—Innegablemente, olvidar la cabeza sería harto complicado. Y, entretanto, yo le propondría uno de esos controles remotos de a bordo para acompañarlo el resto de la velada, si lo desea.
—Bien, de acuerdo. —El joven dejó el broche donde estaba y se volvió hacia la mesa del bufé—. Bueno, ¿esto se puede comer…? Vaya, se ha ido.
—Las membranas móviles —dijo la bandeja, flotando en el aire.
—¿Eh?
—Ah, Kabe, mi querido amigo. Aquí estás. Muchas gracias por venir.
Kabe se volvió sobre sus pasos para encontrarse con el dron E. H. Tersono flotando junto a él, a un nivel algo por encima de la cabeza de un ser humano y por debajo de la de un homomdano. La máquina medía poco menos de un metro de estatura, y la mitad en anchura y fondo. Su armazón rectangular con aristas redondeadas era de una delicada porcelana rosa en un entramado de petrelumen azul brillante. A través de la superficie traslúcida de porcelana, se podían apreciar los componentes internos del dron, como sombras ocultas en su piel de cerámica. Su campo de aura, confinado a un reducido volumen situado justo bajo la base plana, era un suave rubor magenta que, si Kabe no recordaba mal, significaba que estaba ocupado. ¿Ocupado hablando con él?
—Tersono —respondió—. Sí. Bueno, tú me invitaste.
—Lo hice, es cierto. Solo se me ocurrió más tarde que pudieras malinterpretar mi invitación y pensar que era una especie de citación, o incluso una reclamación imperiosa. Claro que, una vez enviada…
—Ya. ¿Quieres decir que no era una reclamación?
—Era más bien una petición. Es que tengo que pedirte un favor.
—¿Ah, sí? —Eso era toda una novedad.
—Sí. ¿Podríamos hablar en un lugar más privado?
Privado, pensó Kabe. No era una palabra que sonase demasiado en la Cultura. Posiblemente, se utilizase en el contexto sexual más que en cualquier otro. Y ni siquiera entonces.
—Por supuesto —repuso—. Te sigo.
—Gracias —dijo el dron, flotando hacia la zona de popa mientras ascendía para observar por encima de las cabezas de la gente reunida en el espacio de funciones. La máquina viró de un lado al otro, indicando claramente que estaba buscando algo o a alguien—. En realidad —dijo—, nos falta quórum… Ah. Ya estamos. Por aquí, embajador Ischloear.
Se acercaron a un grupo de humanos agrupados en torno al mahrai Ziller. El chelgriano medía tanto de largo como Kabe de alto, y estaba cubierto de pelo, que se difuminaba desde el blanco del rostro hasta el marrón oscuro de la espalda. Tenía constitución corporal de depredador, con grandes ojos penetrantes y amplias mandíbulas. Sus patas traseras eran largas y fuertes. Una cola de rayas entrelazada con una cadena de plata se escondía entre ellas.
Donde sus lejanos ancestros habían tenido dos patas medias, Ziller tenía una sola extremidad, parcialmente cubierta por un chaleco oscuro. Sus brazos eran muy similares a los de un humano, aunque estaban recubiertos de pelo dorado y terminaban en grandes manos de seis dedos, que más bien parecían pezuñas.
En cuanto él y Tersono se unieron al grupo que rodeaba a Ziller, Kabe se encontró atrapado por otro balbuceo de conversación confusa.
—Claro que no sabes a lo que me refiero. No tienes contexto.
—Absurdo. Todo el mundo tiene un contexto.
—No. Se tienen entornos o situaciones. Esto no es lo mismo. Tú existes. Eso no se puede negar.
—Vaya, pues gracias.
—Claro. De lo contrario, estarías hablando contigo mismo.
—Estás diciendo que, en realidad, no vivimos, ¿no es eso?
—Depende de lo que se entienda por vivir. Pero sí, digamos, que sí.
—Es fascinante, apreciado Ziller —dijo E. H. Tersono—. Me pregunto…
—Porque no sufrimos.
—Porque apenas parecéis capaces de sufrir.
—¡Bien dicho! Pero, ahora, Ziller…
—Bah, esa es una discusión muy antigua…
—Pero la capacidad de sufrir es la única que…
—¡Eh! Yo he sufrido. Lemil Kimp me rompió el corazón.
—Cállate, Tulyi.
—…la única que te hace sensible, o lo que sea. No es el sufrimiento en sí.
—¡Pero lo hizo!
—¿Una discusión antigua, dice, señora Sippens?
—Sí.
—¿Antigua equivale a mala?
—Antigua equivale a desacreditada.
—¿Desacreditada? ¿Por quién?
—No es quién, sino qué.
—¿Y ese «qué» es…?
—La estadística.
—Bien, pues ya lo tenemos. La estadística. Bueno, ahora, Ziller, querido amigo…
—No puedes estar hablando en serio.
—Creo que ella cree que es más seria que tú, Zil.
—El sufrimiento desfavorece más que ennoblece.
—¿Y esa aseveración deriva en su totalidad de la supuesta estadística?
—No. Verás que también se necesita inteligencia moral.
—Uno de los prerrequisitos de la sociedad civilizada, y creo que ya estamos todos de acuerdo. Escucha, Ziller…
—Una inteligencia moral que nos inculca que el sufrimiento es malo.
—No. Una inteligencia moral que se inclina por considerar malo el sufrimiento hasta que se demuestre que es bueno.
—¡Ah! Entonces admites que el sufrimiento puede ser bueno.
—Excepcionalmente.
—Aja.
—Bien, de acuerdo.
—¿Qué?
—¿Sabías que eso funciona en varios idiomas distintos?
—¿El qué?
—Tersono —dijo Ziller, volviéndose al fin hacia el dron, que había descendido hasta la altura de sus hombros y se acercaba cada vez más, intentando atraer la atención del chelgriano a lo largo de los últimos minutos, durante los cuales, su campo de aura se había ensombrecido al azul grisáceo que denotaba una frustración reservada.
El mahrai Ziller, compositor, medio marginado, medio exiliado, se alzó de su butaca y se balanceó sobre sus ancas traseras. Su extremidad media tomó por un instante la forma de una bandeja y depositó el vaso sobre la suave superficie peluda, mientras utilizaba sus extremidades delanteras para estirar su chaleco y peinarse las cejas.
—Ayúdame —pidió al dron—. Estoy intentando hablar en serio y tu compatriota me sale con juegos de palabras.
—En ese caso, le sugiero que desista y la aborde más tarde, cuando se encuentre en un estado de ánimos más serio y menos mordaz. ¿Ya conoce al embajador Kabe Ischloear?