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Reynolds levantó la vista bruscamente, inquieta por las palabras que él había elegido y el tono franco con que las había pronunciado.

Fisher le devolvió la mirada y ella se percató de que sus ojos azulados traslucían cierta hostilidad. No obstante, Reynolds sabía que en aquellos momentos no tenía por qué ser su amigo. Estaba allí en calidad de representante de la oficina central.

– ¿Es que acaso quieres decirme algo, Paul?

– Brooke, siempre hemos ido directos al grano. -Hizo una pausa y tamborileó sobre el brazo del sillón, como si quisiera comunicarse con ella en código morse-. Sé que Massey te concedió cierto margen de acción anoche, pero todos están muy preocupados por ti. Debes saberlo.

– Sé que en vista de los sucesos recientes…

– Estaban preocupados antes de que ocurriera esto. Los sucesos recientes no han hecho más que aumentar el nivel de preocupación, por así decirlo.

– ¿Quieren que lo deje? Dios mío, podría implicar a personas cuyos nombres han bautizado varios edificios gubernamentales.

– Es una cuestión de pruebas. Sin Lockhart, ¿qué es lo que tienes?

– Está ahí, Paul.

– Aparte del de Buchanan, ¿qué otros nombres te ha facilitado? -preguntó Fisher.

Reynolds pareció ponerse nerviosa por un momento. El problema era que Lockhart no les había revelado ningún nombre. Todavía. Había sido demasiado lista para caer en la trampa. Se lo guardaba para cuándo el trato estuviese cerrado.

– Hasta la fecha, nada específico. Pero lo conseguiremos. Buchanan no trataba precisamente con los miembros de la junta escolar local. Y Lockhart nos contó parte de su plan. Trabajan para él y, cuando dejan su cargo, les ofrece trabajos sin funciones reales, indemnizaciones exorbitantes y otros beneficios extra. Es sencillo. Sencillamente brillante. No creo que Lockhart se haya inventado todos esos detalles.

– No discuto su credibilidad. Pero, insisto, ¿tienes pruebas que respalden tus argumentos? ¿Ahora mismo?

– Estamos haciendo cuanto está en nuestra mano para encontrarlas. Iba a pedirle que se pusiera un micrófono justo cuando ocurrió todo esto, pero ya sabes que no hay que forzar estas cosas. Si hubiera presionado demasiado, o perdido su confianza, nos habríamos quedado sin nada.

– ¿Quieres que te exponga mi frío análisis? -Fisher interpretó su silencio como un asentimiento-. Sabes de un montón de personas sin nombre pero muy poderosas, muchas de las cuales tienen el futuro resuelto o en la actualidad ocupan un alto cargo en la empresa privada tras su carrera política. ¿Qué tiene de raro? Es de lo más normal. Contestan el teléfono, almuerzan, cuchichean, se cobran los favores políticos que les deben. Esto es América. ¿Adónde nos lleva todo esto?

– No se trata sólo de eso, Paul. Hay mucho más.

– ¿Acaso sabrías seguir el rastro de las actividades ilegales, descubrir cómo han manipulado la legislación?

– No exactamente.

– «No exactamente» es lo más acertado. Es como intentar demostrar una negación.

Reynolds sabía que Fisher estaba en lo cierto. ¿Cómo se demuestra que alguien no ha hecho algo? Muchos de los medios que los hombres de Buchanan habrían empleado en beneficio propio probablemente fueran iguales a los que cualquier político utilizaba de forma legítima. Lo importante era la motivación; por qué alguien hacía algo, no cómo lo hacía. El «por qué» era ilegal, si bien el «cómo» no. Era como cuando un jugador de baloncesto no se esfuerza al máximo porque le han untado la mano.

– ¿Dirige Buchanan esas empresas desconocidas donde esos ex políticos desconocidos obtienen trabajo? ¿Quizá es accionista? ¿Aportó él el capital? ¿Tiene algún negocio con cualquiera de ellas?

– Hablas como un abogado defensor -comentó Reynolds, exaltada.

– Ésa es precisamente mi intención. Porque ése es el tipo de preguntas que tendrás que responder.

– No hemos descubierto pruebas que incriminen a Buchanan de forma directa.

– Entonces, ¿en qué basas tus conclusiones? ¿Qué pruebas tienes de que existe alguna conexión?

Reynolds comenzó a hablar pero se calló. Se ruborizó e, inquieta, partió por la mitad el lápiz que tenía entre los dedos.

– Deja que yo mismo responda -dijo Fisher-: Faith Lockhart, la testigo desaparecida.

– La encontraremos, Paul. Y entonces proseguiremos.

– ¿Y si no la encuentras?

– Buscaremos una alternativa.

– ¿Serías capaz de determinar las identidades de los funcionarios sobornados por separado?

Reynolds ansiaba responder que sí, pero no podía. Buchanan pertenecía al mundillo de Washington desde hacía décadas. Con seguridad había hecho tratos con todos los políticos y burócratas de la ciudad. Sin Lockhart, le sería del todo imposible acotar la lista.

– Todo es posible -contestó animosamente.

Fisher sacudió la cabeza.

– En realidad no, Brooke.

Reynolds estalló.

– Buchanan y sus compinches han infringido la ley. ¿Es que eso no cuenta?

– En un tribunal de justicia no, si no tienes pruebas -espetó Fisher.

Reynolds golpeó el escritorio con el puño.

– Me niego en redondo a creérmelo. Además, las pruebas están a nuestro alcance; sólo tenemos que seguir investigando.

– Ése es el problema. Sería muy distinto si pudieses hacerlo en el más completo de los secretos. Pero una investigación de esta magnitud, con objetivos tan importantes, nunca permanece del todo en secreto. Y ahora, para colmo, debemos realizar una investigación por homicidio.

– Es decir, que habrá filtraciones -dijo Reynolds, preguntándose si Fisher sospechaba que esas filtraciones tal vez ya se hubiesen producido.

– Es decir, que cuando persigues a personas importantes, más vale que estés segura de lo que haces antes de que se produzca alguna filtración. No puedes ir a por personas así a no ser que estés lista para el ataque. Justo ahora, tienes la pistola vacía y no sé muy bien dónde podrás volver a cargarla. Las normas del FBI son bien claras al respecto, no puedes investigar a los funcionarios públicos basándote en rumores e insinuaciones.

Cuando hubo acabado, Reynolds lo miró con frialdad.

– De acuerdo, Paul, ¿te importaría decirme exactamente qué es lo que quieres que haga?

– La Unidad de Crímenes Violentos te mantendrá informada de su investigación. Tienes que encontrar a Lockhart. Puesto que los dos casos están inextricablemente relacionados, sugiero que cooperéis.

– No puedo contarles nada sobre nuestra investigación.

– No te lo estoy pidiendo. Colabora con ellos para resolver el caso de Newman. Y encuentra a Lockhart.

– ¿Qué más? ¿Y sino la encontramos? ¿Qué ocurre con mi investigación?

– No lo sé, Brooke. Ahora mismo no resulta nada fácil leer el futuro en las hojas de té.

Reynolds se puso de pie y miró por la ventana. Las nubes densas y oscuras habían convertido el día en noche. Veía su reflejo y el de Fisher en el cristal de la ventana. Él no apartaba la vista de ella, y Reynolds dudaba que en esos momentos le interesaran su trasero y sus piernas largas o la falda negra hasta la rodilla con las medias a juego que llevaba.

Entonces percibió un sonido que no solía notar: el «ruido blanco». En los complejos gubernamentales que manejaban información confidencial las ventanas eran vías potenciales de escape de información valiosa, concretamente de información oral. Para combatir estas filtraciones, se instalaban altavoces en las ventanas para filtrar el sonido de las voces de modo que desde el exterior no se pudiera escuchar nada, ni siquiera con el equipo de vigilancia más moderno. A tal efecto, los altavoces emitían un sonido similar al de una pequeña catarata, de ahí que lo llamasen «ruido blanco». Reynolds, al igual que la mayoría de los empleados de esos edificios, había eliminado mentalmente los ruidos de fondo; era algo que ya formaba parte de su vida. Ahora lo había captado con una claridad sorprendente. ¿Se trataba de un señal para que también se percatara de otras cosas? ¿Cosas, personas a las que veía cada día y en las que no volvía a pensar, creyendo que eran lo que decían ser? Se volvió hacia Fisher.