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Dinero. La palabra técnica es dinero.

… entre tanto. Entonces, se iban a pasar el tiempo libre a otro lugar.

Perdón, ¿es usted comestible?

¿En serio le estás hablando a la comida?

No sé. Es que no sé si es comida.

En las sociedades muy primitivas, ni siquiera tenían eso. ¡Solo tenían algunos días libres al año!

Pero yo pensaba que las sociedades primitivas podían ser…

Se refería a sociedades primitivas industriales. Ni caso. ¿Vas a dejar de pinchar eso? Lo vas a estropear.

—¿Pero se puede comer?

Cualquier cosa que puedas meter en tu boca y tragártela se puede comer.

Ya sabes a qué me refiero.

Pues pregunta, idiota.

Lo acabo de hacer.

¡Pero no a eso directamente! ¿Dónde está tu recordador, tu terminal, o lo que sea que tienes?

No, es que no quería…

Ya. ¿Se te han escapado todos de golpe?

¿Cómo iban a hacerlo? Las cosas dejarían de funcionar si no hicieran nada al mismo tiempo.

Ah, claro.

Pero, a veces, tenían días en los que una especie de armazón manejaba la infraestructura. Y sí no, escalonaban el tiempo en que se marchaban. Depende del lugar y del momento.

Aja.

En cambio, lo que hoy definimos como vacaciones, o tiempo esencial, es el hecho de quedarnos en casa, porque de otra forma, no habría momentos de reunión. No conoceríamos a nuestros vecinos.

En realidad, creo que no los conozco.

Porque somos muy volátiles.

Largas vacaciones.

En el sentido antiguo del término.

Y hedonista.

Nos pica el gusanillo de movernos.

Nos pica el gusanillo, las zarpas, las aletas, las barbas…

Centro, ¿puedo comerme esto?

Las bolsas de gas, las costillas, las alas, las ventosas…

Vale, creo que la idea queda clara.

¿Centro? ¿Hola?

Las pinzas, las babas, las membranas móviles…

¿Te callarás de una vez?

¿Centro? ¿Me recibe? Mierda, no me funciona el terminal. O el Centro no contesta.

A lo mejor está de vacaciones.

Las aletas, los músculos, ¡mmpf! ¿Qué pasa? ¿Me he atragantado con algo?

Sí, con un gusanillo, creo.

Creo que por ahí empezamos.

Muy apropiado.

¿Centro? ¿Centro? Vaya, nunca antes me había ocurrido esto…

¿Embajador Ischloear?

—¿Mmm? —Habían pronunciado su nombre. Kabe se dio cuenta de que debía de haberse sumido en uno de aquellos extraños estados de trance que experimentaba a veces en reuniones como aquella, cuando la conversación (o, más bien, varias conversaciones simultáneas), zumbaban de un lado al otro de forma abrumadora y lo mareaban de tal forma que no podía seguir quién decía qué a quién, y por qué.

Había descubierto que, posteriormente, solía recordar las palabras exactas que se habían pronunciado, pero todavía debía esforzarse para determinar el sentido que se ocultaba tras ellas. Pero, en el momento, se sentía extrañamente perdido. Hasta que se rompía el hechizo, como ahora, y su propio nombre lo despertaba.

Se encontraba en el salón de baile superior de la barcaza ceremonial Soliton, con varios cientos de individuos más, la mayoría humanos, pero no todos antropomórficos. El recital del compositor Ziller, con un antiguo mosaicordio chelgriano, había terminado hacía media hora. Había consistido en la interpretación de una pieza contenida, solemne, en concordancia con el ambiente de aquella tarde, aunque fue agradecida con entusiastas aplausos. Ahora la gente comía y bebía. Y hablaba.

Kabe estaba de pie, con un grupo de hombres y mujeres junto a una de las mesas del bufé. La atmósfera era cálida, agradablemente perfumada y amenizada con una suave música de fondo. Sobre los asistentes se alzaba una marquesina de madera y cristal, de la que emanaba una antigua forma de iluminación, a gran distancia del espectro corporal de todos, pero que otorgaba a la estancia una atractiva calidez.

El anillo de su nariz le había hablado. Cuando llegó por primera vez a la Cultura, no le había gustado la idea de tener que insertarse un transmisor de comunicaciones en el cráneo (ni en ningún otro lugar). El anillo de su familia era prácticamente lo único que siempre llevaba consigo, por lo que le hicieron una réplica perfecta que también funcionaba como terminal de comunicaciones.

Siento molestarlo, embajador. Aquí el Centro. Usted que está más cerca, ¿me haría el favor de decirle al señor Olsule que está hablando con un broche convencional y no con su terminal?

Sí. Kabe se volvió hacia un joven vestido con un traje blanco que sostenía una pieza de joyería entre las manos, con el semblante perplejo. ¿El señor Olsule?

Sí, ya lo he oído repuso el hombre, observando detenidamente al homomdano. Parecía sorprendido y Kabe tuvo la impresión de que lo había confundido con una escultura o algún artículo monumental de decoración. Era algo que le ocurría con relativa frecuencia. Cuestión de magnitud y silencio, básicamente. Era una de las pegas de ser un trípedo piramidal negro y reluciente de tres metros y pico de estatura, en una sociedad de bípedos escuálidos de piel mate y dos metros de altura. El joven miró de nuevo el broche. Hubiera jurado que era…

Perdóneme, embajador dijo el anillo. Gracias por su ayuda.

Ah, de nada.

Una centelleante bandeja se acercó flotando hasta el joven, se inclinó frente a él en una especie de reverencia y dijo:

Hola. Aquí el Centro otra vez. Lo que tiene aquí, señor Olsule, es una pieza de azabache con forma de cerepelo, esmaltada con platino y sumitio. Del estudio de la señora Xossin Nabbard, de Sintrier, seguidora de la escuela Quarafyd. Un trabajo fino de arte sustancial. Pero, desgraciadamente, no es un terminal.

Vaya. ¿Y dónde está mi terminal, entonces?

Se ha dejado todos los dispositivos en casa.

—¿Por qué no me han avisado?

Usted no me lo pidió.

¿Cuándo?

Ciento veinti…

Bueno, da igual. Sustituye… ejem… cambia esa instrucción. La próxima vez que salga de casa sin un terminal, que me monten un escándalo o algo.

Muy bien. Así será.

A lo mejor debería ponerme un cordón. Uno de esos implantes.