– Todas las piezas son «mi parte». Leo los periódicos. Me dijiste que Faith había acudido al FBI. Un agente del FBI muere mientras trabajaba en un caso no revelado. Faith desaparece al mismo tiempo. Tienes razón, contraté a Lee Adams para que averiguase qué estaba ocurriendo. No he tenido noticias de él. ¿También lo has mandado matar?
– Soy un funcionario público. Yo no mando matar a la gente -repuso Thornhill.
– El FBI se puso en contacto con Faith y tú no podías permitirlo porque todo tu plan se iría al garete si descubriesen la verdad. ¿Pensabas en serio que me creería que me dejarías marchar con una palmadita en la espalda por un trabajo bien hecho? Si fuera tonto de remate no habría sobrevivido tanto tiempo en este mundillo.
Thornhill dejó la pipa a un lado.
– Supervivencia, un concepto interesante. Tú te consideras un superviviente y aun así vienes a mí y me lanzas todas esas acusaciones infundadas…
Buchanan se inclinó hacia adelante y se encaró con Thornhill.
– He olvidado más sobre el tema de la supervivencia de lo que tú has sabido jamás. No tengo legiones de personas armadas por ahí que obedezcan mis órdenes mientras yo estoy cómodamente sentado tras los muros de Langley analizando el campo de batalla como una partida de ajedrez. En cuanto entraste en mi vida, tomé medidas que acabarán contigo si me ocurre algo. ¿Te has planteado alguna vez la posibilidad de que alguien sea la mitad de ágil que tú? ¿O es que todos tus éxitos se te han subido de verdad a la cabeza?
Thornhill se limitó a mirarlo, así que Buchanan siguió hablando.
– Ahora bien, me considero una especie de socio tuyo, por odiosa que me parezca la idea. Y quiero saber si mataste al agente del FBI porque quiero saber exactamente qué tengo que hacer para salir de esta pesadilla. Asimismo, deseo saber si mataste a Faith y a Adams. Y si no me lo dices, en cuanto salga de este coche, mi siguiente parada será el FBI. Y si te consideras tan invencible como para intentar matarme en las narices de los agentes federales, adelante. Pero, si muero, tú también te hundirás. -Buchanan se recostó en el asiento y se permitió una sonrisa-. Conoces el cuento de la rana y el escorpión, ¿no? El escorpión tiene que cruzar una charca y le asegura a la rana que no le clavará el aguijón si lo ayuda a cruzar. Y la rana sabe que si el escorpión le pica, éste se ahogará, así que accede a transportalo. A medio camino, el escorpión, contra todo pronóstico, clava el aguijón a la rana. Mientras agoniza, la rana exclama: «¿Por qué lo has hecho? Tú también morirás.» Y el escorpión se limita a contestar: Es propio de mi naturaleza.» -Buchanan agitó la mano a modo de saludo-. Hola, señor rana.
Los dos hombres se sostuvieron la mirada durante el siguiente kilómetro y medio, hasta que Thornhill rompió el silencio.
– Había que eliminar a Lockhart. El agente del FBI estaba con ella, así que también tenía que morir.
– ¿Y Faith se salvó?
– Con la ayuda de tu investigador privado. De no ser por tu metedura de pata, esta situación nunca se habría producido.
– No se me había ocurrido que te propusieses matar a alguien. ¿Entonces no tienes idea de dónde está? -preguntó Buchanan.
– Es cuestión de tiempo. Tengo muchas redes echadas. Y mientras hay vida, hay esperanza.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Quiero decir que he terminado de hablar contigo.
Los siguientes quince minutos transcurrieron en completo silencio. El coche entró en el aparcamiento subterráneo del edificio de Buchanan. Un sedán gris esperaba en el nivel inferior, con el motor en marcha. Antes de apearse, Thornhill sujetó a Buchanan por el brazo.
– Dices tener la capacidad de destruirme si te ocurre algo. Bueno, ahora escucha mi parte. Si tu colega y su nuevo «amigo» desbaratan todo aquello por lo que he trabajado, todos vosotros seréis eliminados. En el acto. -Le soltó el brazo-. Para que nos entendamos, señor escorpión -añadió Thornhill con desdén.
Un minuto después, el sedán gris salía del aparcamiento. Thornhill ya estaba al teléfono.
– No hay que perder a Buchanan de vista ni un segundo. -Colgó y empezó a pensar en cómo enfrentarse a esa nueva situación.
– Éste es el último lugar-señaló Connie cuando llegaron a la tienda de motocicletas en el sedán.
Salieron del coche y Reynolds miró en torno a sí.
– ¿Su hermano pequeño?
Connie asintió mientras comprobaban la lista.
– Scott Adams. Es el encargado.
– Bueno, esperemos que resulte de más ayuda que los demás.
Habían hablado con todos los parientes de Lee en la zona. Nadie había tenido noticias de él durante la última semana. 0 por lo menos eso habían dicho. Scott Adams quizá fuera su última posibilidad. Sin embargo, cuando entraron en la tienda, les comunicaron que había salido de la ciudad para asistir a la boda de un amigo y que no regresaría hasta un par de días después.
Connie entregó su tarjeta al joven del mostrador.
– Dile que me llame en cuanto llegue.
Rick, el vendedor que había estado coqueteando con Faith sin disimulo, examinó la tarjeta.
– ¿Esto tiene que ver con su hermano?
Connie y Reynolds lo observaron.
– ¿Conoces a Lee Adams? -inquirió Reynolds.
– No puedo decir que lo conozca. No sabe cómo me llamo ni nada. Pero ha venido aquí varias veces. La última fue hace un par de días.
Los dos agentes repasaron a Rick con la vista, calibrando su credibilidad.
– ¿ Iba solo? -preguntó Reynolds.
– No. Iba con una tía.
Reynolds extrajo una foto de Lockhart y se la enseñó.
– Imagínatela con el pelo más corto y negro, en vez de caoba. Rick asintió sin quitar ojo a la fotografía.
– Sí, es ella. Y Lee también tenía el pelo distinto. Corto y rubio. Y también llevaba barba y bigote. Me fijo mucho en esas cosas. Reynolds y Connie se miraron el uno al otro, intentando disimular la emoción con todas sus fuerzas.
– ¿Tienes idea de adónde pueden haber ido? -preguntó Connie.
– Es posible. Pero sí sé por qué vinieron aquí.
– ¿Ah, sí? ¿Por qué?
– Necesitaban transporte. Se llevaron una moto. Una de las Gold Wing grandes.
– ¿Una Gold Wing? -repitió Reynolds.
– Si. -Rick rebuscó entre una pila de folletos en color que había sobre el mostrador y dio vuelta a uno para que Reynolds lo viera.
– Esta de aquí. La Honda Gold Wing SE. Para recorrer largas distancias, es la mejor. De verdad.
– Y dices que Adams se llevó una. ¿Sabes el color y el número de matrícula?
– Puedo consultar la matrícula. El color es el mismo que el del folleto. Era de muestra, pero Scotty dejó que se la llevara.
– Has dicho que tal vez supieras adónde habían ido -intervino Reynolds.
– ¿Qué quieren de Lee?
– Queremos hablar con él. Y con la mujer que lo acompaña -respondió ella amablemente.
– ¿Han hecho algo malo?
– No lo sabremos hasta que hablemos con ellos -contestó Connie. Dio un paso hacia adelante-. Se trata de una investigación del FBI. ¿Eres amigo de ellos o algo así?
Rick empalideció.
– No, qué va, esa tía es un mal rollo. Tiene un genio de mil demonios. Mientras Lee estaba dentro, salí al aparcamiento de las motos e intenté atenderla, con toda profesionalidad, y casi se me echa encima. Y Lee es parecido. Cuando salió, se puso bravucón conmigo. De hecho, estuve a punto de darle una buena paliza.
Mientras Connie observaba al larguirucho de Rick, recordó la cinta de vídeo en la que había visto a un Lee Adams con un físico imponente.
– ¿Darle una buena paliza? ¿Seguro?
– Me aventaja en peso, pero es un viejo. Y yo practico tackwondo -Rick se puso a la defensiva.