Satisfecha por el momento, Faith cerró la puerta tras de sí. Abrió la caja y observó el contenido por unos instantes. Luego vació todo en el bolso y cerró la caja. El joven la guardó en la cámara y ella salió del banco con la mayor tranquilidad posible.
Ya en el coche, Faith y Lee se dirigieron hacia la interestatal 395, donde tomaron la salida que llevaba al GW Parkway y se dirigieron al sur hacia el aeropuerto nacional Reagan. A pesar de que era la hora punta de la mañana, llegaron a tiempo.
Faith contempló a Lee, quien tenía la mirada perdida, sumido en sus pensamientos.
– Lo has hecho todo muy bien -dijo ella.
– En realidad nos la hemos jugado más de lo que me habría gustado. -Se calló y sacudió la cabeza-. Estoy preocupado por Max, por muy estúpido que suene dadas las circunstancias.
– No suena estúpido.
– Max y yo hemos estado juntos mucho tiempo. Durante años sólo he contado con él.
– No creo que le hayan hecho nada en medio de tanta gente. -Sí, eso es lo que te gustaría creer, ¿no? Pero lo cierto es que si matan personas, un perro no tiene muchas oportunidades.
– Siento que hayas tenido que hacerlo por mí.
Lee enderezó la espalda.
– Bueno, al fin y al cabo, un perro es un perro, Faith. Y tenemos otras cosas de que preocuparnos, ¿no?
Faith asintió.
– Sí.
– Supongo que lo del imán no funcionó del todo. Me habrán identificado en la cinta de vídeo. Aun así han sido muy rápidos. -Negó con la cabeza, con una mezcla de admiración y temor-. Tan rápidos que da miedo.
Faith se desmoralizó; si Lee estaba asustado, ella tenía motivos para estar aterrorizada.
– Las perspectivas no son muy alentadoras, ¿verdad? -dijo.
– Tal vez esté mejor preparado si me cuentas qué está ocurriendo.
Tras presenciar las proezas de Lee, Faith deseaba confiar en él, pero la llamada de Buchanan le resonaba en los oídos, como los disparos de la noche anterior.
– Cuando lleguemos a Carolina del Norte, desembucharemos. Los dos -puntualizó Faith.
Thornhill colgó el auricular y echó un vistazo a su despacho con expresión inquieta. Sus hombres habían encontrado la casa vacía y a uno le había mordido un perro. Alguien había visto a un hombre y a una mujer corriendo por la calle. Aquello era demasiado. Thornhill, un hombre paciente, estaba acostumbrado a trabajar en el mismo proyecto durante varios años, pero a pesar de todo su tolerancia tenía límites. Sus hombres habían escuchado el mensaje que Buchanan había dejado en el contestador automático y se lo habían reenviado a través de su línea telefónica privada.
«Así que has contratado a un investigador privado, Danny -murmuró Thornhill para sí-. Me las pagarás. -Asintió pensativo-. Me las pagarás todas juntas.»
La policía había acudido al apartamento de Lee al activarse la alarma antirrobo, pero cuando los hombres de Thornhill les mostraron sus placas de aspecto oficial, se retiraron rápidamente. Desde un punto de vista legal, la CIA no tenía autoridad para operar en Estados Unidos. Por lo tanto, el equipo de Thornhill llevaba siempre consigo varios modelos de placas y elegía una u otra según la situación.
A los policías se les había ordenado que olvidaran lo que habían visto. Aun así, a Thornhill no le gustaba todo aquello, era demasiado arriesgado. Había demasiadas fisuras que otras personas podrían aprovechar para sacarle ventaja.
Se aproximó a la ventana y observó el exterior. Era un hermoso día de otoño y los colores comenzaban a cambiar. Mientras contemplaba las vistosas hojas de los árboles, preparó la pipa, por desgracia lo único que podía hacer. En la sede de la CIA estaba prohibido fumar. El subdirector disponía de un balcón fuera del despacho, donde Thornhill se sentaba y fumaba, pero no era lo mismo. Durante la guerra fría, en las oficinas de la Agencia había tanto humo que parecían baños turcos. Thornhill estaba convencido de que el tabaco ayudaba a pensar. No era algo muy importante y, sin embargo, simbolizaba todo aquello que había ido mal en la CIA.
Según Thornhill, el declive de la CIA se había acelerado en 1994 con la debacle de Aldrich Ames. Thornhill todavía se estremecía cada vez que pensaba en la detención del ex agente de contraespionaje de la CIA por trabajar para los soviéticos y luego para los rusos. Y, por supuesto, el destino quiso que el FBI destapara el caso. A raíz de aquello, el presidente había dictado la orden de que se nombrara a un agente del FBI empleado permanente de la CIA. Desde entonces, el agente del FBI supervisaba las campañas de contraespionaje de la Agencia y tenía acceso a todos los archivos de la CIA. ¡Un agente del FBI en el edificio de la CIA, metiendo las narices en sus secretos! Para no ser menos que la rama ejecutiva, los idiotas del Congreso habían aprobado una ley que exigía que todas las agencias gubernamentales, incluida la CIA, notificasen al FBI cada vez que hallasen indicios de que cualquier información confidencial se hubiese revelado indebidamente a las potencias extranjeras. El resultado: la CIA corría todos los riesgos y el FBI saboreaba las mieles del éxito. A Thornhill le hervía la sangre. Aquello era una usurpación directa de las funciones de la CIA.
La ira de Thornhill iba en aumento. La CIA ya no tenía derecho a vigilar a las personas o a intervenir los teléfonos. Si sospechaban de alguien, tenían que acudir al FBI y solicitar vigilancia, electrónica o del tipo que fuera. Si necesitaban vigilancia electrónica, entonces el FBI debía obtener la autorización del TVSSE, el Tribunal de Vigilancia de los Servicios Secretos Extranjeros. La CIA ni siquiera podía acudir al TVSSE por su cuenta. Necesitaba el visto bueno del Gran Hermano. Todo parecía favorecer al FBI.
El ánimo de Thornhill se vino abajo al recordar que la CIA no sólo tenía las manos atadas en el ámbito nacional; la Agencia debía obtener la autorización del presidente antes de iniciar cualquier operación encubierta en el extranjero. Había que informar a los comités de supervisión del Congreso de estas operaciones en el momento adecuado. Dado que el mundo del espionaje era cada vez más complicado, la CIA y el FBI se enfrentaban constantemente por asuntos de competencias jurisdiccionales, la utilización de testigos e informantes y cuestiones similares. Aunque se suponía que el FBI era una agencia de ámbito nacional en realidad realizaba muchas operaciones en el extranjero, sobre todo de carácter antiterrorista y antidroga, como la recopilación y análisis de información. Una vez más, aquello caía en territorio de la CIA.
¿Era de extrañar, pues, que Thornhill odiara a sus homólogos federales? Los muy cabrones eran como el cáncer, estaban por todas partes. Y por si fuera poco, un ex agente del FBI dirigía en la actualidad el Centro de Seguridad de la CIA, que llevaba a cabo las comprobaciones internas del historial de los empleados actuales y eventuales. Además, todas las personas contratadas por la CIA tenían que rellenar un formulario anual exhaustivo sobre sus bienes.
Antes de sufrir un ataque por pensar en tan doloroso asunto, Thornhill se esforzó por cavilar sobre otros temas importantes. Era bastante probable que el investigador privado que Buchanan había contratado hubiera estado en la casita la noche anterior y hubiese disparado contra Serov. La herida de bala había causado al ruso daños incurables en los nervios del brazo, y Thornhill había ordenado que lo liquidaran. Un asesino a sueldo incapaz de sostener el arma intentaría ganarse la vida de otra forma, lo que supondría una pequeña amenaza. Era culpa suya, y si había algo que Thornhill exigía a los subordinados, era responsabilidad.
Así pues, meditó, el tal Lee Adams se había entrometido en todo aquello. Thornhill ya había ordenado que se realizara una investigación a fondo del pasado de Lee. En esos días en que todos los archivos estaban informatizados, recibiría el expediente en media hora, incluso antes. Los hombres de Thornhill le habían entregado el informe sobre Faith Lockhart que estaba en el apartamento de Lee. Las notas revelaban que el detective hacía su trabajo de un modo concienzudo y lógico. Eso era a la vez bueno y malo para los propósitos de Thornhill. Adams había logrado eludir a sus hombres, cosa nada fácil. Lo bueno era que, si Adams era sensato, se le podría convencer con una oferta razonable, es decir, una que le permitiera vivir.