– También apareció muerta otra prostituta.
– Sunny Hendryx -dije-. Pero eso fue un suicidio. Puede que la muerte de Kim le afectara demasiado, con lo que el asesino de Kim es moralmente responsable de la muerte de Sunny. Pero de todas formas ella se suicidó.
– Estoy hablando de la que hacía la calle. El travestí.
– Cookie Blue.
– Esa. ¿Por qué la mataron? ¿Para ponerte sobre una pista falsa? Pero tú ni siquiera tenía una pista en ese momento.
– No.
– ¿Entonces por qué? ¿Crees que la primera muerte hizo perder la cabeza al asesino? ¿Que eso desencadenó algo en él y quiso hacerlo de nuevo?
– Creo que forma parte de eso -dije-. Nadie haría una segunda carnicería como esa a menos de que no disfrutara con la primera. No sé si mantuvo relaciones sexuales con su víctima, pero el placer que tuvo al matarlas tiene que tener un origen sexual.
– ¿Entonces escogió a Cookie para pasarlo bien?
Bryna palideció de nuevo. Ya era bastante penoso oír como alguien se hacía asesinar por ser la novia de alguien, pero aún peor oír que uno podía ser asesinado al azar.
– No -dije-, Cookie fue muerta por una razón concreta. El asesino la fue a buscar; pasó delante de otras fulanas hasta que la encontró. Cookie era de la familia.
– ¿De la familia? ¿De qué familia?
– De la familia del novio.
– ¿Entonces el joyero tenía dos novias? ¿Una call-girl y un travestí callejero?
– Cookie no era su novia. Era su hermano.
– Cookie…
– Al principio, Cookie Blue se llamaba Mark Blaustein. Mark tenía un hermano mayor llamado Adrian que se metió en el negocio de las joyas. Adrian Blaustein tenía una novia llamada Kim, y unos socios colombianos.
– Entonces había una relación entre Kim y Cookie.
– La tenía que haber. Estoy seguro de que nunca se conocieron. Dudo de que Mark y Adrian tuvieran contactos en estos últimos años. Eso explicaría por qué le llevó tanto tiempo al asesino encontrar a Cookie. Pero yo sabía que tenía que haber un vínculo por algún sitio. Es gracioso, no hace mucho que le dije a alguien que eran hermanas en el alma. Y era casi verdad. Eran casi hermanas políticas.
Reflexionó un momento sobre lo que le había dicho, le dijo a Bryna que nos dejara solos un momento. Esta vez no me interpuse. Ella abandonó la mesa y Danny Boy hizo un gesto a la camarera. Pidió vodka para él y me preguntó qué quería.
– Nada por ahora -dije.
Cuando le trajeron el vodka tomó un sorbo y posó el vaso en la mesa.
– Has avisado a los polis.
– No.
– ¿Por qué no?
– No he tenido tiempo.
– Has preferido venir aquí.
– Así es.
– Yo, puedo tener la boca callada, Matt, pero Bryna la Vagina no sabe cómo. Piensa que lo que almacenamos en el cerebro se va acumulando y el cerebro acaba por explotar. Y no va a correr ese riesgo. De todas maneras, hablaste lo bastante alto como para que la mitad del local oyera lo que has dicho.
– Lo sé.
– Me lo figuraba. ¿Qué quieres?
– Quiero que el asesino sepa lo que yo sé.
– No creo que tarde mucho.
– Quiero que lo pases, que lo hagas circular, Danny. Me voy a ir, voy a volver a pie a mi barrio, luego pasaré un par de horas en Armstrong, tras lo que subiré a mi habitación.
– Te van a matar, Matt.
– Este cabrón solo mata mujeres.
– Cookie no era sino media mujer. Puede que esté subiendo a un eslabón superior.
– Puede.
– Quieres que se te eche encima.
– Parece que es eso, ¿no?
– Lo que me parece es que estás loco, Matt. Traté de hacerte entender lo que estabas haciendo nada más llegar. Traté de calmarte un poco.
– Lo sé.
– Puede que ya sea demasiado tarde, lo pase o no.
– Lo es. Antes de venir aquí me di una vueltecita por el Harlem. ¿Conoces a Royal Waldron?
– Por supuesto que conozco a Royal.
– Hemos estado hablando un poco los dos. Royal suele tratar bastante con unos colombianos.
– No me extraña con el tipo de negocios en los que está metido.
– Entonces es probable que ya estén al corriente. Pero tú puedes pasarlo también. Como seguro.
– ¿Seguro? ¿Qué es lo contrario de seguro de vida?
– No lo sé.
– Un seguro de muerte. Es posible que estén ahí fuera esperándote.
– Sí, es posible.
– ¿Por qué no te acercas hasta el teléfono y llamas a los bofias? Ellos te recogerían en un coche y te llevarían a algún sitio a hacer una declaración. Para algo pagamos a esos cabrones, ¿no?
– Quiero el asesino. Lo quiero cara a cara.
– Tú no tienes sangre latina. ¿Por qué te haces ahora el macho?
– Tú sólo pasa el mensaje, Danny.
– Siéntate un momento -se inclinó hacia delante, bajó el tono de voz-. Supongo que no irás a salir de aquí sin una pieza de artillería. Estate un minuto sentadito y te traeré algo.
– No necesito un arma.
– No, claro que no. ¿Quién la necesita? Le puedes arrancar el machete de las manos y hacérselo comer. Luego le rompes las piernas y lo abandonas en un callejón.
– Eso es lo que pensaba hacer.
– ¿Me vas a dejar que te consiga un arma? -me preguntó penetrándome con la mirada-. Ya tienes una. La llevas encima, ¿no es así?
– No necesito un arma.
Y era verdad. Cuando estaba saliendo del Top Knot eché la mano al bolsillo y sentí la culata y el gatillo del pequeño 32 ¿Quién lo necesitaba? De todas formas un arma tan pequeña como esa no tenía mucho efecto disuasorio.
Sobre todo cuando no eres capaz de apretar el gatillo.
Afuera seguía lloviendo, pero no con más intensidad que antes. Agarré el ala de mi sombrero y oteé el panorama alrededor de mí.
El Mercury estaba aparcado al otro lado de la calle. Lo reconocí por los abollones en los parachoques. Mientras estaba ahí parado, el conductor puso en marcha el motor.
Me encaminé hacia Columbus Avenue. Mientras esperaba a que abriera el semáforo vi que el Mercury hacía un giro de ciento ochenta grados y se aproximaba hacia mí. El semáforo se abrió y crucé la calle.
Tenía el arma en mi mano y mi mano en el bolsillo. El índice sobre el gatillo. Recordé como había temblado el gatillo bajo mi dedo no hace mucho tiempo.
Me hallaba en la misma calle.
Seguí caminando hacia el sur. Una o dos veces, miré por encima de mi hombro. El Mercury no dejaba de seguirme, a una manzana de distancia.
No estuve en ningún momento tranquilo, pero me puse particularmente tenso cuando llegué a la manzana donde había sacado el revólver la otra vez. No podía dejar de mirar hacia atrás, esperando a que en cualquier momento el Mercury se me echara encima. Hubo un momento en que me giré, fue un acto reflejo al oír el ruido de unos frenos, pero me di cuenta de que el ruido de la frenada venía de mucho más abajo.
Tenía los nervios a flor de piel.
Pasé delante del lugar donde me había tirado y rodado por el suelo. Miré el sitio donde la botella se había roto. Todavía había algunos vidrios en la acera, pero eso no significaba que vinieran de la misma botella. Todos los días se rompen infinidad de cristales.
Seguí caminando hasta llegar a Armstrong. Una vez allí entré y pedí un pedazo de tarta y un café. Guardé mi mano derecha en el bolsillo mientras inspeccionaba con la vista el lugar. Tras acabar la tarta, volví a poner la mano en el bolsillo y bebí el café con la izquierda.
Cuando lo terminé pedí una segunda taza.
El teléfono sonó. Trina contestó, luego se acercó a la barra e intercambio unas palabras con un tipo alto de cabellos rubios. El tipo se acercó al teléfono. Estuvo hablando unos minutos. Cuando colgó, echó un vistazo alrededor y se dirigió a mi mesa. Sus manos estaban bien a la vista. Me dijo:
– ¿Scudder? Soy George Lightner. No creo que nos conozcamos -acercó una silla y se sentó a mi lado-. Acabo de hablar con Joe. Afuera no ocurre nada, ningún movimiento extraño. Hay un par de los nuestros escondidos en el Mercury, además Joe ha puesto a un par de tiradores en las ventanas del segundo piso de la casa de enfrente.