—Sí. Somos viejos conocidos. Embajador…
—Me honra, señor —repuso el homomdano—. No soy más que un periodista.
—Sí. Tienden a llamarnos embajadores, ¿no es cierto? Será por halagarnos.
—Sin duda. Lo hacen con buena intención.
—Aunque a veces, resultan ambiguos —dijo Ziller, volviéndose por un instante hacia la mujer con la que había estado hablando. Ella levantó su copa e inclinó ínfimamente la cabeza.
—Cuando los dos hayan terminado de criticar a sus decididamente generosos invitados… —intervino Tersono.
—Tendríamos la conversión privada a la que te referías, ¿no? —preguntó Ziller.
—Eso es. Démosle el capricho al excéntrico dron.
—Muy bien.
—Por aquí, entonces.
El dron continuó su camino, bordeando la hilera de mesas, hacia la popa de la embarcación. Ziller siguió a la máquina, aparentemente flotando sobre la cubierta, con agilidad y gracilidad sobre su gran extremidad media y sus dos fuertes patas traseras. Kabe se percató de que el compositor todavía llevaba su copa de vino en una mano. Ziller utilizó la otra para saludar a un par de personas que se inclinaron al verlo pasar.
Kabe se sintió muy pesado y torpe en comparación. Intentó erguirse al máximo, para parecer menos voluminoso, pero chocó contra un antiguo y complicado aplique que colgaba del techo.
Los tres se sentaron en una cabina de la popa de la gran barcaza, con vistas a las oscuras aguas del canal. Ziller se había plegado sobre una mesa baja, Kabe se acuclilló plácidamente sobre unos cojines que reposaban en el suelo y Tersono se acomodó sobre una silla de madera, de antiquísima apariencia. Kabe conoció al dron Tersono al inicio de los diez años que llevaba viviendo en el orbital de Masaq, y desde entonces, sabía que le gustaba rodearse de objetos antiguos, como aquella vieja barcaza y su vieja decoración, con sus viejos complementos.
Incluso la composición de la máquina recordaba a una especie de antigualla. Generalmente, en la cultura, cuanto mayor era un dron, más edad tenía. Los primeros ejemplares, que databan de ocho o nueve mil años atrás, eran del tamaño de un humano corpulento. Los modelos siguientes habían ido menguando gradualmente hasta llegar a los drones más avanzados que, durante un tiempo, fueron lo suficientemente pequeños como para guardarlos en un bolsillo. El metro de estatura de Tersono podía sugerir que lo habían construido hacía milenios, cuando en realidad solo tenía unos siglos de edad, y el espacio extra que ocupaba se justificaba por la separación de sus componentes internos, lo que le permitía exhibir mejor la fina transparencia de su poco ortodoxo caparazón de cerámica.
Ziller terminó su copa y extrajo una pipa de su chaleco. La chupó una y otra vez hasta que empezó a salir humo de la cazoleta, mientras el dron intercambiaba comentarios con el homomdano. El compositor todavía intentaba espirar aros de humo cuando Tersono, finalmente, dijo:
—… lo que me ha llevado a solicitar la presencia de los dos hoy aquí.
—¿Y cuál es el motivo? —preguntó Ziller.
—Estamos esperando a un invitado, compositor Ziller.
Ziller miró al dron de arriba abajo. A continuación, echó un vistazo por el amplio camarote y dirigió la vista hacia la puerta.
—¿Cómo? ¿Quién? ¿Ahora? —preguntó.
—No, ahora no. Dentro de unos treinta o cuarenta días. Me temo que aún no sabemos exactamente de quién se trata. Pero será uno de los suyos, Ziller. Alguien de Chel. Un chelgriano.
El rostro de Ziller era básicamente una esfera de pelo con dos grandes ojos negros, casi semicirculares, posicionados sobre una zona nasal gris y rosada, y una boca grande, parcialmente prensil. Ahora mostraba una expresión que Kabe no había visto nunca, aunque debía reconocer que solo conocía por encima al chelgriano, y desde hacía menos de un año.
—¿Va a venir aquí? —preguntó Ziller. Su voz sonó… gélida, fue la palabra que decidió Kabe.
—Exactamente. A este orbital, y, posiblemente, a esta plataforma.
—¿Casta? —dijo, aunque más que pronunciar la palabra, la escupió.
—Uno de los… ¿Tactados? Posiblemente un Entregado —respondió Tersono, con suavidad.
Por supuesto. El sistema de castas chelgriano. Al menos, parte de la razón por la que Ziller estaba con ellos y no allí. El compositor contempló su pipa y espiró otra bocanada de humo.
—Posiblemente un Entregado, ¿eh? —murmuró—. Todo un honor. Espero que conserven su etiqueta de una forma exquisitamente correcta. Ya pueden empezar a practicar desde ahora mismo.
—Creemos que viene a verlo a usted —dijo el dron, removiéndose en la silla sin tocarla, a la vez que extendía un campo de manipulación para tirar de las cuerdas de las cortinas doradas, bajándolas y ocultando las vistas al oscuro canal y a los muelles nevados.
—¿En serio? —Ziller golpeó suavemente con el dedo la cazoleta de su pipa, frunciendo el ceño—. Qué lástima. Estaba pensando en embarcarme en un crucero dentro de unos días. Por el espacio interplanetario. Durante medio año, como mínimo. Tal vez más largo. En realidad, ya lo tenía decidido. Espero que se comuniquen mis disculpas a cualquier diplomático autosuficiente o noble desdeñoso enviado aquí. Estoy seguro de que lo comprenderán.
—Estoy seguro de que no —murmuró el dron.
—Y yo también. Era una ironía. Pero lo del crucero es en serio.
—Ziller —dijo el dron, pausadamente—, quieren reunirse con usted. Aunque se embarque en un crucero, no le quepa duda de que lo seguirán y se encontrarán con usted en la nave.
—Y, por supuesto, no intentaréis detenerlo.
—¿Cómo íbamos a hacerlo?
—Supongo que querrán que vuelva —musitó Ziller, aspirando de su pipa—. ¿Es correcto?
—No lo sabemos —respondió el dron, con el aura del color del bronce, en señal de desconcierto.
—¿De verdad?
—Compositor Ziller, le estoy diciendo todo lo que sé.
—Bien. ¿Y se le ocurre alguna otra razón para esta expedición?
—Muchas, amigo, pero ninguna de ellas es especialmente prometedora. Como ya he dicho, no lo sabemos. No obstante, si me viera obligado a especular, coincidiría con usted en que solicitar su regreso a Chel sería el motivo más probable de esta inminente visita.
Ziller mordió la cánula de su pipa con tal fuerza que Kabe pensó que se rompería.
—No pueden obligarme a volver.
—Querido Ziller, ni siquiera se nos ocurriría sugerírselo —repuso el dron—. Ese emisario puede venir con tales intenciones, pero la decisión le corresponde enteramente a usted. Es un invitado honrado y respetado, Ziller. La ciudadanía de la Cultura, en la medida en que tal cosa exista hasta cierto nivel de formalidad, es suya por poderes. Sus muchos admiradores, entre los que me incluyo, hace tiempo se la habrían otorgado por aclamación, sí tal hecho no hubiera parecido un acto presuntuoso.