—¿Están bien por ahí? —preguntó riendo. Sus cabellos volaron contra su rostro y sacudió la cabeza.
—Sí, creo que sí —respondió Ziller a gritos—. ¿Qué tal usted?
—¡Mejor que nunca! —exclamó ella, mirando arriba y abajo, primero al dirigible y después al suelo.
—Volviendo a lo de las trampas… —prosiguió Ziller.
—¿Sí? ¿Qué ocurre?
—Todo este lugar es como una gran trampa.
—¿Por qué dice eso? —Feli soltó una mano y quedó peligrosamente suspendida por un solo brazo, mientras se apartaba el cabello de la boca con las garras del guante. Aquella maniobra puso nervioso a Kabe. Él no habría dudado en ponerse una gorra o algo así.
—Está hecho para que parezca un planeta —continuó Ziller—. Y no lo es.
Kabe estaba contemplando el amanecer. Ahora el sol lucía un tono rojo intenso. Un amanecer en un orbital, lo mismo que una puesta de sol, duraba mucho más tiempo que el mismo acontecimiento en un planeta. En primer lugar, el cielo se iluminaba, y luego el astro emergente parecía disgregarse del infrarrojo, un resplandeciente espectro bermellón que surgía de la neblina y se deslizaba a continuación por todo el horizonte, fulgurando suavemente a través de los muros de la plataforma y las lejanas masas de aire, y ganaba altura gradualmente, poco a poco. No obstante, una vez iniciado el día, su luz duraba más tiempo que en un planeta. Y todo aquello era una ventaja discutible, a ojos de Kabe, puesto que los amaneceres y las puestas de sol eran los que proporcionaban las mejores y más espectaculares vistas.
—¿Entonces? —preguntó Feli, colgada de nuevo por ambas manos.
—Entonces, ¿por qué molestarnos con esto? —gritó Ziller, señalando el dirigible—. Volar hasta aquí. Utilizar el arnés alado…
—¡Hacerlo todo en sueños! ¡En realidad virtual! —repuso ella, riendo.
—¿Acaso resultaría menos falso?
—Esa no es la cuestión. La pregunta es: ¿sería menos divertido?
—Bien, ¿lo sería?
—¡Pues claro que sí! —asintió ella, entre risas. Sus cabellos, atrapados de pronto por una corriente de aire, se arremolinaron sobre su cabeza como si fueran llamas negras.
—Entonces, ¿piensas que solo es divertido si contiene un determinado grado de realidad?
—Es más divertido —gritó ella—. Hay gente que salta en dirigible por puro pasatiempo, pero solo lo hacen en… —Su voz se perdió con el rugido de una ráfaga de viento. El dirigible sufrió una sacudida y la nave tembló ligeramente.
—¿En qué? —bramó Ziller.
—En sueños —gritó Feli—. ¡Hay puristas aficionados al vuelo con arnés alado en realidad virtual que ni se plantean hacerlo de verdad!
—¿Los desprecia? —preguntó Ziller.
La mujer parecía desconcertada. Se inclinó desde la membrana ondulada y se soltó de una mano (pero esta vez, dejó el guante donde estaba, anclado en el grueso filamento), escarbó en su riñonera y se encajó un minúsculo objeto en una de sus fosas nasales. Después, introdujo de nuevo la mano en el guante y adoptó una postura más relajada. Cuando volvió a hablar, su tono de voz se volvió normal y, con la transmisión a través del anillo nasal de Kabe y el terminal de Ziller, fuese cual fuese, la conversación se reanudó como si ella estuviera sentada entre ambos.
—¿Despreciarlos, dice?
—Eso es —contestó Ziller.
—¿Y por qué demonios iba a despreciarlos?
—Porque consiguen con el mínimo esfuerzo y sin riesgo alguno lo que usted hace jugándose la vida.
—Es su elección. Yo también podría hacerlo así, si quisiera. Y, de todas formas —prosiguió, mirando hacia el dirigible que tenía encima y contemplando los cielos que la rodeaban—, no se consigue exactamente lo mismo, ¿no creen?
—Ah, ¿no?
—No. Uno sabe cuando es real o cuando es RV.
—Eso también se puede fingir.
Dio la impresión de que la mujer suspiraba, y, acto seguido, hacía una mueca.
—Miren, lo siento, pero es hora de volar y preferiría estar sola. No se ofendan. —Feli volvió a sacar la mano del guante, guardó el terminal nasal de nuevo en la riñonera y, con ciertas dificultades, volvió a introducir la mano en el guante. A Kabe le pareció que tenía frío. Se encontraban a más de medio kilómetro del barranco y el aire que corría sobre el campo energético de la nave le estaba helando el caparazón. El ritmo de ascenso se había reducido notablemente, y el cabello de Feli volaba ahora hacia un lado, en lugar de arremolinarse sobre su cabeza.
»¡Nos vemos! —gritó en el aire. A continuación, se soltó.
Primero soltó los guantes y después, las botas. Kabe vio de nuevo las brillantes uñas negras, con el reflejo amarillo anaranjado de la luz del sol, mientras Feli se dejaba caer. Liberado, el dirigible reanudó su ascenso hacia el cielo.
Kabe y Ziller echaron un vistazo por el mismo lado de la nave, que retrocedió, manteniendo la altitud y, seguidamente, se dio la vuelta, de forma que ambos pudieran observar la caída en picado de la mujer. Feli extendió brazos y piernas y las aletas se desplegaron, convirtiéndola, desde una simple silueta, en un gigantesco pájaro azul verdoso. Pese al bramido del viento, Kabe oyó su grito de victoria. Ella viró, encarándose con el amanecer, y luego siguió girando y desapareció momentáneamente tras la gran hoja verde. Kabe vislumbró otros muchos voladores en el cielo, minúsculos puntos y siluetas recorriendo el espacio aéreo bajo los globos de los árboles dirigibles.
Feli se ladeó, ganó cierta altura y tomó una curva en ascenso que la conduciría justo bajo ellos. La nave se inclinó ligeramente en el aire, permitiendo así que no la perdieran de vista.
Pasó a unos veinte metros por debajo de ellos, ejecutó una voltereta y les dedicó una aclamación acompañada de una gran sonrisa. Seguidamente, se balanceó para darse la vuelta de espaldas al cielo y realizó una nueva caída en picado, plegando las alas y descendiendo a toda velocidad. Dio la impresión de que se había hundido en el suelo.
—¡Oh! —exclamó Kabe.
¿Acaso habría muerto? Kabe ya había empezado a componer en su cabeza el próximo artículo verbal que enviaría al Servicio Homomdano de Noticias de Corresponsales a Larga Distancia. Llevaba ya nueve años enviando aquellas cartas ilustradas a su hogar cada seis días, y ya había acumulado una fiel minoría de oyentes. Nunca se había encontrado con la necesidad de describir una muerte por accidente en uno de sus registros, y no le atraía en absoluto la idea de tener que hacerlo ahora.
Pero, entonces, las alas azules se desplegaron de nuevo y la mujer apareció una vez más, a un kilómetro de distancia, antes de desaparecer finalmente tras una cerca de láminas verdes.