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Si se sospechaba que se había producido una filtración o alguna infracción de las normas de seguridad, era probable que la Oficina de Responsabilidad Profesional llevase a cabo una investigación y que el empleado sospechoso tuviera que someterse al detector de mentiras. Asimismo, el FBI siempre estaba ojo avizor por si un miembro del personal tenía demasiados problemas profesionales o personales que pudiesen impulsarlo a aceptar sobornos o caer en el tráfico de influencias.

Reynolds sabía que a Connie las cosas le iban bien desde un punto de vista económico. Su esposa había muerto hacía varios años tras una enfermedad prolongada que había mermado sus recursos, pero vivía en una buena casa que valía mucho más de lo que había pagado por ella. Sus hijos ya habían terminado sus estudios universitarios y su pensión ya estaba asegurada. En otras palabras, disfrutaría de una jubilación más que decente.

Por otro lado, Reynolds no ignoraba que tanto su vida personal como su economía atravesaban un mal momento. ¿Fondos para que sus hijos fueran a la universidad? Tendría suerte si lograba costear las clases particulares para el primer curso. Dentro de bien poco ni siquiera tendría casa propia. El acuerdo de divorcio exigía que la vendiera. Estaba pensando en mudarse a un piso del mismo tamaño que el que había alquilado después de licenciarse. Para una persona resultaba acogedor, pero un adulto y dos niños llenos de energía estarían muy estrechos allí.

¿Podría seguir pagando a la niñera? ¿Acaso le quedaba otra opción, teniendo en cuenta todo lo que trabajaba? No podía dejar a los niños solos por la noche.

En cualquier trabajo, estaría en la lista de las diez personas con más posibilidades de ser despedidas. Pero en el FBI, el número de divorcios era tan elevado que el suyo pasaría inadvertido para el radar del organismo. Trabajar en el FBI no solía ser compatible con disfrutar de una vida personal feliz.

Parpadeó al percatarse de que Connie todavía la miraba. ¿Sospechaba que ella era la autora de la filtración, o la causante de la muerte de Ken?

Era consciente de que las circunstancias no la favorecían. Habían matado a Newman la misma noche que le había pedido que la sustituyera para acompañar a Lockhart. Sabía que Paul Fisher había estado dando vueltas al asunto y con toda seguridad Connie lo estaba pensando en esos momentos.

Reynolds se serenó.

– Exista o no la filtración, ahora mismo no podemos hacer nada al respecto -aseveró-. Concentrémonos en lo que sí podemos hacer.

– Bien. ¿Cuál es el siguiente paso?

– Agotar las líneas de investigación. Encontrar a Lockhart. Esperemos que use una tarjeta de crédito para comprar los billetes de avión o tren. Si lo hace, es nuestra. También debemos encontrar al tirador. Seguir de cerca a Buchanan. Descifrar la cinta de vídeo y averiguar quién estaba en la casa. Quiero que actúes de enlace con la UCV. Tenemos un montón de cabos sueltos, ¡si tan sólo pudiésemos atar uno o dos!

– ¿Acaso no es lo que nos ocurre siempre?

– Nos encontramos en un verdadero aprieto, Connie. Connie asintió pensativo.

– He oído que Fisher pasó por aquí. Supongo que vendría a verte. -Reynolds no replicó, por lo que Connie prosiguió-: Hace trece años dirigí una operación antidroga secreta junto con la DEA en Brownsville, Tejas. -Guardó silencio por unos instantes, como dudando si debía continuar o no-. Nuestro objetivo oficial era detener el tráfico de cocaína de la frontera mexicana. Nuestro objetivo extraoficial era llevar a cabo la misión sin hacer quedar mal al Gobierno mexicano. Por ese motivo, teníamos líneas de comunicación abiertas con nuestros homólogos de Ciudad de México. Quizá demasiado abiertas, porque al sur de la frontera reinaba una corrupción ilimitada a todos los niveles. Pero se hizo así para que las autoridades mexicanas compartieran la gloria después de que nosotros hiciéramos todo el trabajo y atrapáramos a los narcotraficantes que dirigían el cártel. Tras dos años de investigación, se planeó una gran redada. Sin embargo, se filtró información y mis hombres sufrieron una emboscada; dos de ellos murieron.

– Oh, Dios mío. Había oído hablar del caso, pero no sabía que hubieras participado.

– Probablemente todavía te estaban saliendo los dientes en Quantico.

Reynolds no sabía si era una pulla velada o no, pero decidió no replicar.

– En fin -prosiguió Connie-, cuando todo acabó, vino a verme uno de los jóvenes arribistas de la oficina central que no sabía ni sostener la pistola y, cortésmente, me comunicó que si no hacía las cosas bien, estaba acabado. Pero había una condición. Si descubría que nuestros amigos mexicanos nos traicionaban, no podría alegarlo como excusa. Relaciones internacionales, me dijo. Tendría que sacrificarme por el bien del mundo. -Le tembló la voz al pronunciar las últimas palabras.

Reynolds se percató de que estaba conteniendo el aliento. Connie no solía hablar tanto. En un diccionario, el retrato de Connie aparecería junto a la definición de «taciturno».

Connie bebió café y se secó los labios con el dorso de la mano.

– Bueno, ¿sabes qué pasó? Descubrí que la filtración procedía de los altos mandos del departamento de policía mexicano, así que marqué la frente de esos cabrones con una enorme equis y me largué. Si mis superiores no querían hacer nada al respecto, bien. Pero, maldita sea, yo no estaba dispuesto a tragarme la mierda de otros. -Miró a Reynolds de hito en hito-. «Relaciones internacionales» -añadió, esbozando una sonrisa amarga. Apoyó los codos en el escritorio.

Reynolds se preguntó si se trataba de una especie de reto.

¿Acaso quería marcarle la frente con una equis o la desafiaba a marcarle la suya?

– Desde entonces, ése ha sido mi lema -dijo Connie.

– ¿Cuál?

– A la mierda las «relaciones internacionales».

21

Agentes del FBI y de la CIA iban y venían por la terminal del aeropuerto, sin que el primer grupo estuviera al tanto de la presencia del segundo. Los hombres de Thornhill, además, sabían que lo más probable era que Lee Adams viajara con Faith Lockhart. Los agentes del FBI sólo buscaban a la mujer.

Lee, sin saberlo, pasó ante una pareja de agentes del FBI vestidos de empresarios con maletines y ejemplares del Wall Street Journal. Los agentes tampoco lo reconocieron a él. Poco antes, Faith había pasado junto a ellos.

Lee aflojó el paso al acercarse al principal mostrador de venta de billetes. Faith hablaba con una empleada. Todo parecía ir bien. De repente, se sintió culpable por no haber confiado en ella. Se retiró a un rincón y esperó.

En el mostrador, Faith enseñó su nueva documentación y compró tres billetes, dos de ellos a nombre de Suzanne Blake y Charles Wright. La empleada apenas miró la foto. Faith dio gracias a Dios, aunque supuso que casi nadie se parecía a la foto del carné de identidad. El vuelo para Norfolk salía al cabo de cuarenta y cinco minutos. El tercer billete estaba a nombre de Faith Lockhart. Era un vuelo con destino a San Francisco que hacía escala en Chicago. Faltaban cuarenta minutos para que saliera. Lo había visto en los monitores. La costa Oeste, una ciudad enorme. Allí podría perderse, conducir por el litoral e incluso escapar a México. No sabía cómo lo haría, pero cada cosa a su tiempo.

Faith explicó que el billete para San Francisco era para su superiora, que llegaría de un momento a otro.

– Tendrá que darse prisa -le advirtió la empleada-. Todavía tiene que facturar y los pasajeros embarcarán dentro de diez minutos.

– No se preocupe -dijo Faith-. No lleva equipaje, así que puede ir directamente a la puerta de embarque.