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La nariz torcida de Lee constituía una señal permanente de éxito de su época como boxeador aficionado en la Marina, donde había exteriorizado toda su agresividad juvenil contra un oponente de su mismo peso y habilidad en un cuadrilátero limitado por lonas atadas. Un par de guantes resistentes, unas manos rápidas y unos pies ágiles, una mente cautelosa y un corazón fuerte habían integrado su arsenal. La mayor parte de las veces le habían bastado para conseguir la victoria.

Tras el período militar, las cosas le habían ido bastante bien. No era muy rico, ni muy pobre, a pesar de que casi siempre había trabajado por cuenta propia; tampoco había estado solo del todo, aunque llevaba divorciado unos quince años. El único fruto positivo de su matrimonio acababa de cumplir veinte años. Su hija era alta, rubia e inteligente y se enorgullecía de haber obtenido una beca para completar sus estudios en la Universidad de Virginia y de haber sido la estrella del equipo femenino de lacrosse. Durante los últimos diez años, Renee Adams no había querido saber nada de su padre. Lee tenía razones de sobra para suponer que era una decisión tomada, si no a instancias de su madre, sí con su beneplácito. Y pensar que su ex le había parecido tan agradable durante las primeras citas, tan encaprichada con su uniforme de la Marina, tan entusiasmada por destrozar su cama.

Su ex mujer, una antigua bailarina de striptease llamada Trish Bardoe, se había casado por despecho con un tipo llamado Eddie Stipowicz, un ingeniero desempleado que tenía problemas con la bebida. Lee creía que el matrimonio acabaría en desastre y había intentado obtener la custodia de Renee alegando que su madre y su padrastro no podrían mantenerla. Justo en aquella época, Eddie, un taimado mequetrefe a los ojos de Lee, inventó, casi por casualidad, un microchip de mierda que lo había hecho multimillonario. Como es obvio, la batalla por la custodia de su hija perdió fuerza. Por si fuera poco, aparecieron reportajes sobre Eddie en el Wall Street Journal, Time, Newsweek y otras publicaciones. Era famoso. Su casa había aparecido en el Architectural Digest.

Lee había comprado ese número del Digest. La nueva casa de Trish era enorme, de un color rojo carmesí o berenjena tan oscuro que a Lee le recordaba el interior de un ataúd. Las ventanas eran gigantescas, el mobiliario lo bastante grande como para perderse en él y había suficientes molduras, paneles y escaleras de madera como para calentar durante un año un típico pueblo del Medio Oeste. También había fuentes de piedra esculpidas con personas desnudas. ¡Lee se quedó helado! Una foto de la feliz pareja ocupaba una página entera. Lee pensaba que en el pie de foto podían haber escrito: «El Ganso y la Tía Buena hacen fortuna con escaso gusto.»

Sin embargo, a Lee le había llamado la atención una foto. Renee aparecía a lomos del semental más espléndido que jamás había visto, sobre un campo de césped tan verde y bien cortado que parecía un estanque. Lee había recortado la foto con cuidado y la había guardado en un lugar seguro, en el álbum familiar.

El artículo, por supuesto, no lo mencionaba; no había motivos para ello. Sin embargo, lo que le había molestado era que afirmasen que Renee era hija de Ed.

«La hijastra -había dicho Lee en voz alta cuando lo leyó-. La hijastra. Jamás podrás cambiar eso, Trish.»

Lee no solía envidiar la fortuna de la que ahora gozaba su ex mujer ya que garantizaba que su hija nunca pasaría apuros. Pero, en ocasiones, le dolía.

Cuando se tiene algo durante tantos años, algo que se ha convertido en parte de uno mismo y se ha amado más que nada y luego se pierde… Lee trataba de no pensar demasiado en esa pérdida. Aunque era un tipo duro y fornido, cuando daba vueltas al enorme vacío que tenía en el centro del pecho, acababa lloriqueando como un niño.

A veces la vida te depara sorpresas, como cuando los médicos te dan el visto bueno y al día siguiente te mueres.

Lee se miró los pantalones cubiertos de barro y sintió un calambre doloroso en la pierna cansada justo cuando intentaba espantarse un mosquito del ojo. Una casa del tamaño de un hotel. Criados. Fuentes. Caballos grandes. Un resplandeciente avión privado… Probablemente todo resultaba un auténtico coñazo.

Lee apretó la cámara contra el pecho. Llevaba un rollo de alta sensibilidad que había «turboalimentado» al fijar la velocidad de obturación en 1.600. La película sensible necesita menos luz y si el obturador se abre durante breves períodos de tiempo es poco probable que la cámara se mueva o que la vibración distorsione las fotografías. Lee colocó un teleobjetivo de 600 milímetros y extendió el trípode incorporado al objetivo.

Escudriñó entre las ramas rojas de un cornejo y enfocó la parte posterior de la casita. Varias nubes taparon la luna, acentuando la oscuridad. Tomó varias fotografías y luego guardó la cámara.

Mientras observaba la casa se percató de que, desde donde estaba, no podría distinguir si había alguien o no. Lee no veía luces encendidas, pero era posible que hubiera alguna habitación interior. Además, no tenía la parte delantera de la casa a la vista y tal vez hubiera un coche aparcado. Lee había observado huellas de pisadas y neumáticos en otras ocasiones. No había mucho más que ver. Apenas pasaban coches por esa carretera y nunca se veían caminantes o personas haciendo footing. Todos los vehículos daban media vuelta ya que se habían equivocado de salida. Todos menos uno, claro.

Miró el cielo. El viento había amainado. Lee calculó que las nubes oscurecerían la luz de la luna durante varios minutos más. Se colgó la mochila a la espalda, se puso tenso por unos instantes, como si acumulase toda su energía, y salió del bosque con sumo sigilo.

Lee se deslizó en silencio hasta un lugar donde, acuclillado detrás de un grupo de arbustos descuidados, abarcaba la parte posterior y frontal de la casa. Mientras escudriñaba la oscuridad, las sombras se atenuaron cuando la luna reapareció. Parecía vigilarlo perezosamente, como si quisiera saber qué estaba haciendo allí.

Aunque un tanto aislada, la casita estaba a sólo cuarenta minutos en coche del centro de Washington. Por esa razón, su ubicación resultaba bastante práctica. Lee había realizado varias pesquisas sobre el propietario y había averiguado que todo estaba en regla. Sin embargo, le había costado bastante más informarse acerca del arrendatario.

Lee sacó un artefacto que semejaba una grabadora pero que en realidad era un dispositivo con ganzúas que funcionaba con pilas; también extrajo una funda con cremallera y la abrió. Palpó las distintas ganzúas y escogió la que quería. Con una llave hexagonal fijó la ganzúa a la máquina. Movía los dedos con destreza y rapidez, incluso cuando las nubes cubrieron de nuevo la luna sumiéndolo todo en sombras. Lee lo había hecho tantas veces que podría haber cerrado los ojos y manipulado los instrumentos del delito con una precisión envidiable.

Lee ya había echado una ojeada a las cerraduras de la casita durante el día. Eso también lo había inquietado: había cerrojos de seguridad en todas las puertas exteriores y en los marcos de las ventanas de la primera y de la segunda planta. Todo el material de ferretería parecía nuevo. ¡En una destartalada casa de alquiler perdida en el bosque!

A pesar del frío, una gota de sudor recorrió la frente de Lee mientras pensaba en esos detalles. Tocó la 9 milímetros que llevaba en una funda sujeta al cinturón; el tacto del metal lo reconfortaba. Apenas tardó unos segundos en amartillar y asegurar la pistola; una bala en la recámara, el percutor montado y el seguro puesto.

La casita disponía de sistema de seguridad. Eso también lo había asombrado. Si hubiese tenido dos dedos de frente, Lee habría guardado las herramientas del crimen, se habría marchado a casa y le habría dicho a quien le había encargado el trabajo que la misión había fracasado. Sin embargo, se enorgullecía de su labor. Seguiría desempeñándola al menos hasta que sucediese algo que le hiciera cambiar de idea. Y Lee corría muy deprisa cuando las circunstancias lo requerían.