Выбрать главу

Desde el punto de vista de Thornhill, la CIA era, sin duda, el chivo expiatorio preferido del Congreso. A los diputados les encantaba parecer duros cuando se enfrentaban a la organización supersecreta. Eso impresionaba mucho al público: GRANJERO CONVERTIDO EN CONGRESISTA LOGRA QUE LOS AGENTES SECRETOS APARTEN LA MIRADA. Thornhill habría podido escribir él mismo los titulares.

Sin embargo, la sesión de hoy resultaba prometedora porque la Agencia había hecho avances importantes en el campo de las relaciones públicas con las conversaciones de paz más recientes sobre Oriente Medio. De hecho, en gran medida gracias al trabajo entre bastidores de Thornhill, la CIA había logrado presentar una imagen general más benévola e íntegra, una imagen que hoy intentaría reafirmar.

Thornhill cerró el maletín y se guardó la pipa en el bolsillo. «Allá voy, dispuesto a mentir a un hatajo de mentirosos. Ambos lo sabemos y ambos saldremos ganando -pensó-. Sólo en América.»

17

– Senador -dijo Buchanan, estrechando la mano del hombre alto de aspecto elegante.

El senador Harvey Milstead, líder probado, poseía una moral irreprochable, agudos instintos políticos y una gran intuición para abordar los problemas. Su imagen pública era la de un auténtico hombre de Estado. No obstante, Milstead era en realidad un mujeriego de armas tomar y un adicto a los analgésicos debido a una dolencia crónica de la espalda; en ocasiones, la medicación lo hacía caer en un estado de incoherencia. Por otro lado, bebía demasiado. Hacía años que no proponía un proyecto de ley importante, aunque en su mejor época había ayudado a aprobar leyes que en la actualidad beneficiaban a todos los estadounidenses. Por aquel entonces, cuando hablaba, empleaba una jerigonza con tal autoridad que nadie se molestaba en descifrarla. Además, la prensa adoraba al tipo encantador de modales refinados, y Milstead ocupaba un cargo muy importante. También alimentaba la maquinaria de los medios de comunicación con un flujo de filtraciones sabrosas efectuadas en el momento adecuado, y lo citaban constantemente. Buchanan sabía que lo querían. ¿Es que acaso podía ser de otra manera?

El Congreso constaba de quinientos treinta y cinco miembros; cien senadores más los representantes de la Cámara. Buchanan calculaba, quizá de forma generosa, que unas tres cuartas partes del total eran hombres y mujeres decentes, trabajadores y comprensivos que creían firmemente en lo que hacían en Washington y para el pueblo. Buchanan los llamaba, en conjunto, los «Creyentes», y procuraba mantenerse alejado de los mismos. Si trataba con ellos, acabaría en la cárcel.

El resto de los dirigentes de Washington era como Harvey Milstead. En su mayoría no eran borrachos, mujeriegos o caricaturas de lo que habían sido en el pasado, pero, por varios motivos, eran manipulables, presas fáciles de los cebos que Buchanan lanzaba por la borda.

Con el tiempo, Buchanan había logrado reclutar dos grupos de este tipo. Nada de republicanos y demócratas. A Buchanan le interesaban los miembros del venerable «Urbanitas» y del grupo que él mismo había bautizado, no del todo en broma, como los «Zombis».

Los Urbanitas conocían el sistema mejor que nadie. De hecho, ellos eran el sistema. Washington era su ciudad, de ahí el apodo. Llevaban más tiempo en la ciudad que Dios. Si se les practicaba un corte, manaba sangre roja, blanca y azul, o eso es lo que les gustaba decir. Buchanan había añadido otro color a la mezcla: el verde.

Por el contrario, los Zombis habían llegado al Congreso sin el menor atisbo de fibra moral o adhesión a una filosofía política. Se habían ganado su puesto gracias a las mejores campañas imaginables. Salían fantásticos en los fragmentos televisados y cuando intervenían en los debates ciñéndose al tiempo que les concedían. Su intelecto y capacidad eran, como mucho, mediocres, y aun así pronunciaban los discursos con el brío y el entusiasmo de un JFK en su mejor oratoria. Cuando los elegían, llegaban a Washington sin la menor idea de lo que debían hacer. Habían alcanzado su único objetivo: ganar la campaña.

A pesar de ello, los Zombis permanecían en el Congreso porque les gustaba el poder y las puertas que les abría el cargo que ocupaban. Además, dado que el coste de las elecciones se había disparado hasta la estratosfera, todavía era posible derrotar a quienes se atrincheraban en el cargo…, del mismo modo que, en teoría, era posible subir al Everest sin oxígeno. Bastaba con contener el aliento durante varios días.

Buchanan y Milstead se sentaron en un cómodo sofá de cuero en el espacioso despacho del senador. Las estanterías estaban repletas de los típicos trofeos de toda una vida dedicada a la política: placas y medallas de reconocimiento, copas de plata, condecoraciones de cristal, cientos de fotografías del senador junto a personas más famosas que él; martillos ceremoniales con inscripciones y palas de bronce en miniatura que simbolizaban triunfos políticos que habían beneficiado a su estado. Mientras Buchanan recorría el despacho con la mirada, pensó que se había pasado la vida acudiendo a lugares como éste, básicamente para pedir.

Todavía era temprano, pero el equipo del senador estaba ocupado en las habitaciones exteriores preparándose para un día ajetreado con los electores de Pensilvania, un día colmado de almuerzos, discursos, apariciones y comidas relámpago, saludos y encuentros, bebidas y fiestas. El senador no volvería a presentarse como candidato, pero nunca estaba de más un buen espectáculo para los de casa.

– Te agradezco que me recibas a pesar de que te haya avisado con tan poca antelación, Harvey.

– Siempre es un placer tratar contigo, Danny.

– Iré al grano. El proyecto de ley de Pickens intenta eliminar mis fondos, junto con otros veinte paquetes de ayuda. No podemos permitir que suceda eso. Los resultados hablan por sí solos. La tasa de mortalidad infantil se ha reducido en un setenta por ciento. ¡Dios mío, las maravillas que han obrado las vacunas y los antibióticos! Se están creando puestos de trabajo y la economía está pasando del gangsterismo a los negocios legales. Las exportaciones han aumentado en un tercio e importan de nosotros un veinte por ciento más. Así que aquí también se crean puestos de trabajo. No podemos permitir que el proyecto se cancele ahora. No sólo sería incorrecto desde el punto de vista moral sino también estúpido por nuestra parte. Si conseguimos que países como éste se recuperen, no tendremos un desequilibrio en la balanza comercial. Pero primero se necesitan fuentes de energía fiables y una población con estudios.

– El ODI está haciendo grandes progresos.

Buchanan conocía bien el ODI, u Organismo para el Desarrollo Internacional. En un principio había sido una entidad independiente, pero ahora respondía ante el secretario de Estado, quien, a su vez, controlaba su más que sustancioso presupuesto. El ODI era el organismo señero de la ayuda externa de Estados Unidos, y buena parte de los fondos circulaban por sus legendarios programas. Cada año, para saber dónde acabaría el presupuesto del ODI había que jugar a las sillitas. Buchanan se había quedado sin silla más de una vez y ya estaba harto. El proceso de concesión era intenso y de lo más competitivo y, a no ser que encajaras en el perfil que el ODI había propuesto para los programas que quería financiar, podía decirse que la suerte no te había sonreído.

– El ODI no puede resolverlo todo. Y mis clientes son un bocado demasiado pequeño para el FMI y el Banco Mundial. Además, ahora sólo oigo lo de «desarrollo sostenible». No dan un solo dólar salvo para proyectos de desarrollo sostenible. Qué diablos, que yo sepa, la comida y la medicina siguen siendo necesarias para vivir. ¿No es motivo suficiente?