Lee había visto que la pistola se caía durante la pelea así que se apartó del hombre a patadas y se levantó con el agua hasta los tobillos. El tipo también se irguió pero con menos agilidad. Lee estaba en guardia. Su contrincante sabía kárate; Lee lo había advertido por el barrido que había ejecutado en lo alto de las escaleras y, en aquel mismo instante, por la postura defensiva que el hombre había adoptado: aovillado, sin ángulos desprotegidos ni zonas sensibles expuestas a los golpes. Lee, cuya mente funcionaba más rápido que su pensamiento consciente, calculó que era diez centímetros más alto y que pesaba por lo menos veinte kilos más que su adversario, pero que si éste le alcanzaba la cabeza con una patada letal, no tendría posibilidad de defenderse. Y entonces Faith, Buchanan y él morirían. No obstante, si no reducía al hombre en cuestión de segundos, Faith y Buchanan morirían de todos modos.
El hombre hizo ademán de atizarle un demoledor puntapié lateral en el torso. Sin embargo, tuvo que chapotear un poco en el agua para alzar la pierna, dándole a Lee el tiempo adicional que necesitaba. El detective tenía que acercarse, agarrarlo por donde pudiera y evitar que aquel imitador de Chuck Norris pusiera en práctica sus conocimientos de artes marciales. Lee era boxeador; en el combate a distancia corta, donde las piernas no podían causar mucho daño, resultaba totalmente arrollador. Se apuntaló sobre el terreno y detuvo la patada directa a las costillas con el cuerpo pero consiguió agarrar la pierna con el brazo que le sangraba y apresarla contra su costado. Con la mano que le quedaba libre, le atizó un golpe en la rodilla que le rompió los cartílagos y la dobló hacia atrás formando un ángulo más bien impropio de las rodillas. El hombre profirió un grito. Acto seguido, Lee le asestó un puñetazo directo en plena cara y sintió que la nariz de su contrincante se aplastaba a consecuencia del impacto. Por último, en un ramalazo de movimiento propio de una coreografía, Lee soltó la pierna, se agachó y se irguió como un bólido desde esa postura con un gancho de izquierda en el que aplicó sus casi cien kilos de peso multiplicados por cualquiera que fuese el factor que la ira añadía a cualquier pelea. Cuando su puño golpeó el hueso facial, que rápidamente cedió bajo el terrible impacto, Lee supo que había vencido. Nadie que no fuera un peso pesado poseía una mandíbula tan dura.
El hombre cayó como si le hubieran pegado un tiro en la cabeza. Rápidamente, Lee lo tendió boca abajo y le sumergió la cabeza en el agua. En realidad no tenía tiempo de ahogar al tipo, por lo que le descargó un codazo en la nuca con todas sus fuerzas. El sonido resultante era inconfundible, aunque estuvieran dentro del agua, como si Dios quisiera que Lee tomara plena conciencia de lo que había hecho y no deseara que lo olvidara.
El cuerpo se relajó y Lee se incorporó junto al hombre muerto. Se había visto implicado en numerosas peleas, tanto dentro como fuera del cuadrilátero, pero nunca había matado a nadie. Cuando miró el cadáver se dio cuenta de que no era algo de lo que enorgullecerse. Lo único que agradecía era que el muerto no fuera él.
Con el estómago revuelto y atormentado de pronto por el dolor punzante de la herida del brazo, dirigió la vista hacia las escaleras que conducían a las casas de la playa. Sólo le quedaban otras dos bestias por combatir para dar por cumplida su misión. Además, estaba claro que no se trataba de los federales. Los agentes del FBI no se dedicaban a ir por ahí intentando matar a la gente con navajas ultramodernas y patadas de kárate; lo normal era que mostraran la placa y el arma y te ordenaran que te detuvieras inmediatamente; y lo más inteligente era obedecer.
No, éstos eran los otros. Los asesinos de la CIA, que actuaban como robots. Corrió escaleras arriba, encontró su pistola y se dirigió con la máxima celeridad posible a la casa de la playa, rezando con cada exhalación para que no fuera demasiado tarde.
Faith se había enfundado unos vaqueros y una sudadera y estaba sentada en la cama mirándose los pies descalzos. El sonido de la motocicleta se había apagado como engullido por un enorme vacío. Echó un vistazo a la habitación y le pareció que Lee Adams nunca había estado allí, que jamás había existido. Había dedicado mucho tiempo y esfuerzo al intentar librarse de él y, ahora que se había marchado, sentía que toda su alma se veía arrastrada al vacío que Lee había dejado tras de sí.
Al principio creyó que el ruido que oía en la casa silenciosa se debía a los movimientos de Buchanan. Luego pensó que quizá Lee hubiera regresado. De hecho, le había parecido oír la puerta trasera.
Cuando se levantó de la cama se le ocurrió de repente que no podía tratarse de Lee porque no había oído la motocicleta entrar en el garaje; una vez que la asaltó la idea, el corazón empezó a latirle de forma descontrolada.
¿Había cerrado la puerta con llave? No se acordaba. Sabía que no había activado la alarma. ¿Acaso Danny estaba dando vueltas por la casa? Por algún motivo, Faith tenía la certeza de que no era él.
Se acercó despacio a la ventana y miró al exterior al tiempo que aguzaba el oído al máximo. Sabía que el ruido no era fruto de su imaginación. Alguien había entrado en la casa, de eso no le cabía la menor duda. En ese preciso instante, alguien se encontraba dentro. Escudriñó el pasillo. En el dormitorio que había utilizado Lee había otro panel de control de la alarma. ¿Podría llegar hasta él, activar el sistema y el detector de movimiento? Se arrodilló y gateó por el corredor.
Connie y Reynolds habían entrado por la puerta trasera y se habían internado en el pasillo de la planta baja. Connie apuntaba al frente con la pistola. Reynolds iba detrás de él, sintiéndose desnuda e impotente sin su arma. Abrieron todas las puertas de la planta baja pero encontraron todas las habitaciones vacías.
– Deben de estar arriba-susurró Reynolds al oído de Connie.
– Espero que haya alguien -le respondió él en voz baja y con una entonación que no presagiaba nada positivo.
Los dos se quedaron petrificados al percibir un ruido procedente del interior de la casa. Connie señaló la planta superior con el dedo y Reynols asintió para mostrar su conformidad. Se acercaron a las escaleras y subieron. Afortunadamente, los escalones estaban enmoquetados y amortiguaron el sonido de sus pasos. Llegaron al primer rellano y se detuvieron, escuchando con atención. Silencio. Siguieron avanzando.
Por lo que alcanzaban a ver, la planta estaba vacía. Caminaban a lo largo de la pared, volviendo la cabeza casi a la vez.
Justo encima de ellos, en el pasillo superior, Faith yacía boca abajo en el suelo. Se asomó al borde del descansillo y experimentó un ligero alivio al ver que se trataba de la agente Reynolds. Cuando avistó a los otros dos hombres que subían por las escaleras desde la planta baja, todo el alivio se esfumó.
– ¡Cuidado! -gritó Faith.
Connie y Reynolds se volvieron para mirarla y dirigieron la vista hacia donde señalaba. Connie apuntó con la pistola a los dos hombres, quienes también tenían encañonados con sus armas a ambos agentes.
– FBI -rugió Reynolds a los hombres de negro-. Suelten las armas. -Normalmente, cuando daba esa orden, se sentía bastante segura de la respuesta. En aquel momento, teniendo en cuenta que eran dos pistolas contra una, no tenía tanta confianza.