La pitonisa había retirado su infusión, al parecer esperando a que Reynolds le pidiese más información, por la que sin duda tendría que pagar un recargo respecto a la suma inicial. Reynolds le había asegurado que estaba fuerte como un toro y que podía pasar varios años sin siquiera contraer la gripe.
La pitonisa le había replicado que la muerte no siempre se produce por causas naturales, enarcando las cejas para hacer hincapié en la obviedad de sus palabras.
Entonces Reynolds le había pagado cinco dólares y se había marchado.
Ahora se preguntaba si la pitonisa tenía razón.
Connie removía la tierra con la punta del pie.
– Si Buchanan está detrás de todo esto, entonces es probable que ya se haya marchado hace tiempo.
– No lo creo -repuso Reynolds-. Si huyese justo ahora sería como si se declarara culpable. No, se lo tomará con calma.
– Esto no me gusta -dijo Massey-. Creo que debemos avisar a la policía de todo el país y, si Lockhart está viva, ordenar que la detengan.
– Señor -dijo Reynolds con la voz marcada por la tensión-, no podemos considerarla sospechosa de un homicidio cuando tenemos motivos para creer que no estaba implicada en el asesinato sino que, de hecho, también debe de ser una víctima. Eso significa que si el FBI llega a aprehenderla tendría que hacer frente a una serie de problemas de acción judicial. Ya lo sabe.
– Entonces como testigo esencial. Podemos considerar que lo es, ¿no? -insistió Massey.
Reynolds lo miró de hito en hito.
– Una orden de busca y captura no es la mejor solución; más que ayudarnos, nos perjudicará. A todos.
– Buchanan ya no la necesita con vida.
– Lockhart es inteligente -aseveró Reynolds-. He pasado bastante tiempo con ella y he llegado a conocerla bien. Es una superviviente. Si resiste varios días más, entonces nos quedaría alguna baza por jugar. Es de todo punto imposible que Buchanan sepa qué nos ha contado ella. Pero si ordenamos que la busquen como a un testigo esencial, entonces habremos firmado su acta de defunción.
Guardaron silencio durante un rato.
– De acuerdo, comprendo su postura -dijo finalmente Massey-. ¿Cree que podrá encontrarla de forma discreta?
– Sí. -¿Acaso cabía otra respuesta?
– ¿Se guía por su intuición o por su cerebro?
– Por ambos.
Massey la escrutó durante varios segundos.
– De momento, agente Reynolds, concéntrese en encontrar a Lockhart. Los de la UCV investigarán el asesinato de Newman.
– Yo les diría que intentaran encontrar en el patio la bala que acabó con Ken y que luego rastrearan el bosque -sugirió Reynolds.
– ¿Por qué el bosque? Las botas estaban en la entrada de la casa.
Reynolds miró hacia el lindero del bosque.
– Si tuviera que tender una emboscada a alguien, ésa -señaló hacia los árboles- sería mi primera elección táctica. Es un buen lugar para esconderse, proporciona una excelente línea de fuego y una inmejorable ruta de huida. También permite ocultar un coche, hacer desaparecer un arma y llegar rápidamente al aeropuerto de Dulles. Al cabo de una hora, el tirador estaría en otro huso horario. El disparo que mató a Ken entró por la nuca; estaba de espaldas al bosque. Ken no debió de ver al tirador porque, de lo contrario, no le habría dado la espalda. -Se volvió hacia la espesura-. Todo apunta hacia allí.
Llegó otro coche y el director del FBI salió del mismo. Massey y sus ayudantes se apresuraron a ir a su encuentro, y Connie y Reynolds se quedaron a solas.
– Y bien, ¿cuál es nuestro plan de acción? -preguntó Connie.
– Intentaré encontrar a la Cenicienta que se ha dejado esas botas -contestó Reynolds mientras observaba a Massey hablar con el director. Él había sido agente de campo y Reynolds sabía que se tomaría la catástrofe como algo personal. Toda persona y objeto relacionado con los sucesos de esa noche se vería sometido a un análisis minucioso-. Recurriremos a los medios habituales -Reynolds golpeteó la cinta con los dedos-, pero esto es todo cuanto tenemos. Iremos a por quien salga aquí, sea quien sea, como si la vida nos fuera en ello.
– Dependiendo de quien aparezca en la cinta, la vida nos irá en ello -replicó Connie.
Lee sujetaba el volante con tanta fuerza que los dedos se le estaban poniendo blancos. Un coche de policía, con la sirena en marcha, pasó a toda velocidad en dirección contraria, Lee exhaló un suspiro de alivio y pisó el acelerador a fondo. Se habían deshecho del otro vehículo y ahora iban en el de Lee. Había limpiado a conciencia el interior del coche del hombre muerto, pero no sería de extrañar que hubiese olvidado algo. Y en la actualidad existían equipos capaces de encontrar cosas que el ojo no veía. Mal asunto.
Faith observó las luces hasta que desaparecieron en la oscuridad y se preguntó si la policía se dirigiría a la casita. También se preguntó si Ken Newman tendría esposa e hijos. No había visto que llevara anillo de casado en el dedo. Como la mayoría de las mujeres, Faith solía fijarse en ese detalle. Sin embargo, Ken parecía bastante paternal.
Mientras Lee conducía por carreteras secundarias, Faith movió la mano arriba, abajo y luego describió una línea vertical sobre el pecho para acabar de santiguarse. El gesto, casi automático, le produjo una imperceptible sensación de sorpresa. Añadió una plegaria silenciosa por el hombre muerto. Luego susurró otra oración por su familia, si es que tenía.
– Siento tanto que te hayan matado… -dijo en voz alta para intentar disipar los sentimientos de culpa que la asolaban por haber sobrevivido.
Lee la miró.
– ¿Era amigo tuyo?
Faith negó con la cabeza.
– Lo han matado por mi culpa. ¿No te parece suficiente?
A Faith le sorprendió la facilidad con la que había pensado y pronunciado las palabras de perdón y remordimiento. Debido a la vida nómada de su padre, apenas había ido a misa, pero su madre había insistido en que estudiara en colegios católicos cada vez que llegaba a un nuevo destino, y su padre, tras la muerte de su madre, había respetado esa norma. Los colegios católicos debían de haberle enseñado algo aparte de los golpes de regla en los nudillos que las hermanas le propinaban con demasiada frecuencia. El verano previo al último curso se había quedado huérfana; su padre había fallecido de un ataque al corazón y, como consecuencia, ella dejó de viajar constantemente de un lugar a otro. La enviaron a vivir con un pariente que no la quería y que ponía especial cuidado en no hacerle el menor caso. Faith se rebelaba cada vez que se le presentaba la ocasión. Fumó, bebió y dejó de ser la virgen Faith mucho antes de lo que se estilaba. En el colegio, cuando las monjas le bajaban el doblez de la falda hasta las rodillas le entraban ganas de subirlo hasta la entrepierna. Fue, pues, un año poco memorable, al que siguieron otros en la universidad, donde intentó encauzar su vida. Luego, durante los siguientes quince años, había pensado que llevaba un rumbo perfecto y que había acertado al tomar las decisiones más importantes de su vida. Ahora luchaba por mantenerse a flote y no estrellarse contra las rocas.
Faith se volvió hacia Lee.
– Tenemos que avisar a la policía y decirles dónde está el cadáver.
Lee negó con la cabeza.
– Eso desencadenaría toda una serie de problemas nuevos. No creo que sea buena idea.
– No podemos dejarlo allí. No estaría bien.
– Sugieres que vayamos a la comisaría local e intentemos explicarles lo ocurrido? Nos pondrán camisas de fuerza.
– ¡Maldita sea! Si tú no lo haces, entonces lo haré yo. No pienso permitir que se convierta en pasto para las ardillas.