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– Me anima que disfrutes tanto con esto. Tal vez sea mucho más divertido que lo de la bahía de Cochinos.

– Eso ocurrió antes de que yo llegara.

– Bueno, estoy seguro de que has dejado tu impronta de otras formas.

Thornhill se enfureció por unos instantes y acto seguido recobró la calma.

– Serías un buen jugador de póquer, Danny. Pero no olvides que el farol que uno se marca cuando no se tiene nada sigue siendo un farol. -Thornhill se puso la gabardina-. No te molestes en acompañarme a la salida. Conozco el camino.

Instantes después, Thornhill ya se había marchado. Era como si hubiera aparecido y desaparecido por arte de magia. Buchanan se reclinó en el asiento y exhaló un suspiro. Le temblaban las manos y las apretó con fuerza contra el escritorio hasta que se le estabilizó el pulso.

Thornhill había irrumpido en su vida como un torpedo. Buchanan se había convertido en un lacayo, espiaba a quienes había sobornado durante años con su propio dinero y les sonsacaba información que este ogro utilizaría para chantajearlos. Y a Buchanan le resultaba imposible impedírselo.

Irónicamente, la disminución de sus bienes materiales y el hecho de trabajar para otro lo habían devuelto al lugar de donde había venido. Había crecido en la insigne Philadelphia Main Line. Había vivido en una de las mejores fincas de la zona. Los muros de piedra, como gruesas pinceladas grises de pintura, perfilaban las grandes extensiones de césped perfectamente recortado, sobre las que se elevaba una casa de mil metros cuadrados con porche y un garaje no adosado para cuatro coches con un apartamento encima. La mansión poseía más habitaciones que una residencia de estudiantes y baños lujosos con azulejos caros y capas de oro en objetos tan corrientes como los grifos.

Era el mundo de los aristócratas estadounidenses, donde la vida regalada coexistía con expectativas abrumadoras. Buchanan había contemplado este complejo universo desde una perspectiva única, aunque no fuera uno de sus componentes más afortunados. Su familia estaba integrada por los chóferes, criadas, jardineros, chicos para todo, niñeras y cocineras de estos aristócratas. Tras sobrevivir a los inviernos de la frontera canadiense, los Buchanan habían emigrado al sur en masa, a un clima más agradable con un trabajo menos exigente que el del hacha y la pala, la barca y el anzuelo. En el norte habían tenido que cazar para comer y cortar leña para calentarse y, aun así, se habían visto obligados a presenciar, presas de la impotencia, la muerte de los suyos a manos de la naturaleza, proceso que había fortalecido a los supervivientes y a sus descendientes. Y quizá Danny Buchanan fuera el más fuerte de todos.

El joven Danny Buchanan había regado el césped y limpiado la piscina, barrido y pintado la pista de tenis, recogido flores y verdura y jugado, guardando siempre las formas, con los niños. Durante la adolescencia, Buchanan se había codeado con la generación más joven de los ricos mimados y con ellos había fumado, bebido y explorado su sexualidad en la profundidad de sus jardines. Incluso había portado un féretro y derramado lágrimas sinceras mientras llevaba a hombros a dos de los jóvenes ricos que habían echado a perder sus vidas privilegiadas al mezclar demasiado alcohol con un coche de carreras y conducir demasiado deprisa con los sentidos embotados. Cuando se vive con tanta rapidez, no es raro morir joven. Ahora mismo, Buchanan intuía que su fin no estaba demasiado lejos.

Desde entonces, nunca se sintió cómodo en ninguno de los dos grupos, el de los ricos o el de los pobres. Por mucho que su cuenta bancaria aumentara, nunca pertenecería a la clase acomodada. Había jugado con los herederos ricos, pero a la hora del almuerzo ellos se iban al comedor oficial y él se dirigía a la cocina para compartir la mesa con los otros criados. Los aristócratas jóvenes habían estudiado en Harvard, Yale y Princeton; Buchanan había tenido que conformarse con las clases nocturnas en una institución de la que sus superiores se burlaban abiertamente.

En la actualidad, se sentía ajeno a su propia familia. Enviaba dinero a sus parientes, pero éstos se lo devolvían. Cuando los visitó, no tenían nada que contarle. No comprendían ni les interesaba lo que hacía. Sin embargo, le dieron a entender que creían que su ocupación no era honesta; Buchanan lo notó en sus rostros demacrados, en las palabras que farfullaban. Washington guardaba tan poca relación con ellos y sus valores como el infierno. Buchanan mentía para ganar enormes sumas de dinero. Habrían preferido que siguiera sus pasos y llevase una vida de trabajador honrado. Al elevarse por encima de ellos, había caído muy por debajo de lo que representaban: justicia, integridad, carácter.

El camino que había elegido durante los últimos diez años no había hecho más que acrecentar su aislamiento. Apenas tenía amigos. No obstante, millones de desconocidos en todo el mundo dependían de él para algo tan básico como la subsistencia. Él mismo reconocía que se trataba de una existencia bastante peculiar.

Y ahora, con la aparición de Thornhill, a Buchanan empezaban a fallarle los pies y estaba más cerca que nunca del abismo. Ya no podía confiar en su indiscutible alma gemela, Faith Lockhart. Ella no sabía nada sobre Thornhill ni sabría jamás nada del hombre de la CIA; eso bastaría para mantenerla a salvo. Buchanan había sacrificado su último contacto humano real y ahora estaba solo de verdad.

Se aproximó a la ventana del despacho y observó los majestuosos edificios conocidos en todo el mundo. Algunos argüían que las hermosas fachadas eran sólo eso: como la mano del mago, su función consistía en distraer la mirada de los asuntos realmente importantes de la ciudad, que solían negociarse para beneficiar a una minoría selecta.

Buchanan había aprendido que el poder efectivo y a largo plazo derivaba, básicamente, de la moderada fuerza de gobierno de la minoría sobre la mayoría ya que gran parte de la población no tenía vocación política. Para que la minoría gobernara a la mayoría hacía falta un equilibrio delicado, tacto y cortesía, y Buchanan sabía que el mejor ejemplo histórico se encontraba allí.

Cerró los ojos, la oscuridad lo envolvió y le insufló la energía necesaria para la lucha del día siguiente. Sin embargo, la noche sería larga ya que, de hecho, su vida se había convertido en un largo túnel que no conducía a ninguna parte. Si por lo menos pudiera asegurarse de que Thornhill cayera también, entonces todos los esfuerzos habrían valido la pena. Todo cuanto Buchanan necesitaba era una pequeña grieta en la oscuridad. ¡Ojalá fuera posible!

4

El coche se desplazaba por la autopista justo a la velocidad máxima permitida. El hombre conducía y la mujer iba sentada a su lado. Estaban tensos, como si cada uno esperara que en cualquier momento el otro lo atacara.

Mientras un avión, con el tren de aterrizaje preparado, rugía sobre ellos como un halcón en su descenso hacia el aeropuerto de Dulles, Faith Lockhart cerró los ojos y, por unos instantes, se imaginó que estaba en el avión y que, en vez de aterrizar, se disponía a emprender un viaje a un destino lejano. Mientras abría los ojos lentamente, el coche tomó una salida de la autopista y dejaron tras de sí el desasosegante resplandor de las luces de sodio. Al poco, pasaron junto a varias hileras irregulares de árboles que bordeaban la carretera de cunetas amplias, hondas y cubiertas de hierba; la única luz que veían, aparte de la del coche, era el apagado centelleo de las estrellas.

– No entiendo por qué la agente Reynolds no ha podido venir esta noche -dijo Faith.

– La respuesta es bien sencilla: se ocupa de otras investigaciones aparte de la tuya, Faith -replicó el agente especial Ken Newman-. Pero yo no soy lo que se dice un desconocido, ¿no? Sólo vamos a hablar, como las otras veces. Finge que soy Brooke Reynolds. Estamos en el mismo equipo.