y el libro del Eclesiastés. Luego pidió a los amigos de Sunny que lo desearan que avanzaran para pronunciar unas palabras.

Donna Campion leyó dos poemas que tomé por suyos. Pero me enteré que uno era de Sylvia Plath y el otro de Ane Sexton, dos poetas que se habían suicidado. Fran Schecter la siguió y declaró:

– Sunny, no sé si me puedes oír, pero de todas formas, quisiera decirte esto.

Prosiguió diciendo cuanto había apreciado el calor, amistad y el amor de su amiga. Tras comenzar con un tono lleno de entusiasmo, acabó en un pañuelo de lágrimas y el reverendo tuvo que ayudarla a descender del estrado. Mary Lou Barcker no pronunció más que dos o tres frases, con una voz baja y falta de entonación, diciendo que se lamentaba no haber conocido mejor a Sunny y esperaba que estuviera en paz ahora.

Nadie más se adelantó. Me imaginé por un momento a Joe Durkin haciendo una declaración conmovedora en nombre de la policía de Nueva York, sin embargo no se movió. El reverendo pronunció unas palabras más -que no escuché- y luego uno de los empleados puso una grabación de Judy Collins cantando "Gracia Milagrosa"

Fuera, Jan y yo caminamos en silencio durante dos o tres manzanas. Luego dije:

– Gracias por haber venido.

– Gracias por haberme invitado. Por todos los santos, que respuesta más idiota. Parece una conversación entre dos adolescentes después del baile de fin de curso. "Gracias por haberme invitado. Lo he pasado muy bien" -sacó un pañuelo de su bolso y se frotó los ojos y la nariz-. Estoy contenta de que no hayas venido solo.

– Yo también.

– Y estoy contenta de haber ido. Fue tan triste y tan bonito. ¿Quién era el hombre que habló contigo a la salida?

– Ese era Durkin.

– ¿Ah, sí? ¿Qué hacía allí?

– Esperaba un golpe de suerte. Nunca sabes quién se va a presentar en un funeral.

– No se presentó mucha gente en éste.

– No, no habían mucha.

– Estoy contenta de que hayamos venido.

– Sí.

La invite a una taza de café, luego la puse en un taxi. Ella insistió que podía tomar el metro, pero no la escuché y la obligué a aceptar diez dólares para pagar la carrera.

Un ordenanza de la galería de Parke Bennet me condujo al segundo piso donde estaban expuestos los objetos de arte africano y oceánico de la venta de los viernes. Encontré a Chance delante de una vitrina que contenía una veintena de figurines de oro. Algunos de ellos representaban animales, otros seres humanos y diversos utensilios. Recuerdo que una de ellos representaba a un hombre sentado sobre sus talones ordeñando una cabra. La figura más grande habría cabido en la mano de un niño, y las otras tenía un aspecto gracioso.

– Pesas Ashanti para pesar el oro -apuntó Chance-. Del país que los ingleses llamaron la Costa Dorada; hoy Ghana. Puede encontrar algunas reproducciones en las tiendas. Son falsas. Estas de aquí son auténticas.

– ¿Tiene la intención de comprarlas?

Negó con la cabeza.

– No, no me dicen nada. Trato de comprar cosas por las que siento algo. Déjeme enseñarle algo.

Atravesamos la habitación. Una cabeza de una mujer de bronce descansaba sobre un pedestal de un metro veinte de alto. Su nariz era ancha y chapada y sus mejillas prominentes. Su cuello estaba hasta tal punto repleto de collares de bronce que el conjunto de la cabeza tenía el aspecto de un cono.