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– Una escultura de bronce del perdido reino de Benin. El busto de una reina. Se puede conocer su rango por el número de collares que lleva alrededor del cuello. ¿Le dice algo, Matt? A mí sí, muchas cosas.

Sentí la fuerza en los rasgos de bronce, una fuerza fría, una voluntad implacable.

– ¿Sabe lo qué me dice? Dice: "Negro, ¿por qué me estás mirando de esa forma? Sabes que no tienes bastante dinero como para llevarme a mi tierra" -se rió-. Su valor estimado se cifra entre cuarenta y cincuenta mil dólares.

– ¿No irá a ofertar?

– No sé lo que voy a hacer. Hay algunas piezas que no me importaría poseer. Pero hay veces que voy a las subastas como quienes van a las carreras y no apuestan. Tan sólo van a sentarse al sol y mirar los caballos. Me gusta el ambiente de una sala de apuestas. Me gusta oír el ruido del mazo. ¿Ha visto bastante? Entonces salgamos de aquí.

Su auto estaba aparcado en un garaje de la calle 78. Atravesamos el puente de la 59 y Long Island City. Aquí y allí las prostitutas, solas o en parejas, cubrían la calle.

– No había muchas la pasada noche -dijo Chance-. Se sienten más seguras a la luz del día.

– ¿Vino aquí anoche?

– Pasé por aquí. El recogió a Cookie por esta zona, luego cogió Queens Boulevard. ¿O tomó la autopista? Supongo que no tiene importancia.

– No, ninguna.

Nos adentramos en Queens Boulevard.

– Quiero darle las gracias por haber ido al funeral -dijo.

– No tiene por qué.

– Muy bonita la mujer que le acompañaba.

– Gracias.

– Jan, ¿no?

– Sí, Jan.

– Salen juntos, o…

– No, somos amigos.

– Ya veo -se detuvo delante de un disco rojo-. Ruby no vino.

– Lo sé.

– Lo que le dije eran tonterías. No quise contradecirme delante de las otras. Ruby se ha largado. Recogió sus bultos y se esfumó.

– ¿Cuándo?

– Ayer, creo, durante el día. Anoche llamé a mí servicio. Ella había dejado un mensaje. Estuve todo el día ocupado organizando lo del funeral. Salió bastante bien, ¿no cree?

– Sí, fue muy bonito.

– Eso es lo que pienso. De cualquier forma el mensaje me decía que llamara a Ruby a un número con el prefijo 415. Eso es San Francisco, pensé. La llamé y me explicó que había decidido mudarse. Imaginé que era una broma, de manera que fui hasta su apartamento. Pues bien, todas sus pertenencias habían desaparecido. Había dejado los muebles. Eso significa que tengo tres apartamentos vacíos, tío… La gente se mata por encontrar un sitio donde malvivir, y a mí me sobran los pisos. Eso es bastante fuerte, ¿no le parece?

– ¿Está seguro de que era ella quien le habló?

– Totalmente.

– ¿Y que estaba en San Francisco?

– Forzosamente. O en Berkeley, o en Oakland, en alguno de esos sitios. Marqué el número con ese prefijo delante. Ella tenía que estar allí para responder a ese número, ¿no?

– ¿Dijo por qué se fue?

– Dijo que era hora de cambiar de escenario. Me montó el numerito de la oriental indescifrable.

– ¿Cree que tuvo miedo de ser asesinada?

– El motel Powhattan -dijo señalando con el dedo-. Ese es el sitio, ¿verdad?

– Sí, ese es.

– ¿Y usted estaba allí y descubrió el cadáver?

– Ya lo habían descubierto. Pero estaba allí antes de que lo movieran.

– Todo un espectáculo.

– No era muy agradable de ver.

– Podía tener un chulo sin que los polis lo supieran. Pero he hablado con bastante gente. Trabajaba sola, y si alguna vez conoció a Duffy Green, nadie está enterado -giró a la derecha al llegar a una esquina-. Vayamos a mi casa. ¿Le parece?

– De acuerdo.

– Le prepararé café. El mismo que la última vez. Creo que le gustó.

– Era muy bueno.

– Bueno, lo probaremos de nuevo.

Su manzana en el barrio de Greenpoint era tan tranquila durante el día como me lo había parecido durante la noche. La puerta de la cochera se abrió cuando apretó un mando a distancia. La cerró de la misma manera. Salimos del auto y entramos en la casa.

– Quisiera hacer un poco de ejercicio -me dijo-. Hacer un poco de pesas. ¿Usted hace pesas?

– No he hecho en años.

– ¿Le apetece sufrir un poco?

– Prefiero mirar.

Mi nombre es Matt y prefiero escuchar.

– No estaré mucho.

Entró en una habitación y salió vestido con unos pantalones rojos cortos y con un albornoz con capucha debajo del brazo. Nos dirigimos a la habitación que había preparado como gimnasio, y durante un cuarto de hora o veinte minutos, trabajó con las pesas y en la máquina universal. Bajo su piel brillante, cubierta de sudor, los músculos se tensaban y destensaban.

– Ahora diez minutos en la sauna. Usted no se merece una, pero podemos hacer una excepción en su caso.

– No gracias.

– ¿Entonces le importaría espérame abajo? Allí estará más a gusto.

Esperé mientras que él estaba en la sauna y se duchaba. Estudié alguna de sus esculturas africanas y ojeé un par de revistas. Finalmente llegó, vestido con unos tejanos desteñidos, un jersey de la marina y unas alpargatas de esparto. Me preguntó si me apetecía café. Le dije que desde hacia media hora no esperaba otra cosa.

– No tardará mucho en hacerse.

Se fue a prepararlo, luego al volverse se sentó en un canapé de cuero. Me dijo:

– ¿Quiere saber una cosa? Yo no valgo un centavo como chulo.

– Creía que hacía el numerito de gran señor. Reservado. Digno y todo eso.

– Tenía seis niñas y ahora sólo tengo tres. Y Mary Lou no tardará en marcharse.

– ¿Lo cree?

– Estoy seguro. Ella está de paso. ¿Le conté alguna vez como la conocí?

– Ella me lo dijo.

– Cuando se hacía sus primeros clientes, se decía a si misma que era un reportaje, un trabajo de periodista, de investigador. Luego se dio cuenta que estaba metida hasta el cuello. Y ahora ha descubierto un par de cosas.

– ¿Cómo qué?

– Como que te pueden asesinar. O acabar suicidándote. Como que cuando te toca el turno sólo vas a tener una decena de personas en tu funeral. No estaba muy concurrido el local precisamente, ¿verdad?

– Era un acto restringido.

– Eso es lo menos que se puede decir. Pero usted sabe, si hubiera querido habría podido llenar tres salas como esa.

– Probablemente.

– No probablemente. Estoy seguro de ello -se levantó, cruzó las manos en la espalda y empezó a recorrer la habitación-. Pensé en eso. Pude haber alquilado la sala más grande y llenarla con gente del barrio bajo: macarras, fulanas y el mundo del cuadrilátero. Lo pude haber anunciado en su edificio. Quizá algunos de sus vecinos quisieran venir. Pero ya ve, no quería mucha gente.

– Entiendo.

– De hecho, era para las niñas. Para las cuatro. No sabía que sólo habría tres cuando organicé el funeral. Luego pensé: mierda, va a ser demasiado siniestro, tan sólo yo y las cuatro. De manera que llamé a dos o tres personas. Estuvo bien que Kid Bascomb viniera, ¿no le parece?

– Sí.

– Voy a por el café.

Volvió con dos tazas. Bebí un poco y asentí con la cabeza para mostrar mi aprobación.

– Le voy a dar un par de libras para que se las lleve.

– Ya se lo dije la otra vez; no me serviría de nada en la habitación de un hotel.

– Bueno, pues déselo a su amiga. Ella le podrá hacer el mejor de los cafés.

– Gracias.

– Usted sólo bebe café, ¿no es así? El alcohol ni lo prueba.

– No hoy por hoy.

– Antes, ¿sí?

Y después también, pensé. Pero no hoy.

– Igual que yo -dijo-. No bebo, no fumo hierba, esos son estupideces. Pero hace tiempo, sí.

– ¿Por qué lo dejó?

– No iba con la imagen.