Hubiera podido encontrar algo inspirante si hubiera querido. Pero mi atención estaba en otra cosa. En el funeral de Sunny; en lo que me había contado Chance, y sobre todo, en el doble asesinato al que trataba de encontrar un sentido.
Maldita sea. Estaba convencido que todas las piezas estaban ahí, delante de mi nariz.
Me marché durante el coloquio, antes de que fuera mi turno de hablar. Ni siquiera me apetecía repetir mi nombre una vez más. Volví a mi hotel, rechazando la idea de ir a pasar un rato a Armstrong.
Llamé a Durkin. No estaba, colgué sin dejar recado y llamé a Jan. No hubo respuesta. Quizá todavía no había salido de su reunión. Y era probable que cuando saliera fuera a tomar un café, con lo que no volvería hasta las once.
Pude haberme quedado hasta el final de la reunión y luego ir a por un café con los otros. Podía reunirme con ellos ahora. El Cobb's Corner no estaba muy lejos.
Pensé en ello. Finalmente decidí que no quería ir.
Cogí un libro pero no entendía nada de lo que leía. Lo cerré, me desvestí, me metí en el cuarto de baño y abrí la ducha. No necesitaba ducharme, que demonios. Si había tomado una ducha aquella mañana, y la actividad más fatigosa había sido ver a Chance hacer pesas. Entonces, ¿qué necesidad tenía de una ducha?
Cerré el grifo y me volví a vestir.
Me sentía como un león en una jaula, descolgué el teléfono. Hubiera llamado a Chance si no tuviera que telefonear a su servicio primero y esperar luego a que él contestara a mi recado, lo que no me apetecía. Llamé a Jan que todavía no había vuelto. Llamé a Durkin que seguía sin estar. De nuevo no dejé recado.
Tal vez estuviese en aquel lugar de la Décima Avenida remojando bien sus neuronas. Pensé en ir hasta allí y buscarlo, pero comprendí que no sería a Durkin lo que buscaría, sino una excusa para franquear la puerta de ese establecimiento y apoyar el tacón contra el reposapiés de cobre de la barra.
¿Es que acaso tenía un reposapiés de cobre? Cerré los ojos y traté de recordar el lugar. Al cabo de un momento, me vino la imagen y los olores del alcohol, de la cerveza rancia y de la orina. El viciado aroma de una taberna que acoge tu llegada.
Pensé: has tenido nueve días y has ido a dos reuniones hoy, una al mediodía y otra por la tarde, y no has sentido verdaderos deseos de una copa. ¿Qué demonios te ocurre, entonces?
Si iba al bar de Durkin, bebería. Si iba a Farell's o a Polly's o al bar de Armstrong, bebería. Si me quedaba en mi cuarto acabaría loco, y cuando estuviera suficientemente loco saldría de esas cuatro paredes, ¿para ir a dónde? A cualquier bar donde echar un trago.
Me obligué a permanecer allí. Había aguantado el octavo día y no había ninguna razón por la que no pudiera aguantar el noveno. Me quedé sentado, mirando el reloj de vez en cuando, dejando a veces pasar un minuto entre dos vistazos a las manecillas. Finalmente, cuando fueron las once, salí a la calle y detuve un taxi.
Todos los días hay una reunión a las doce en una iglesia morava situada en la esquina de la calle 30 con Lexington Avenue. Las puertas se abren una hora antes de que dé comienzo la reunión. Llegué hasta allí y me senté, y una vez que el café estuvo listo me serví una taza.
No presté la más mínima atención al testimonio del coloquio. Lo importante para mí era estar allí y sentirme seguro. La mayoría de los asistentes eran personas que habían dejado de beber no hace mucho tiempo y que lo estaban pasando mal. ¿De otro modo por qué iban a estar ahí a una hora como esa?
Había también alguna gente que todavía no había dejado de beber. De hecho tuvimos que sacar a uno de ellos, demasiado bebido, pero los otros no causaron problemas. Era, pues, una sala repleta de gente pasando una hora.
Cuando la hora pasó, ayudé a doblar las sillas y a vaciar los ceniceros. Otro de los colaboradores en ese menester se presentó como Kelvin y me preguntó cuánto hacía que lo había dejado. Le dije que hoy era mi noveno día.
– Eso es formidable -dijo-. Vuelve por aquí.
Siempre dicen lo mismo.
Salí a la calle e hice un gesto a un taxi que pasaba, pero cuando se acercó a la acera y comenzó a frenar cambié de opinión y moví la mano indicándole que no se detuviera. Aceleró la máquina y se alejó.
No quería volver a mi habitación.
De manera que caminé varias manzanas hacia el norte hasta llegar al edificio de Kim. Con muestras de seguridad pasé delante del portero y subí al apartamento. Sabía que había un ropero lleno de botellas pero no me importaba. Ni siquiera tuve deseos de vaciarlas en el fregadero como lo había hecho la otra vez con la de Wild Turkey.
En su habitación, examiné el joyero. No buscaba verdaderamente el anillo verde. Tomé el brazalete de marfil, abrí el broche, lo probé en mi muñeca. Me era demasiado pequeño. Fui a la cocina a buscar servilletas de papel. Envolví cuidadosamente el brazalete y lo guardé en mi bolsillo.
Tal vez le gustara a Jan. Lo había imaginado varias veces en su muñeca, en su buhardilla y durante el servicio fúnebre.
Si no le gustaba no tenía por qué llevarlo.
Me acerqué al teléfono y lo descolgué. La línea todavía no estaba cortada. Me dije que lo sería más tarde o más temprano, al igual que el apartamento sería, tarde o temprano, limpiado y desalojado de las pertenencias de Kim. Pero, por el momento, estaba igual, como si ella hubiera salido a hacer la compra.
Colgué el teléfono sin haber llamado a nadie. Hacia las tres me desvestí y me eché en su cama. No cambié las sábanas. Me parecía que su perfume, aún perceptible, constituía una presencia en la habitación.
Sin embargo eso no me robó mi sueño.
Me desperté cubierto de sudor, persuadido de que había resuelto el caso en un sueño y que había olvidado la solución. Me duché, me vestí y salí de ahí.
Había varios avisos en mi hotel, todos ellos de Mary Lou Barcker. Ella me había telefoneado ayer, justo antes de que yo me marchara, y un par de veces esa mañana.
Cuando la llamé, me dijo:
– He estado tratando de ponerme en contacto con usted. Le hubiera llamado a casa de su amiga, pero no recordé su apellido.
– Su número no está en la lista.
Y yo no estaba allí, pensé sin llegar a decirlo.
– Estoy tratando de localizar a Chance -prosiguió-. Pensé que tal vez usted haya hablado con él.
– La última vez fue alrededor de las siete de ayer por la noche. ¿Por qué?
– No sé dónde encontrarle. La única manera que conozco es llamando a su servicio.
– Yo no conozco otra.
– Oh, ¿pensaba que tal vez usted tuviera un número especial?
– No. Solamente el de su servicio.
– He llamado allí. Siempre contesta a mis llamadas. No sé ya cuantos avisos le he dejado y aún no me ha llamado.
– ¿Es la primera vez que ocurre?
– Sí en un montón de tiempo. Empecé a telefonearle ayer a mitad de la tarde. ¿Y qué hora es ahora? ¿Las once en punto? Son ya más de diecisiete horas. El nunca estuvo tanto tiempo sin contactar con su servicio.
Pensé en la conversación que mantuve con él en su domicilio. ¿Había llamado a su servicio, mientras que estábamos juntos? No me parecía.
Las otras veces en que nos habíamos visto llamaba cada media hora más o menos.
– Y no es sólo yo -seguía diciendo Mary Lou-. Tampoco ha llamado a Fran. La he llamado y me ha dicho que a ella tampoco le había devuelto los avisos que le ha estado dejando.
– ¿Y Donna?
– Ella está aquí conmigo. No queremos quedarnos solas. ¿Y Ruby? Tampoco sé dónde está Ruby. Su número no contesta.
– Está en San Francisco.
– ¿Está dónde?
Le resumí lo que había ocurrido con Ruby. Ella escuchaba y pasaba al mismo tiempo la información a Donna.
– Donna está recitando a Yeats -me dijo-. "Los bordes no aguantan, el centro se tambalea". O algo así. Pero es verdad que todo se está desmoronando.