~ Ya veremos. Se me ha ocurrido otra cosa.
~ ¿Qué?
~ Supongamos que nuestros aliados, sean quienes sean, han hecho sus propios planes para lo que va a pasar de verdad cuando disparen su sorpresita.
~ Continúa.
~ Por lo que he entendido, no hay límite a lo que se puede meter por la boca del agujero de gusano. Supongamos que en lugar de energía suficiente para destruir al Centro, meten la suficiente para aniquilarlo, ¿supongamos que disparan una masa equivalente de antimateria por el agujero? ¿Cuánto pesa la unidad del Centro?
~ Más o menos un millón de toneladas.
~ Una explosión de materia/antimateria de dos millones de toneladas mataría a todo el mundo en el orbital, ¿no?
~ Supongo que sí. ¿Pero por qué iban a querer nuestros aliados, sean quienes sean, como tú dices, matar a todo el mundo?
~ No lo sé. El caso es que sería posible. Tú y yo no tenemos ni idea de qué es lo que han acordado nuestros jefes y por lo que nos han dicho, quizá también los han engañado a ellos. Estamos a merced de esos aliados alienígenas.
~ Te preocupas demasiado, Quil.
Quilan observó a la orquesta, que comenzaba a ocupar el escenario. El aire se llenó de aplausos. No era toda la orquesta y Ziller todavía tardaría en aparecer porque la primera obra no era suya; en cualquier caso, el recibimiento fue tumultuoso.
~ Quizá. Supongo que tampoco importa mucho, de todos modos. Ya no.
Vio que el homomdano Kabe Ischloear y el dron E. H. Tersono aparecían por el acceso más cercano cuando las luces comenzaban a apagarse. Kabe lo saludó con la mano y Quilan le devolvió el saludo.
¡Tersono! ¡Vamos a volar el Centro!
Las palabras se formaron en su mente. Pensó ponerse en pie y gritarlas.
Pero no lo hizo.
~ No he intervenido. En realidad no pensabas hacerlo.
~ ¿En serio?
~ En serio.
~ Fascinante. Todos los filósofos deberían experimentar esto, ¿no te parece, Huyler?
~ Tranquilo, hijo, tranquilo.
Kabe y Tersono se reunieron con el chelgriano. Ambos notaron que estaba llorando en silencio, pero les pareció más cortés no decir nada.
La música resonó por el auditorio, una inmensa claqueta invisible en la campana invertida del estadio. Las luces del recinto se habían hundido en la oscuridad, el espectáculo de luces de los cielos parpadeó, fluyó y destelló.
Quilan se había perdido las nubes de nácar. Vio las auroras boreales, los láseres, las capas inducidas y los niveles de nubes, los destellos de los primeros meteoritos, las líneas estroboscópicas que eclosionaban en el cielo a medida que lo iban cruzando. Los cielos distantes que rodeaban el estadio, sobre las praderas que rodeaban el lago, chispeando con rayos silenciosos y horizontales que saltaban disparados entre las nubes en rayas, barras y capas de luz blanca azulada.
La música se fue acumulando. Quilan se dio cuenta de que cada pieza iba contribuyendo poco a poco al todo. No sabía si era idea del Centro o de Ziller pero la velada entera, todo el programa del concierto, se había diseñado alrededor de la sinfonía final. La mitad de las piezas cortas anteriores eran obra de Ziller, la otra mitad de otros compositores. Se iban alternando y pronto quedó claro que los estilos también eran muy diferentes, mientras que las filosofías musicales que se ocultaban detrás de las dos facetas rivales eran muy distintas, hasta el punto de la antipatía.
Las cortas pausas que había entre cada pieza, durante las que la orquesta aumentaba y disminuía según los requerimientos de cada obra, permitieron que quedara el tiempo suficiente para que la estructura estratégica de la velada llegara poco a poco al público. De hecho, se podría haber oído la caída de un alfiler cuando los espectadores lo comprendieron.
La velada era la guerra.
Las dos facetas de la música representaban a los protagonistas, la Cultura y los idiranos. Cada par de obras opuestas representaba una de las muchas escaramuzas pequeñas, pero cada vez más amargas y de gran alcance que habían tenido lugar, por lo general entre fuerzas que actuaban por poderes por cada lado, durante las décadas previas al estallido de la guerra en sí. La duración de las obras fue aumentando así como la sensación de hostilidad mutua.
Quilan se encontró comprobando la historia de la guerra Idirana para confirmar que lo que parecía que debía de ser el último par de piezas preliminares, lo era en realidad.
La música acabó. Los aplausos eran apenas audibles, como si todo el mundo se limitara a esperar. La orquesta entera llenó el escenario central. Los bailarines, la mayor parte con arneses de flotación, se distribuyeron por el espacio que rodeaba el escenario formando una semiesfera. Ziller ocupó su sitio en el centro del escenario circular, rodeado por el brillo trémulo de un campo de proyección. El aplauso se alzó de repente y murió con la misma rapidez. La orquesta y Ziller compartieron un momento mutuo de silencio y serenidad.
En los cielos, la capa que cubría el cielo se apagó con un parpadeo y allí arriba, (cerca de un borde del margen del estadio), fue como si la primera nova, Portisia, acabara de aparecer detrás de una nube.
La sinfonía La luz que expira comenzó con un susurro que fue creciendo e hinchándose hasta que explotó en un único estallido discordante y arrojado de música; una mezcla de acordes y puro ruido que tuvo su eco en el cielo con un espeluznante estallido de aire brillante, cuando un inmenso meteorito se hundió en la atmósfera justo encima del estadio y explotó. Su sonido estridente, asombroso, aterrador, desgarrador, llegó de repente entre el sosiego hipnótico de la música, haciendo que todo el mundo (al menos todo el mundo del que era consciente Quilan, incluyéndose él mismo) diera un salto.
La oleada del trueno recorrió el gran anfiteatro del cielo que rodeaba el lago y el estadio que tenía en el centro. Los rayos golpeaban la tierra y abrían con una lanza el suelo distante. En el cielo eclosionaron escuadrones y flotas de estelas de meteoritos disparados mientras los pliegues de las auroras y los efectos que cubrían todo el cielo, y cuyo origen era difícil adivinar, llenaban la mente y golpeaban el ojo, al tiempo que la música azotaba el oído.
Varios visuales de la guerra y otras imágenes más abstractas llenaron el aire justo encima del escenario y los cuerpos de los bailarines, que giraban, caían y se entrelazaban.
Muy cerca del centro furioso de la obra, mientras el trueno tocaba un bajo y la música rodaba sobre él y por todo el auditorio como una criatura salvaje, enjaulada y desesperada por escapar, ocho estelas del cielo no terminaron en estallidos de aire ni se desvanecieron, sino que se estrellaron contra el lago, alrededor del estadio, y crearon ocho geiseres altos y repentinos de agua blanca iluminada que surgieron como una explosión de las aguas oscuras y tranquilas, como si ocho inmensos dedos subterráneos hubiera intentado de repente alcanzar el cielo.
Quilan creyó oír chillar a la gente. El estadio entero, el kilómetro entero de diámetro, se agitó y tembló cuando las olas creadas por los estallidos del lago se estrellaron contra el gigantesco navío. La música pareció coger el miedo, el terror y la violencia del momento, y salir corriendo y gritando con ella, arrastrando al público a su paso como un jinete desmontado atrapado por el estribo de una montura aterrorizada.
Una calma terrible se posó sobre Quilan en su asiento, donde se había encogido azotado por la música, asaltado por las oleadas y escarpias de luz. Era como si sus ojos formaran dos túneles en su cráneo y el alma se le fuera cayendo por esa ventana compartida al universo, como si cayera de espaldas sin parar por un pasillo profundo y oscuro mientras el mundo se encogía y se convertía en un círculo pequeño de luz y oscuridad en algún lugar de las sombras que quedaban arriba. Como si se hundiera por un agujero negro, pensó para sí. O quizá fuera Huyler.