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¿Qué pasa? Me volví, con el rifle a punto para disparar.

El soldado de los Invisibles estaba en la boca del cráter, observando los restos del destructor terrestre. Llevaba puesto una especie de casco, pero no le cubría los ojos y, presumiblemente, no era demasiado sofisticado. Levanté la mirada entre la lluvia. El soldado quedaba iluminado por la luz de las llamas del destructor terrestre, pero nosotros nos encontrábamos en la penumbra. Sostenía el rifle con una mano, no con ambas. Yo permanecí completamente inmóvil.

Entonces, el soldado se llevó algo a los ojos y empezó a escrutar el entorno. Se detuvo, apuntando directamente hacia nosotros. Yo ya había levantado el rifle y disparado cuando él dejó su dispositivo de visión nocturna y se dispuso a apuntar con su arma. Explotó en una ráfaga de luz, justo cuando otra explosión iluminó el cielo. La mayor parte de su cuerpo se tambaleó y se precipitó por la pendiente del cráter, hacia nosotros. Todo, excepto un brazo y la cabeza.

Vaya. Ahora resulta que tienes buena puntería dijo Quilan.

Siempre la he tenido, amigo respondí, dándole una palmada en el hombro. Lo mantenía en secreto para no avergonzarte.

Worosei dijo, agarrando de nuevo mi mano. Ese soldado no debía de estar solo. En serio, ahora debes marcharte.

Yo… empecé. Pero entonces, los restos del destructor terrestre y el cráter dieron una enorme sacudida al explotar algo dentro del armazón, y una intensa ráfaga de metralla salió del hueco de la cabina de la máquina. Quilan se estremeció de dolor. Varias placas de barro se deslizaron por la pendiente, rodeándonos, y los restos del soldado muerto se acercaron más a nosotros. Todavía tenía el rifle sujeto con el guante blindado. Volví a mirar la pantalla de mi casco. La nave ligera estaba a punto de llegar. Mi amor estaba bien, y había llegado el momento de marcharme.

Me volví para decirle algo.

Alcánzame el rifle de ese cabrón me pidió, señalando con la cabeza al soldado muerto. A ver si me puedo llevar a un par de ellos conmigo.

De acuerdo repuse, alejándome a escarbar entre el barro y los escombros para coger el arma del soldado muerto.

¡Mira a ver si hay algo más! gritó Quilan. Granadas… ¡lo que sea!

Bajé de nuevo junto a él y sumergí mis botas en el agua.

Era todo lo que tenía le dije, entregándole el rifle.

Bien. Servirá.

Quilan apoyó el arma contra su hombro y volvió el torso en la medida en que lo permitieron sus piernas atrapadas, adoptando lo más parecido a una posición de disparo.

Ahora, ¡vete de una vez, antes de que yo mismo te pegue un tiro! Tuvo que levantar la voz, mitigada por otra serie de explosiones en al armazón del destructor terrestre.

Me incliné hacia delante y le di un beso.

Nos veremos en el cielo dije.

Por un momento, su rostro adoptó una expresión de ternura. Dijo algo, pero las detonaciones hicieron temblar el suelo y tuve que pedirle que lo repitiera, mientras el eco moría y las imágenes estroboscópicas de las luces invadían el cielo que nos cubría. Una señal parpadeó de pronto en mi visera, indicándome que la nave estaba justo encima de mí.

He dicho que no hay prisa me dijo, sereno, y sonrió. Vive, Worosei. Vive por mí. Por los dos. Prométemelo.

Te lo prometo.

Buena suerte, Worosei. Miró hacia la ladera del cráter.

Quise desearle lo mismo, o despedirme tal vez, pero fui incapaz de pronunciar una sola palabra. Solo pude mirarlo, sin esperanza; contemplé a mi marido por última vez, me volví y me arrastré hacia arriba, deslizándome sobre el barro y alejándome de él. Pasé por encima del cadáver del Invisible al que había matado, junto al flanco de la máquina en llamas, bajo los cañones de la cabina de popa, mientras nuevas explosiones disparaban pedazos de armazón hacia el lluvioso cielo, que se zambullían después en el agua del fondo del cráter.

La pendiente enfangada y llena de aceite no me facilitaba el ascenso; parecía que bajaba en lugar de subir y, por un momento, llegué a pensar que nunca podría salir de aquel inmenso agujero, hasta que me agarré a la gran plancha de metal que quedaba de la oruga del destructor terrestre. Lo que mataría a mi amado iba a salvarme a mí: utilicé las secciones entrelazadas de la oruga incrustada a modo de escalera, y conseguí llegar a la cima.

Fuera del cráter, en la lejanía iluminada por el fuego, entre construcciones demolidas y ráfagas de lluvia, pude ver los contornos de otras enormes máquinas de guerra y las minúsculas siluetas que corrían tras de ellas.

La pequeña nave descendió en picado desde las nubes. Me lancé a bordo y nos elevamos de inmediato. Intenté volverme a mirar atrás, pero las puertas se cerraron de golpe y me precipité al interior mientras el pequeño módulo esquivaba los rayos y misiles, y ascendía hacia la nave Tormenta de nieve, que lo estaba esperando.

1

LA LUZ DE ANTIGUOS ERRORES

Las barcazas descansaban en la oscuridad del tranquilo canal, con sus contornos difuminados por la nieve apilada en montículos sobre sus cubiertas. Las superficies horizontales de los caminos, los muelles, los bolardos y los puentes levadizos también cargaban con el mismo peso nebuloso de la nieve, y los altos edificios alejados de los muelles se cernían sobre la noche, con las ventanas, los balcones y los canalones rociados con una suave línea blanca.

Kabe sabía que aquella zona de la ciudad era tranquila a casi cualquier hora, pero aquella noche parecía y estaba más calmada todavía. Podía oír sus propios pasos hundirse en la blancura virgen de la nieve. Cada uno de ellos producía una especie de crujido. Se detuvo y levantó la cabeza, aspirando el aire frío. Reinaba la calma. Nunca había visto la ciudad tan silenciosa. Supuso que la nieve la hacía parecer más callada, amortiguando cualquier ínfimo ruido que pudiera dejarse oír. Aquella noche tampoco hacía viento, lo que significaba que, en ausencia de tráfico, el canal, pese a no estar helado, estaba perfectamente inerte y silencioso, sin gorgoteos de olas.

No había iluminación alguna que se reflejase sobre la negra superficie del canal, lo que hacía parecer que las barcazas reposaban sobre la nada, sobre una ausencia absoluta en la que apoyarse. Aquello tampoco era habitual. Las luces estaban apagadas en casi toda la ciudad, y en casi toda aquella cara del mundo.

Kabe miró hacia arriba. La nieve caía ahora con más suavidad. El remolino de nubes que cubría el centro de la ciudad y las montañas más alejadas se estaba disipando, revelando algunas de las estrellas más brillantes. Una tenue línea de luz iba y venía en función del movimiento de las nubes en el cielo. No había aeronaves ni buques; al menos, él no los vio. Incluso las aves parecían haber mitigado sus propias voces.

Y tampoco sonaba la música. Normalmente, en la ciudad de Aquime, siempre se oía alguna melodía procedente de un lugar u otro, si se prestaba la suficiente atención (y Kabe tenía muy buen oído). Pero, aquella noche, reinaba un absoluto silencio.

Sometido. Ese era el término. El lugar estaba sometido. Aquella era una noche especialmente sombría («¡Esta noche, bailaréis a la luz de antiguos errores!», había afirmado Ziller en la entrevista de aquella mañana… con cierto deleite) y ese humor parecía haber infectado a toda la ciudad, a toda la plataforma de Xaravve, en realidad, al orbital de Masaq al completo.