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– ¿Con qué imagen? ¿Con la de chulo?

– La de entendido -respondió-. La de coleccionista de arte.

– ¿Cómo aprendió tanto sobre el arte africano?

– Autodidacta. Leo todo lo que encuentro, voy a ver a los vendedores y hablo con ellos. Y es algo que siento -esbozó un amplia sonrisa-. Hace muchos años fui a la universidad.

– ¿A dónde?

– A Hofstra. Yo crecí en Hempstead. Nací en Bedford-Stuyvesant, pero mis padres compraron una casa cuando tenía dos o tres años. Apenas me acuerdo de Bed-Stuy -había vuelto a sentarse en el canapé y se inclinaba hacia atrás, agarrándose las manos por delante de las rodillas para lograr el equilibrio-. Casa de pequeños burgueses, con un jardín que segar, hojas que barrer y una entrada a la que quitar la nieve. Puedo poner y quitar el acento del ghetto, pero no es auténtico. No éramos ricos pero no vivíamos mal. Y había el dinero suficiente para mandarme a Hofstra.

– ¿Qué fue lo que estudió?

– Historia del arte. Y no aprendí una palabra de arte africano. Tan sólo el hecho de que tíos como Barque y Picasso se inspiraron en las máscaras africanas, al igual que los impresionistas se volvían locos por las estampas japonesas. Pero no posé los ojos sobre una escultura africana hasta que no volví del Vietnam.

– ¿Cuánto estuvo allí?

– Después de mi tercer año de carrera. Mi padre murió, ¿entiende? Hubiera podido terminar, pero no sé, se me metió esa idea en la cabeza y me alisté -su cabeza colgaba hacia atrás y sus ojos permanecían cerrados-. Probé montones de drogas allí. Teníamos de todo: marihuana, hachís, ácido. Pero lo que más me gustaba era el caballo. Allí lo preparaban de otro modo. Lo fumábamos.

– Es la primera vez que lo oigo.

– Sí, es porque de esa manera es un derroche. Pero allí estaba tirado. En eso países cultivan opio y es muy barato. Te pasabas todo el día colocado fumando canutos de caballo. Yo estaba colocado el día en que me llegó la noticia de la muerte de mi madre. Ella siempre tuvo la tensión muy alta, sabe, sufrió un ataque y se murió. Cuando me enteré estaba bajo los efectos de la heroína y no me afectó lo más mínimo. Y cuando los efectos pasaron y volví a mi estado habitual tampoco sentí nada. La primera vez que sentí algo fue esta tarde, al escuchar al reverendo los textos de Ralph Waldo Emerson a propósito de una prostituta muerta -se levantó y me miró-. Allí sentado me entraron ganas de llorar por mi mamá. Pero no lo hice. Y no creo que lo haga jamás.

Para cambiar de humor fue a por más café. A la vuelta dijo:

– Me pregunto por qué lo escogí a usted para contarle mi vida. Usted me sirve de siquiatra. Aceptó mi dinero y ahora está obligado a escucharme.

– Eso forma parte de mis servicios. ¿Por qué se decidió a ser un proxeneta?

– ¿Por qué un chico bueno como yo entró en un negocio como éste? -soltó una carcajada, luego reflexionó un momento-. Tenía un amigo, un muchacho blanco de Oak Park, Illinois. Eso está cerca de Chicago.

– Sé dónde queda.

– Yo siempre le montaba una comedia. Yo era para él el tipejo del Ghetto que lo había hecho y probado todo, sabe. Luego se mató. Fue una muerte estúpida, ni siquiera estábamos en la zona de combate. Estaba bebido y un Jeep le pasó por encima. Entonces lo entendí: él estaba muerto y ya nadie iba a escuchar mis historias, mi mamá estaba muerta y yo no iba a volver a la universidad.

Se acercó a la ventana.

– Además tenía una nena allí -dijo, dándome la espalda-. Era una cosita adorable, y yo iba a su casa, fumábamos caballo y me entretenía un poco. Le daba dinero, y más tarde, sabe, me di cuenta de que lo tomaba para dárselo a su amiguito. Yo hasta había pensado en casarme en traerla a los Estados Unidos. No lo hubiera hecho, pero lo pensé, y luego descubrí que no era más que una puta. No sé lo que me hizo creer que era otra cosa, pero los hombres a veces tenemos ideas así, sabe.

– Pensé en matarla -prosiguió-, pero qué coño, no quería hacer eso. Ni siquiera estaba enfadado. De manera que lo que hice, fue dejar de fumar, dejar de beber, dejar de andar colgado.

– ¿Así, de pronto?

– Sí, así de pronto. Y me pregunté: bueno, ¿qué quieres hacer? Y el cuadro acabó terminándose, unas pocas líneas aquí, un trazo allá. Fui un buen soldado hasta el final de mi contrato. Luego me metí en el negocio.

– ¿Lo aprendió solo?

– Mierda, yo me inventé solo. Me puse un nombre: Chance. Empecé en la vida con un nombre y un apellido. Ninguno de ellos era Chance. Me puse un nombre y cree un estilo y el resto se montó alrededor de eso. El proxenetismo no es difícil de aprender. Lo único que importa es el poder. Actúa como si lo tuvieras y las mujeres te vienen solas.

– ¿No tiene que llevar un sombrero hortera?

– Probablemente es más fácil si tienes la apariencia y las vestimentas propias. Pero si vas en contra del estereotipo creen que eres alguien especial.

– ¿Y usted, lo es?

– Escuche, yo siempre he sido justo con las niñas. Jamás les he pegado ni amenazado. Kim quiso dejarme, y ¿qué hice yo? Le dije: vete. Que Dios te bendiga.

– El macarra con el corazón de oro.

– Le hace gracia. Sin embargo las quería. Y tenía un ideal en la vida, tío. Eso es verdad.

– Lo sigue teniendo.

Negó con la cabeza.

– No. Se está evaporando. Todo mi sistema se está evaporando y no puedo hacer nada para retenerlo.

TREINTA Y UNO

Salimos de la vieja estación de bomberos en el auto. Yo iba sentado detrás, Chance delante con su gorra de chofer sobre la cabeza. Unas manzanas más allá detuvo el auto y puso la gorra en la guantera, mientras que yo me uní a él delante. El tráfico había decrecido considerablemente de manera que la vuelta a Manhattan fue rápida y silenciosa. Guardábamos una cierta distancia el uno del otro, como si nos hubiéramos dicho cosas que no tuvimos que habernos dicho.

No había ninguna nota en recepción. Subí a mi cuarto, me mudé, me detuve un momento antes de salir y cogí el 32 del cajón de la cómoda. ¿Tenía algún sentido cargar con un arma de la que era incapaz de servirme? No tenía ninguno, de todas formas lo puse en el bolsillo.

Salí a la calle y compré el diario, y sin pensarlo demasiado entré en Armstrong y me senté en una mesa. Mi mesa habitual, en la esquina. Trina vino hasta mí, me dijo que hacía mucho tiempo que no me veía y anotó lo que iba a tomar: hamburguesa con queso, ensalada y café.

Ella se había marchado a la cocina cuando tuve la repentina visión de un martini con ginebra seco, sin hielo, pero en un vaso frío. No solamente lo podía ver sino también podía sentir el aroma de la ginebra, el gusto de la cáscara de limón. También lo sentí bajar por la garganta, refrescante.

Pensé: no, no es posible. Mierda.

La necesidad de un trago se fue tan rápidamente como había venido. Concluí que era un espejismo, una alucinación creada por el ambiente en Armstrong. Había bebido tanto alcohol en ese sitio y durante tantos años. Después de mi último paso por el hospital me habían negado el consumo y yo no había vuelto a poner los pies en ese suelo. Era, pues, lógico que pensara en beber. Eso no significaba que tuviera que beber.

Tomé la comida y bebí una segunda taza de café. Leí el diario, pagué la cuenta y dejé una propina. Para entonces era hora de ir a St. Paul's.

El testimonio consistió en una versión etílica del sueño americano. El conferenciante era un muchacho de origen pobre de Worcester, Massachusetts, que había trabajado para pagar sus estudios en la universidad, llegó a conseguir el puesto de vicepresidente de una cadena de televisión, pero el alcohol le arruinó toda su carrera. Acabó en Los Angeles de la manera más miserable, bebiendo alcohol puro en Pershing Square. Luego descubrió la doble A, y recuperó todo lo que había perdido.