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– Creí que habíamos hecho un trato, Bob -manifestó Buchanan-. ¿Por qué enviaste a tu equipo de matones? Muchas personas han perdido la vida innecesariamente. ¿Por qué?

Thornhill los miró con recelo.

– No sé de qué está hablando. Ni siquiera sé quién demonios es usted.

Estaba claro lo que Thornhill pensaba: Lee y Buchanan llevaban micrófonos. Quizá estuvieran colaborando con el FBI. Y se encontraban en su casa. Su esposa estaba arriba desvistiéndose y esos dos hombres se presentaban en su casa para formularle ese tipo de preguntas. Bueno, sus esfuerzos serían en vano.

– He… -Buchanan se calló y miró a Lee-. Hemos venido aquí como únicos supervivientes para ver a qué tipo de acuerdo podemos llegar. No quiero pasar el resto de mi vida mirando por encima del hombro.

– ¿Trato? ¿Qué le parece si le grito a mi mujer que llame a la policía? ¿Le gusta ese trato? -Thornhill escrutó a Buchanan y fingió que lo reconocía-. Sé que le he visto antes en alguna parte. ¿En los periódicos?

Buchanan sonrió.

– Esa cinta que el agente Constantinople te aseguró que estaba destruida… -Se llevó la mano al bolsillo del abrigo y extrajo una cinta-. Bueno, pues no te dijo exactamente la verdad.

Thornhill observó la cinta como si fuera plutonio y estuviesen a punto de hacérselo tragar. Introdujo la mano en su americana.

Lee levantó la pistola.

Thornhill le dedicó una mirada de desilusión y sacó despacio la pipa y el encendedor. La prendió con tranquilidad. Después de dar unas cuantas caladas para relajarse, miró a Buchanan.

– Como ni siquiera sé de qué está hablando, ¿por qué no pone la cinta? Tengo curiosidad por saber qué contiene. Quizá explique por qué dos completos desconocidos han entrado en mi casa.

«Y si en esa cinta reconociera que he matado a un agente del FBI, ninguno de vosotros estaría aquí y a mí ya me habrían detenido. Menudo farol, Danny», pensó.

Buchanan golpeó lentamente la cinta contra la palma de su mano, y Lee parecía nervioso.

– Vamos, no me tomen el pelo con algo para luego no enseñármelo -dijo Thornhill.

Buchanan dejó la cinta sobre la mesa.

– Quizá más tarde. Ahora mismo quiero saber lo que vas hacer por nosotros. Algo que impida que vayamos al FBI a contarles lo que sabemos.

– ¿Y se puede saber qué es? Ha hablado de gente asesinada. ¿Insinúa que he matado a alguien? Supongo que saben que trabajo para la CIA. ¿Acaso son agentes extranjeros que intentan chantajearme de algún modo? El problema es que necesitan algo con lo que chantajearme.

– Sabemos lo suficiente para enterrarte -aseveró Lee.

– Pues entonces sugiero que vaya a buscar la pala y empiece a cavar, señor…

– Adams, Lee Adams -se presentó Lee mirándolo con el ceño fruncido.

– Faith está muerta, ¿sabes, Bob? -dijo Buchanan. Cuando pronunció esas palabras, Lee bajó la mirada-. Por poco sobrevivió. Constantinople la mató. También mató a dos de tus hombres. Se vengó porque mandaste matar al agente del FBI.

Thornhill fingía bien su desconcierto.

– ¿Faith? ¿Constantinople? ¿De quién demonios está hablando?

Lee se colocó justo enfrente de Thornhill.

– ¡Cabrón! Matas a las personas como si fueran hormigas. Es como un juego. Eso es lo que significa para ti.

– ¡Guarde esa pistola y salgan de mi casa ahora mismo!

– ¡Que te jodan! -Lee apuntó directamente a la cabeza de Thornhill con la pistola.

Buchanan se acercó a él rápidamente.

– Lee, por favor, no lo hagas. No servirá de nada.

– Yo de usted haría caso a su amigo -manifestó Thornhill con la tranquilidad que le permitían las circunstancias. Le habían apuntado con una pistola en otra ocasión, cuando habían descubierto su tapadera en Estambul hacía muchos años. Había tenido la suerte de salir con vida. Se preguntaba si esa noche también le acompañaría la buena estrella.

– ¿Por qué tengo que hacer caso a nadie? -masculló Lee.

– Lee, por favor -insistió Buchanan.

Lee mantuvo el dedo en el gatillo por unos instantes con la mirada clavada en Thornhill. Al final, levantó lentamente el arma.

– Bueno, supongo que habremos de ir al FBI con lo que tenemos -declaró Lee.

– Sólo quiero que se vayan de mi casa.

– Y lo que yo quiero -intervino Buchanan- es tu garantía personal de que no morirá nadie más. Ya tienes lo que querías. No hace falta que hagas daño a más personas.

– Muy bien, muy bien, lo que usted diga. No mataré a nadie más -dijo Thornhill con sarcasmo-. Ahora tengan la amabilidad de marcharse de mi casa. No quiero asustar a mi esposa. No tiene la menor idea de que está casada con un asesino en serie.

– Esto no es ninguna broma -espetó Buchanan enfadado.

– No, la verdad es que no y espero que consigan la ayuda que a todas luces necesitan -declaró Thornhill-. Y, por favor, asegúrese de que su amigo armado no hace daño a nadie.

«Esto debería sonar muy bien en la cinta. Hasta me preocupo por los demás», pensó.

Buchanan recogió la cinta.

– ¿No deja aquí la prueba de mis crímenes? -preguntó Thornhill.

Buchanan se dio vuelta y lo miró con severidad.

– Teniendo en cuenta las circunstancias, no creo que sea necesario.

«Parece que quiere matarme -pensó Thornhill-. Bien, muy bien.»

Thornhill observó a los dos hombres mientras se alejaban por el camino de acceso hasta que desaparecieron en la calle oscura. Al cabo de un minuto oyó que un coche arrancaba. Se dirigió rápidamente al teléfono que había sobre la mesa pero se detuvo de golpe. ¿Estaría pinchado? ¿Acaso todo aquello era una farsa para hacerle cometer un error? Miró por la ventana. Sí, podían estar allí fuera en ese mismo instante. Pulsó un botón situado bajo la mesa. Todas las cortinas del estudio se corrieron y comenzó a sonar un ligero rumor junto a todas las ventanas. Abrió el cajón y extrajo el teléfono de seguridad. Estaba dotado de tantos dispositivos de seguridad y de codificación que ni si-quiera los listillos de la ANS podían intervenir una conversación mantenida a través del mismo. El teléfono, provisto de una tecnología similar a la de los aviones militares, emitía paja electrónica que frustraba cualquier intento de interceptar su señal. «Para que os enteréis, espías electrónicos, no sois más que unos aficionados», pensó.

– Buchanan y Lee Adams han estado en mi estudio -dijo por el teléfono-. ¡Si, en mi casa, maldita sea! Se acaban de marchar. Quiero a todos los hombres disponibles. Estamos a pocos minutos de Langley. Deberías ser capaz de encontrarlos. -Hizo una pausa para volver a encender la pipa-. Me han venido con no sé qué tontería sobre la cinta en la que yo reconocía que había ordenado matar al agente del FBI. Pero Buchanan estaba marcándose un farol. La cinta ya no existe. Supongo que llevaban micrófonos y me he hecho el tonto. Casi me cuesta la vida. Al idiota de Adams le ha faltado poco para volarme la tapa de los sesos. Buchanan ha dicho que Lockhart estaba muerta, lo cual es bueno para nosotros, si es verdad. Pero no sé si están colaborando con el FBI. De todos modos, sin la cinta no tienen pruebas de lo que hemos hecho. ¿Qué? No, Buchanan me ha suplicado que lo dejemos en paz. Que podíamos seguir con el plan de chantaje, pero que lo dejáramos vivir. De hecho, ha sido patético. Cuando los he visto entrar he pensado que venían a matarme. Ese Adams es peligroso. Y me han dicho que Constantinople mató a dos de nuestros hombres. Constantinople debe de estar muerto, así que necesitamos a otro espía en el FBI. De todos modos, encuéntralos, y esta vez no quiero errores. Son hombres muertos. Después de eso, habrá llegado el momento de poner el plan en práctica. Me muero de ganas de ver esos rostros lastimeros en el Capitolio cuando les informe de esto.

Thornhill colgó y se sentó a la mesa. El hecho de que hubieran ido a su casa tenía gracia. Era un acto de desesperación por parte de hombres desesperados. ¿Creían en realidad que podían engañar a un hombre como él? Resultaba casi un insulto. Pero al final había ganado. La realidad era que al día siguiente o poco después ellos estarían muertos y él no.