No obstante, la bala, gracias a su revestimiento metálico, podía atravesar a una persona y luego acertar y matar a otra. Ese método gozaba de gran popularidad entre los soldados que se lanzaban al combate y los asesinos a sueldo con dos objetivos. Sin embargo, si hacía falta otra hala para acabar con la mujer, Serov la gastaría. La munición era relativamente barata. Por consiguiente, también lo eran los humanos.
Serov inspiró, se quedó completamente inmóvil y apretó el gatillo con suavidad.
«¡Oh, Dios mío!», grito Lee al ver que el cuerpo del hombre se retorcía y luego se abalanzaba sobre la mujer. Los dos cayeron al suelo como si los hubieran cosido juntos.
Lee, de forma instintiva, se dispuso a salir corriendo del bosque para ayudarlos. Un disparo alcanzó el árbol que tenía al lado de la cabeza. Lee se lanzó al suelo de inmediato y buscó refugio al tiempo que otra bala iba a parar muy cerca. Lee, tumbado de espaldas, temblando tanto que apenas podía enfocar con el maldito monóculo, escudriñó la zona desde la que creía que procedían los tiros.
Otro tiro impactó junto a él, arrojándole un poco de tierra mojada a la cara. Quienquiera que estuviera disparando, sabía lo que hacía y disponía de munición suficiente como para acabar con un dinosaurio. Lee intuyó que el tirador estaba acorralándolo poco a poco.
Notó que utilizaba un silenciador ya que cada disparo sonaba como si alguien diese palmadas en una pared. ¡Paf, paf, paf! También podían ser globos que estallasen en una fiesta infantil y no trozos de metal cónicos que volaban más deprisa que un avión para acabar con cierto investigador privado.
Aparte de la mano con la que sostenía el monóculo, Lee intentó no moverse ni respirar. Por un instante terrible, vio que la línea roja del láser se movía junto a su pierna como una serpiente curiosa, pero desapareció de repente. Lee no tenía mucho tiempo. Si permanecía allí, era hombre muerto,
Se apoyó la pistola sobre el pecho, extendió la mano y buscó a tientas en la tierra hasta que encontró una piedra. La lanzó a menos de dos metros moviendo apenas la muñeca y esperó; la piedra golpeó un árbol y, acto seguido, una bala impactó en el mismo lugar.
Lee, con el monóculo de infrarrojos, avistó de inmediato el calor que había despedido el último fogonazo de la boca del rifle ya que el gas caliente y carente de oxigeno que emanaba el cañón se distinguía claramente del aire. Esta sencilla reacción de elementos físicos les había costado la vida a muchos soldados ya que delataba su posición. Ahora, Lee confiaba en obtener el mismo resultado.
Lee se valió del fogonazo para localizar la imagen térmica del hombre entre la espesura de los árboles. No estaba muy lejos; de hecho se hallaba a tiro. Lee, que sabía que probablemente sólo tendría una oportunidad, agarró con fuerza la pistola, levanto el brazo e intentó encontrar un hueco por el que disparar. Sin apartar la mirada del blanco, quitó el seguro, rezó en silencio y abrió fuego ocho veces. Las balas salieron prácticamente en la misma dirección, lo que aumentaba las posibilidades de acierto. Las detonaciones de su pistola eran mucho más ruidosas que las del rifle con silenciador, todos los animales huyeron de aquel conflicto humano.
Uno de los disparos de Lee dio en el blanco de milagro, quizá porque Serov se había interpuesto en la trayectoria del proyectil mientras intentaba aproximarse a él. El ruso gruñó de dolor cuando la bala le penetro el antebrazo izquierdo. Durante un rato sólo sintió una punzada, pero luego, a medida que la bala se abría paso por los tendones y las venas, le destrozaba el humero y se detenía en la clavícula, el dolor se torno insoportable. A partir de aquel momento, tendría inutilizado el brazo izquierdo. Después de matar a mas de una docena de personas, siempre con una pistola, Leonid Serov por fin supo qué se sentía al recibir un disparo. El ex agente del KGB sujetó con firmeza el rifle con la otra mano y se dispuso a retirarse con profesionalidad. Dio media vuelta y huyó, salpicando de sangre el suelo con cada paso.
A través del monóculo de infrarrojos, Lee observó al hombre mientras se alejaba. Coligió, por su manera de correr, que al menos uno de los disparos lo había alcanzado. Decidió que sería arriesgado e innecesario perseguir a un hombre herido y armado. Además, tenía otras cosas que hacer. Recogió la mochila y se dirigió a toda prisa a la casita.
Mientras Lee y Serov disparaban el uno contra el otro, Faith intentó recobrar el aliento. El choque con Newman la había dejado sin aire y con un dolor agudo en el hombro. No sin esfuerzo, logró quitárselo de encima. Notó una sustancia cálida y pegajosa en el vestido. Por una fracción de segundo, llegó a pensar que le habían pegado un tiro. No lo sabía, pero la pistola Glock del agente había funcionado como un pequeño escudo y había desviado la bala cuando salió del cuerpo. Examinó por unos instantes lo que quedaba del rostro de Newman y le entraron ganas de vomitar.
Faith apartó la mirada, se agachó cuanto pudo, introdujo la mano en el bolsillo del agente y sacó las llaves del coche. El corazón le latía con tanta fuerza que le costaba pensar. Apenas era capaz de sostener las malditas llaves en las manos. Sin ponerse en pie, abrió la puerta del lado del conductor.
Se estremecía tanto que no sabía si lograría conducir el coche. Una vez dentro, cerró la puerta y echó el seguro. Encendió el coche, puso la marcha atrás y pisó el acelerador, pero el motor se ahogó y se apagó. Faith profirió varios insultos y dio vuelta de nuevo a la llave de contacto; el motor arrancó. Apretó el acelerador con más suavidad y la máquina continuó ronroneando.
Estaba a punto de acelerar cuando se le hizo un nudo en la garganta. Había un hombre junto a la ventana del conductor. Respiraba con dificultad y parecía tan asustado como ella. Sin embargo, lo que le había llamado la atención era que la tenía encañonada con una pistola. El hombre le indicó por medio de señas que bajara la ventanilla. Faith contempló la posibilidad de acelerar.
– Ni se te ocurra -dijo el hombre, como si le hubiera leído el pensamiento-. No he sido yo quien te ha disparado -aseguró desde el otro lado de la ventanilla-. Si hubiera sido yo, ya estarías muerta.
Finalmente, Faith bajó el cristal.
– Abre la puerta -ordenó el hombre- y hazte a un lado.
– ¿Quién eres?
– Vámonos de aquí. No te conozco, pero no quiero estar aquí cuando llegue alguien más. Tal vez tenga mejor puntería.
Faith abrió la puerta y cambió de asiento. Lee enfundó la pistola, lanzó la mochila a la parte de atrás, entró, cerró la puerta y salió dando marcha atrás. En ese preciso instante, sonó el teléfono móvil del asiento delantero y tanto Lee como Faith se sobresaltaron. Lee detuvo el coche y los dos miraron al teléfono y luego el uno al otro.
– No es mío -dijo Lee.
– Ni mío -replicó Faith.
– ¿Quién era el hombre que ha muerto? -preguntó Lee cuando el teléfono dejó de sonar.
– No pienso decirte nada.
Llegaron a la carretera, Lee puso el coche en modo marcha y aceleró.
– Tal vez te arrepientas.
– No lo creo.
A Lee pareció confundirle el tono seguro y confiado de ella. Faith se abrochó el cinturón de seguridad mientras él tomaba una curva un tanto deprisa.
– Si antes has matado a ese hombre, luego me matarás diga lo que diga o aunque no te diga nada. Si me has contado la verdad y no le has disparado, entonces no creo que me mates aunque no te cuente nada -razonó Faith.
– Tu visión del bien y del mal es bastante ingenua. Hasta los tipos buenos matan de vez en cuando -aseveró Lee.
– Lo dices por experiencia propia? -preguntó Faith, arrimándose a la puerta.