Se levantó de detrás del escritorio. Había sido valiente, había conservado la calma bajo la presión. «La supervivencia siempre resulta embriagadora», se dijo Thornhill al apagar la luz.
Aquella mañana, como de costumbre, en el edificio Dirksen de oficinas del Senado reinaba una gran animación. Robert Thornhill caminaba con paso decidido por el largo pasillo, balanceando el maletín a su mismo ritmo. La noche anterior había sido de lo más importante, podría decirse que incluso todo un éxito en varios sentidos. El único inconveniente era que todavía no habían logrado encontrar a Buchanan y a Adams.
El resto de la noche había sido una auténtica delicia. A la señora Thornhill le había impresionado su inusitado celo animal. Su mujer se había levantado temprano para prepararle el desayuno, vestida con un conjunto ceñido de color negro. Hacía años que no le preparaba el desayuno o se ponía ropa ajustada.
La sala de sesiones se encontraba al final del pasillo. El pequeño feudo de Rusty Ward, pensó Thornhill con sorna. Gobernaba con un puño sureño, es decir, con guantes de terciopelo pero con nudillos de granito. Ward te adormecía con su acento ridículamente almibarado y, cuando menos lo esperabas, se abalanzaba sobre ti y te hacía trizas. Su intensa mirada y sus más que calculadas palabras ablandaban al enemigo confiado en su incómoda silla eléctrica gubernamental.
Todo cuanto tenía que ver con Rusty Ward hería la sensibilidad a la vieja usanza de Thornhill. Sin embargo, esa mañana estaba preparado. Le hablaría de los escuadrones de la muerte y de informes varios hasta el día del juicio final, por emplear una de las expresiones preferidas de Ward; de ese modo, el senador no obtendría información alguna.
Antes de entrar en la sala de reuniones, Thornhill respiró profundamente y con energía. Imaginó el escenario que estaba a punto de presenciar: Ward y compañía tras su pequeño estrado; el presidente estaría tirándose de los tirantes, mirando en torno a sí mientras hojeaba los documentos de la sesión para no perderse ni un solo detalle de los confines de su patético reino. Cuando Thornhill entrara, Ward lo observaría, sonreiría, asentiría y lo saludaría de forma casi inocente con la intención de que Thornhill bajara la guardia, como si eso fuera posible. «Pero supongo que tiene que cumplir con las formalidades -pensó-. ¡Enseñarle trucos nuevos a un perro viejo!» Ésa era otra de las estúpidas expresiones de Ward. ¡Qué original!
Thornhill abrió la puerta y recorrió con paso seguro el pasillo de la sala de sesiones. A medio camino, se percató de que la sala estaba mucho más concurrida de lo normal. No cabía un alma. Echó una ojeada alrededor y vio rostros que no conocía. Al aproximarse al estrado, se le heló la sangre: ya había varias personas sentadas, de espaldas a él.
Alzó los ojos hacia la comisión. Ward le devolvió la mirada. No sonrió ni le dedicó uno de sus estúpidos saludos.
– Señor Thornhill, le ruego que tome asiento en la primera fila. Una persona prestará declaración antes que usted. Thornhill parecía aturdido.
– ¿Cómo?
– Siéntese, señor Thornhill -repitió Ward.
Thornhill comprobó la hora.
– Me temo que hoy tengo poco tiempo, señor presidente. Además no se me informó de que otra persona prestaría declaración. -Thornhill miró hacia el estrado. No reconoció a las personas que estaban sentadas allí-. Tal vez debamos fijar otra fecha.
Ward fijó la vista detrás de Thornhill; éste se dio vuelta y siguió la trayectoria de la mirada. El agente uniformado del Congreso cerró la puerta ceremoniosamente y apoyó su ancha espalda contra la misma, como retando a quienquiera que quisiese pasar por allí.
Thornhill se volvió hacia Ward.
¿Hay algo que deba saber?
– Si lo hay, lo sabrá de inmediato -replicó Ward en tono inquietante. Luego hizo un gesto con la cabeza a uno de sus asesores.
El asesor desapareció por una pequeña puerta situada detrás del lugar ocupado por la comisión. Regresó al cabo de unos instantes. Entonces Thornhill sufrió la mayor conmoción de su vida al ver a Danny Buchanan cruzar la puerta y encaminarse hacia el estrado. En ningún momento miró a Thornhill, que continuaba de pie en medio del pasillo, con el maletín apoyado contra la pierna. Los hombres bajaron del estrado y se sentaron entre el público.
Buchanan se detuvo junto al estrado, levantó la mano derecha, juró que diría la verdad y se sentó.
Ward se volvió hacia Thornhill, que seguía sin hacer ademán de moverse.
– Señor Thornhill, ¿sería tan amable de sentarse para que podamos comenzar?
Thornhill no era capaz de apartar los ojos de Buchanan. Se arrastró hasta el único asiento libre que quedaba en la primera fila. El hombre corpulento sentado al final de la misma se hizo a un lado para que Thornhill pasara. Al sentarse se dio cuenta de que se trataba de Lee Adams.
– Encantado de volver a verte -dijo Lee en voz baja antes de reclinarse en el asiento y centrar la atención en la parte delantera de la sala.
– Señor Buchanan -comenzó a decir Ward-, ¿sería tan amable de explicarnos el motivo de su comparecencia?
– Prestar declaración sobre una terrible conspiración en el seno de la Agencia Central de Información -contestó Buchanan en tono tranquilo y seguro. A lo largo de los años, había testificado ante más comisiones que todos los implicados en el caso Watergate juntos. Conocía bien el terreno y su mejor amigo llevaba a cabo el interrogatorio. Había llegado su momento. Por fin.
– Entonces supongo que debería comenzar por el principio, señor.
Buchanan colocó las manos frente a sí, se inclinó hacia adelante y habló por el micrófono.
– Hace unos quince meses, aproximadamente, vino a verme un alto cargo de la CIA. El caballero estaba al corriente de mi trabajo como cabildero. Sabía que conocía bien a muchos de los congresistas. Quería que lo ayudara a llevar a cabo un proyecto muy especial.
– ¿Qué clase de proyecto? -inquirió Ward.
– Quería que lo ayudara a reunir pruebas contra miembros del Congreso que servirían para chantajearlos.
– ¿Chantajearlos? ¿Cómo?
– Sabía que yo cabildeaba a favor de los países pobres y las organizaciones humanitarias mundiales.
– Estamos al tanto de sus esfuerzos en ese sentido -dijo Ward con magnanimidad.
– Como se imaginarán, no es tarea fácil. He invertido casi todo mi dinero en esta cruzada. El hombre también sabía eso e intuía que me hallaba en una situación desesperada. Creo que dijo que era un blanco fácil.
– ¿Sabría explicarnos en qué consistía el plan de chantaje?
– Yo debía visitar a ciertos congresistas y burócratas que podrían influir en las decisiones respecto a la ayuda externa y otras formas de apoyo para los países pobres. Sólo debía ir a ver a quienes necesitaran dinero y decirles que, a cambio de su ayuda, se les compensaría cuando dejaran su cargo. Obviamente, no sabían que la CIA financiaría esos paquetes de «jubilación». Si aceptaban, entonces la CIA me colocaría un micrófono para grabar todo tipo de conversaciones comprometedoras con estos hombres y mujeres. También los someterían a una estrecha vigilancia. El plan consistía en llevar a cabo estas actividades «ilegales» para que el hombre de la CIA las emplease luego contra estas personas.
– ¿Cómo? -preguntó Ward.
– Muchas de las personas a las que debía sobornar en favor de la ayuda externa pertenecen también a las comisiones que supervisan la CIA. Por ejemplo, dos de los miembros de esta comisión, los senadores Johnson y McNamara, también forman parte del comité de gastos para las operaciones externas. El caballero de la CIA me facilitó una lista con los nombres de todas las personas que había seleccionado como objetivos. Los senadores Johnson y McNamara figuraban en esa lista. El plan consistía en chantajearlos a fin de que aprovechasen sus cargos en el comité para ayudar a la CIA. Mayores presupuestos para la CIA, más responsabilidad, menos supervisión por parte del Congreso. Cosas así. A cambio, yo recibiría una cuantiosa suma.