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Buchanan miró a Johnson y a McNamara, hombres a quienes había reclutado hacía diez años sin la menor reserva. Le devolvieron una calculada mirada de conmoción e ira. Durante la semana anterior, Buchanan se había reunido con cada una de las personas que sobornaba y les había explicado lo que sucedía. Si querían seguir con vida, tendrían que respaldar cada una de las palabras que conformaban la mentira que estaba contando en esos momentos. ¿Acaso tenían otra elección? También debían continuar apoyando las causas de Buchanan y no recibirían ni un centavo a cambio. Todos sus esfuerzos resultarían verdaderamente «caritativos». Parecía que, después de todo, Dios existía.

Buchanan también se había sincerado con Ward. Su amigo se lo había tomado mejor de lo que Buchanan había esperado. Ward no había aprobado las actividades de Buchanan, pero había decidido ayudarlo de todos modos. Había crímenes mucho más importantes que todavía debían recibir su castigo.

– ¿Es eso cierto, señor Buchanan?

– Sí, señor-afirmó Buchanan.

Thornhill no se había inmutado. Su expresión se asemejaba a la del condenado que se dirige a solas hacia la cámara de gas: denotaba una mezcla de amargura, terror e incredulidad. Era obvio que Buchanan había llegado a un acuerdo con ellos. Los políticos respaldaban su versión; lo leyó en los rostros de Johnson y McNamara. ¿Cómo podría rebatir esas afirmaciones sin revelar su propia participación? No le convenía levantarse de un salto y gritar: «Eso no es verdad. Buchanan ya los sobornaba, yo sólo lo descubrí y me aproveché de ello para mis propios propósitos de chantaje.» Aquél era su talón de Aquiles. Nunca se le había ocurrido. Era como la fábula de la rana y el escorpión, con la salvedad de que en esta ocasión el escorpión sobreviviría.

– ¿Qué hizo usted? -quiso saber Ward.

– Acudí de inmediato a las personas que figuraban en la lista, entre ellas los senadores Johnson y McNamara, y les conté lo que sucedía. Lamento que no pudiéramos informarle en su momento, señor presidente, pero teníamos que actuar con absoluta confidencialidad. Acordamos preparar un golpe, por así decirlo. Yo fingiría colaborar con el plan de la CIA y los objetivos fingirían formar parte del plan. Entonces, mientras la CIA reunía el material de chantaje, yo por mi parte obtendría pruebas contra la CIA. Cuando considerásemos que ya teníamos un caso claro, acudiríamos al FBI.

Ward se quitó las gafas y las agitó ante sí.

– Un asunto de lo más arriesgado, señor Buchanan. ¿Sabe si esta operación de chantaje contaba con el visto bueno oficial de la CIA?

Buchanan asintió con la cabeza.

– Evidentemente era obra de uno de sus dirigentes.

– ¿Qué ocurrió entonces?

– Obtuve las pruebas necesarias, pero mi socia, Faith Lockhart, que no estaba al tanto de lo que sucedía, comenzó a sospechar de mí. Supongo que pensó que yo estaba implicado en una trama. Naturalmente, no podía confiar en ella. Acudió al FBI con su versión de los hechos. Abrieron una investigación. El hombre de la CIA se enteró de lo ocurrido y tomó las medidas necesarias para acabar con la señora Lockhart. Gracias a Dios, logró escapar, pero un agente del FBI murió.

Todos los presentes comenzaron a murmurar.

Ward miró a Buchanan con expresión harto significativa.

– Está diciendo que un dirigente de la CIA fue responsable del asesinato de un agente del FBI?

Buchanan asintió.

– Si. Se han producido otras muertes, incluida -Buchanan bajó la vista por unos instantes y, temblando, añadió-: la de Faith Lockhart. Ése es el propósito de mi comparecencia. Acabar con los asesinatos.

– ¿Quién es ese hombre, señor Buchanan? -inquirió Ward con toda la indignación y curiosidad que supo aparentar. Buchanan se volvió y señaló a Robert Thornhill.

– El subdirector adjunto de operaciones, Robert Thornhill.

Thornhill estalló en cólera, blandiendo el puño con ira.

– Eso no es más que una maldita patraña -bramó-. Todo esto es un montaje, la abominación más disparatada que he escuchado en toda mi carrera. Me hacen venir aquí por medio de engaños y me someten a las acusaciones absurdas e insultantes de esta persona. Anoche estuvieron en mi casa, el tal Buchanan y este hombre. -Thornhill señaló a Lee-. Este hombre me apuntó con una pistola a la cabeza. Me amenazaron con esta misma historia demencial. Me aseguraron que tenían pruebas al respecto, pero cuando los puse en evidencia, se marcharon. Exijo que se los arreste de inmediato. Pienso presentar todos los cargos contra ellos. Y ahora, si me disculpan, tengo asuntos legales de los que ocuparme.

Thornhill intentó pasar por delante de Lee, pero el investigador privado se incorporó y le cerró el paso.

– A no ser que haga algo ahora mismo, señor presidente -le advirtió Thornhill a Ward-, me veré obligado a llamar a la policía por el teléfono móvil. Dudo mucho que le interese que todo esto salga en las noticias de la noche.

– Puedo demostrar todo lo que he dicho -aseveró Buchanan.

– ¿Cómo? -gritó Thornhill- ¿Con la estúpida cinta con la que me amenazó anoche? Si la tiene, enséñela. Aun así, contenga lo que contenga, es obvio que es falsa.

Buchanan abrió un maletín que descansaba sobre la mesa situada frente a él. En lugar de una cinta de audio, extrajo una de vídeo y se la entregó a uno de los ayudantes de Ward.

Todos los presentes observaban atentamente. Otro auxiliar empujó un televisor, con reproductor de vídeo incorporado, hasta una esquina de la sala para que todos vieran la pantalla. El ayudante tomó la cinta y la introdujo en el vídeo, apretó un botón del mando a distancia y se apartó.

En la pantalla se veía a Lee y a Buchanan saliendo del estudio de Thornhill. Luego Thornhill descolgaba el auricular, vacilaba, y, al cabo de unos instantes, extraía otro teléfono de uno de los cajones del escritorio. Habló ansiosamente. Toda la sala escuchó la conversación de la noche anterior. El plan de chantaje, el asesinato del agente del FBI, la orden de acabar con Buchanan y Lee Adams. La expresión triunfal que iluminó su rostro al colgar el teléfono contrastaba enormemente con la que tenía en esos momentos.

La pantalla se oscureció, pero Thornhill continuó mirándola, con la boca un tanto abierta y moviendo los labios, aunque sin llegar a articular palabra alguna. El maletín, repleto de documentos importantes, cayó al suelo, olvidado.

Ward golpeó el micrófono con la pluma, sin apartar los ojos de Thornhill. Si bien el semblante del senador traslucía cierta satisfacción, el horror se hallaba más patente aún; aquellas imágenes parecían haberle revuelto el estómago.

– Supongo que, dado que ha admitido que estos hombres estuvieron anoche en su casa, ahora no alegará que esta prueba es falsa -dijo Ward.

Danny Buchanan permanecía sentado, con la cabeza agachada. Su cara destilaba una mezcla de alivio y tristeza así como un gran cansancio. Saltaba a la vista que él también había tenido bastante.

Lee miró a Thornhill de hito en hito. La otra tarea que había realizado la noche anterior en casa del hombre de la CIA había sido relativamente sencilla. Se había valido de la tecnología PLC, la misma que Thornhill había empleado para colocar micrófonos ocultos en la casa de Ken Newman. Se trataba de un sistema inalámbrico con un micrófono de 2,4 gigahercios, cámara oculta y antena instalados en un dispositivo que se asemejaba al detector de humo del estudio de Thornhill y que de hecho funcionaba como tal además de constituir un equipo de vigilancia. Se alimentaba de la corriente eléctrica de la casa y ofrecía una inmejorable calidad de vídeo y audio. Thornhill había evitado las conversaciones comprometedoras fuera de su casa, pero nunca se le había ocurrido que hubieran colocado una especie de caballo de Tróya en el interior de su residencia.