Faith golpeó el saco de arena con suavidad y, acto seguido, le dio una punzada en la mano y la muñeca. En aquel momento recordó lo grandes y gruesas que eran las manos de Lee y que sus nudillos semejaban una cordillera en miniatura. Un hombre muy fuerte, duro y con muchos recursos; un hombre que resistiría cualquier castigo. Faith esperaba que estuviese siempre de su lado.
Entró en el dormitorio. Sobre la mesita de noche descansaba un móvil y al lado un dispositivo de alarma portátil. Faith había estado demasiado agotada la noche anterior para reparar en ellos. Se preguntó si Lee dormía con la pistola bajo la almohada. ¿Era un paranoico o sabía algo que el resto del mundo desconocía?
De repente una idea le vino a la mente: ¿no tendría Lee miedo de que ella se escapara? Regresó al vestíbulo. La entrada estaba cubierta; si se marchaba por ahí Lee la vería. No obstante, había una puerta trasera en la cocina que daba a la escalera de incendios.
Se aproximó e intentó abrirla. Estaba cerrada con cerrojos de seguridad, de aquellos que sólo pueden abrirse con una llave incluso desde el interior. Las ventanas también tenían cerraduras. A Faith le dio rabia sentirse atrapada, pero lo cierto era que había estado atrapada mucho antes de que Lee apareciera en su vida.
Continuó vagando por el apartamento. Sonrió al ver la colección de discos guardados en sus fundas originales y un póster enmarcado de la película El golpe. Dudó que tuviera un reproductor de CD o televisión por cable. Abrió otra puerta y entró en la habitación. Se dispuso a encender la luz y se detuvo al oír un sonido que le llamó la atención. Se acercó a la ventana, separó las persianas unos centímetros y echó un vistazo al exterior. Ya era de día, aunque el cielo todavía estaba gris y plomizo. No vio a nadie, pero eso no significaba nada. Podría cercarla un ejército sin que ella se enterase.
Encendió la luz y miró en torno a sí, sorprendida. Estaba rodeada de archivadores, un escritorio, un sofisticado sistema telefónico y varios estantes repletos de manuales. En la pared había tableros con notas pegadas. Sobre el escritorio vio varios archivos ordenados, un calendario y los accesorios típicos de un escritorio. Al parecer, Lee también empleaba su casa como lugar de trabajo.
Si se trataba de su despacho, era posible que su expediente estuviera allí. Seguramente Lee todavía tardara varios minutos más. Comenzó a hojear con cuidado los documentos que había en el escritorio. Luego inspeccionó los cajones del escritorio y los archivadores. Por lo visto, Lee era muy organizado y tenía muchos clientes, en su mayoría bufetes y empresas. Supuso que eran abogados de la defensa porque los fiscales ya contaban con sus propios detectives.
De repente sonó el teléfono y Faith se sobresaltó. Temblando, se acercó al escritorio. La unidad base tenía una pantalla de cristal líquido. Obviamente, Lee disponía de un identificador de llamadas porque el número de la persona que telefoneaba apareció en la pantalla. Era de larga distancia, con el prefijo 215. Faith recordó que correspondía a Filadelfia. Sonó la voz de Lee, pidiendo dejaran el mensaje después de la señal. Cuando la persona comenzó a hablar, a Faith se le heló la sangre.
– Dónde está Faith Lockhart? -inquirió la voz de Danny Buchanan.
Danny continuó formulando preguntas en tono afligido: ¿qué había averiguado Lee? Quería respuestas y no estaba dispuesto a esperar. Buchanan dejó un número de teléfono y luego colgó. Faith comenzó a retroceder del escritorio. Se quedó quieta, paralizada por lo que acababa de escuchar. Transcurrió un largo minuto durante el cual los pensamientos de traición se arremolinaron en su cabeza como confeti en un desfile. Luego oyó un sonido a su espalda y se volvió. Dejó escapar un grito corto y agudo y se le cortó la respiración por unos instantes. Lee la observaba fijamente.
Buchanan recorrió el atestado aeropuerto con la vista. Se había arriesgado al llamar a Lee Adams directamente, pero le quedaban pocas alternativas. Mientras inspeccionaba la zona, se preguntó cuáles de aquellas personas serían. ¿La anciana de la esquina con el bolso enorme y el pelo recogido en un moño? Había venido en el mismo vuelo que Buchanan. Un hombre alto de mediana edad había estado recorriendo el pasillo de un lado a otro mientras Buchanan llamaba. También había tomado el avión de National.
Lo cierto es que los agentes de Thornhill podían estar en cualquier lugar. Era como un ataque con gas nervioso; impedía avistar al enemigo. Un sensación de absoluta desesperanza se apoderó de él.
Lo que más había temido era que Thornhill intentara implicar a Faith en su confabulación o que, de repente, considerara que era un lastre. Si bien había apartado a Faith de su lado, jamás la habría abandonado. Por eso había contratado a Adams para que la siguiera. A medida que se aproximaba el final, tenía que asegurarse de que Faith continuase sana y salva.
Había consultado la guía telefónica y se había basado en la lógica más sencilla que se le había ocurrido. Lee Adams era la primera persona que aparecía en la lista de investigadores privados. Buchanan estuvo a punto de reírse por lo que había hecho. Pero, a diferencia de Thornhill, no tenía un ejército a sus órdenes. Suponía que Adams no había informado de sus descubrimientos porque estaba muerto.
Se detuvo por unos instantes. ¿Debía correr hasta el mostrador de venta de billetes, reservar el primer vuelo disponible a cualquier lugar remoto y perderse? Una cosa era soñar despierto y otra muy distinta llevar sus sueños a la práctica. Imaginó qué ocurriría si intentaba huir: el ejército de Thornhill, invisible hasta el momento, se materializaría de repente y caería sobre él desde las sombras, mostrando placas de apariencia oficial a cualquiera que tuviera el valor de intervenir. Entonces llevarían a Buchanan a una habitación silenciosa situada en las entrañas del aeropuerto de Filadelfia.
Allí lo estaría aguardando un tranquilo Robert Thornhill, con su pipa, su traje de tres piezas y su despreocupada arrogancia. Le preguntaría con toda la calma del mundo si quería morir justo en aquel instante, porque en ese caso lo complacería gustoso. Buchanan no podría responder.
Al final, Danny Buchanan hizo lo único que podía hacer. Salió del aeropuerto, entró en el coche que le esperaba y se dispuso a ver a su amigo el senador, para asestarle otra puñalada con sus encantadores modales y sonrisas así como con el dispositivo de escucha que llevaba puesto, de aspecto semejante a la piel y los folículos pilosos y de tecnología tan avanzada que no haría saltar ni el más sofisticado detector de metales. Una furgoneta de vigilancia lo seguiría hasta su destino y grabaría cada una de las palabras que pronunciaran Buchanan y el senador.
Como medida de seguridad, por si alguien quería interferir la transmisión del dispositivo de escucha, en el maletín de Buchanan había una grabadora oculta. Bastaba con hacer girar ligeramente el asa del maletín para accionar el aparato, que tampoco detectarían los sistemas de seguridad del aeropuerto. Thornhill había pensado en todo. «Maldita sea», dijo Buchanan para sí.
Durante el trayecto, se consoló con una fantasía disparatada acerca de un Thornhill suplicante y destrozado, un amplio surtido de serpientes, aceite hirviendo y un machete oxidado.
¡Ojalá algunos sueños se hicieran realidad!
La persona sentada en el aeropuerto presentaba un aspecto cuidado, tendría treinta y tantos años, llevaba un traje negro de corte conservador y trabajaba con un portátil, lo que significaba que era idéntico a los otros miles de hombres en viajes de negocios que lo rodeaban. Se lo veía ocupado y concentrado, e incluso hablaba solo. Quien acertara a pasar por allí creería que estaba preparando un discurso para vender o redactando un informe de marketing. En realidad hablaba en voz baja por el minúsculo micrófono que llevaba en la corbata. Lo que parecían puertos de infrarrojos en la parte posterior del ordenador no eran otra cosa que sensores. Uno de ellos estaba diseñado para captar señales electrónicas. El otro era un lápiz que percibía sonidos, los interpretaba y exhibía las palabras en la pantalla. El primer sensor identificó fácilmente el número de teléfono al que Buchanan acababa de llamar y lo transmitía de forma automática a la pantalla. Puesto que había tantas conversaciones en el aeropuerto, el sensor de voz tenía más problemas, pero había logrado descifrar lo suficiente como para entusiasmar al hombre. Las palabras «Dónde está Faith Lockhart?» brillaban con toda nitidez en la pantalla.