—Control manual, por favor, Centro.
—Control manual activado —respondió la máquina.
La mujer recolocó la palanca de control en su lugar y, a continuación, tras un rápido vistazo a su alrededor, tiró de ella, la giró y la presionó para despegar de la plataforma y salir a toda velocidad por encima de las copas de los árboles del bosque. Una especie de campo energético invisible impedía el paso del viento al compartimento de pasajeros. Kabe extendió un brazo y lo tocó con un dedo, sintiendo una invisible resistencia como de plástico.
—Bien, ¿qué les parecen las trampas? —preguntó Feli a sus pasajeros.
—¿Podría estrellar la nave? —preguntó Ziller mirando hacia un lado, con aparente indiferencia.
—¿Es una petición? —La mujer se echó a reír.
—No. Solo una pregunta.
—¿Quiere que lo intente?
—No especialmente.
—Bien. Entonces, la respuesta es: probablemente, no. Yo estoy pilotando la nave, pero si cometiera alguna estupidez, el control automático tomaría los mandos y nos sacaría de cualquier apuro.
—¿Y eso es hacer trampas?
—Depende. No es lo que yo llamo hacer trampas. —Feli viró la nave en dirección a un grupo de árboles dirigibles que yacía en un claro—. Yo lo definiría como una combinación razonable de diversión y seguridad. —Se volvió para mirarlos. La nave serpenteó ligeramente en el aire, para esquivar dos árboles altos—. Aunque, claro está, un purista podría decir que no debería utilizar una nave para llegar a mi dirigible en primer lugar.
Los árboles pasaban a toda velocidad, uno a cada lado, muy cerca de la nave. Kabe se estremeció. Se oyó un ruidito sordo y, al mirar atrás, vio algunas hojas y tallos girando en remolinos en la estela de la nave. Esta se inclinó hacia delante, apuntando al árbol dirigible de mayor tamaño, volando hacia la parte inferior de la gran bolsa de gas donde las gigantescas raíces tentaculadas se unían y salían hacia la vaina bulbosa y oscura del depósito.
—¿Un purista iría caminando? —sugirió Ziller.
La mujer realizó una especie de movimiento repetitivo con la palanca de control y la nave se detuvo entre las raíces. Feli guardó la palanca de mando en el panel de control que tenía delante.
—Aquí está nuestro chico —dijo, señalando el inmenso globo verde oscuro que ahora ocultaba la mayor parte del cielo matinal.
El árbol dirigible ascendía unos quince metros por encima de ellos y proyectaba una profunda sombra. La superficie de la bolsa de gas era áspera y veteada, pero parecía fina como el papel. Daba la impresión de haber sido remendada, torpemente, con hojas gigantes. A Kabe le pareció una nube de tormenta.
—¿Y cómo iban a llegar a este bosque en primer lugar? —preguntó Ziller.
—Creo que ya veo adonde quiere llegar —dijo Feli, saltando al exterior de la nave, sobre una gran raíz. Comprobó de nuevo las sujeciones de su arnés, forzando la vista en la oscuridad—. La mayoría llegaría por vía subterránea —explicó, mientras miraba el árbol dirigible y levantaba la vista hacia los árboles enraizados—. Algunos lo harían planeando —añadió, contemplando el dirigible, que parecía estirarse y tensarse. A Kabe le pareció que la mujer detectaba sonidos procedentes del depósito—. Y otros tomarían una nave espacial —prosiguió. Seguidamente, les dedicó una sonrisa a sus compañeros—. Perdonen. Ha llegado el momento de ocupar mi lugar.
Extrajo un par de enormes guantes de su riñonera y se los puso. Extendió las manos, dejando al descubierto unas uñas negras, la mitad de largas que sus dedos, que salían desde las puntas. Seguidamente, Feli se volvió y se encaramó a uno de los laterales del depósito, trepando hasta llegar al borde, donde el material elástico se enrollaba bajo el dirigible. El árbol crujía con fuerza. La bolsa de gas se expandía y se tensaba.
—Otros podrían llegar en vehículo terrestre o en bicicleta, o en barco y después a pie —continuó Feli, colocándose en la boca del depósito—. Por supuesto, los auténticos puristas, los adictos al cielo, viven allí en sus tiendas y sobreviven gracias a la caza, la fruta y verdura silvestres. Van a todas partes a pie o con el arnés alado, y nunca se dejan ver en las ciudades. Viven para volar; es un ritual, un… ¿cómo lo llaman? Un sacramento, casi una religión para ellos. Odian a la gente como yo porque lo hacemos por mera diversión. Muchos ni siquiera nos hablan. En realidad, tampoco se dirigen la palabra entre ellos, y me parece que algunos incluso han perdido el don del lenguaje, aunque… ¡Aaay! —Feli se volvió de pronto, cuando el dirigible se separó del depósito y se elevó hacia el cielo como una gigantesca burbuja negra emanando de una enorme boca oscura.
Bajo la bolsa de gas, sujeta a ella por una espesa masa de filamentos, surgió una extensa lámina verde del grosor de una hoja, de unos ocho metros de ancho, estriada por nervios más oscuros.
Feli Vitrouv se puso en pie, estiró las manos y, con las garras de los guantes, se lanzó hacia la masa de filamentos que yacía justo bajo el dirigible, golpeando la gran lámina verde, que se onduló y se estremeció. Le dio una patada con los pies, y otra serie de cuchillas perforó la membrana. El dirigible titubeó en su ascenso, pero luego continuó elevándose hacia el cielo.
Liberado de la sombra del dirigible, el aire que rodeaba la nave espacial pareció iluminarse mientras la enorme forma seguía arrastrándose hacia arriba, con un sonido similar al de un suspiro.
—¡Ja, ja! —gritó Feli.
Ziller se volvió hacia Kabe.
—¿La seguimos? —preguntó.
—¿Por qué no?
—¿Máquina voladora? —dijo Ziller.
—Aquí el Centro, comandante Ziller —dijo una voz desde los reposacabezas de sus asientos.
—Elévanos. Queremos seguir a la señora Vitrouv.
—Por supuesto.
La nave despegó casi en línea recta, con suavidad pero veloz, hasta ascender al mismo nivel que la mujer de negros cabellos, que se había girado de tal forma que miraba hacia el exterior de la lámina bajo el dirigible. Kabe miró hacia un lado. En aquellos momentos, se encontraban a unos sesenta metros de altitud y ascendían a un ritmo respetable. Al bajar la vista hacia el exterior, pudo ver el interior de la base del dirigible, donde las resmas de la lámina se desplegaban desde el depósito y se estiraban ondeando al viento.
Feli Vitrouv les dedicó una gran sonrisa mientras su cuerpo se movía de un lado al otro al son del batir de la lámina entre el clamor del ascenso.