Puse el despertador a las dos de la madrugada, pero no debería haberme molestado en hacerlo. No pude dormir; sólo me quedé acostada, contando los minutos. Y a la una y media decidí que ya era suficientemente tarde.
Se inicia la segunda fase
Antes de abandonar mi habitación, me cubrí el camisón de seda con un kimono haciendo juego. Por alguna razón, esto me pareció más sensato que vestirme. Del armario de la entrada elegí las viejas botas de goma que mi madre solía usar para sus tareas de jardinería. Las había conservado con la leve esperanza de que alguna vez tendría habilidad para imitarla.
Salí por la puerta de atrás, lanzando a mi paso hechizos perimetrales. Había dejado la mano en el fregadero, así que si alguien me veía cavando, al menos no sabría qué enterraba en ese hoyo. Sí, como si eso sirviera de algo si me descubrían en el bosque después de la medianoche cavando una fosa, vestida con un kimono rojo de seda y botas de goma negras.
Una vez afuera, olí humo. Cuando se me cerró el estómago, maldije el miedo que me produjo. En el primer año de psicología había leído la teoría de que las fobias principales son el resultado de la memoria hereditaria, que nuestros antepasados lejanos tenían buenos motivos para temerles a las serpientes y a las alturas, de modo que la evolución pasó esos miedos a las generaciones futuras. Tal vez eso explique el miedo que las brujas le tienen al fuego. Yo lucho contra él, pero al parecer no logro superarlo del todo.
Luchando contra el instinto, olisqueé el aire en busca de la fuente de ese olor. ¿Era el humo de una chimenea apagada varias horas antes? ¿Brasas todavía encendidas después de haber quemado basura la noche anterior? Mientras trataba de penetrar esa oscuridad con la vista, advertí también un resplandor anaranjado en el este, en el bosque que estaba al otro lado de la cerca trasera de casa. Seguramente se trataba de una reunión de jóvenes. Ahora que mejoraba el tiempo, los adolescentes locales parecían haber encontrado algo mejor que hacer un viernes por la noche que permanecer en el aparcamiento del centro comercial. Fantástico. Ahora la mano tendría que quedarse en mi casa hasta mañana por la noche. No me atrevía a enterrarla con todo aquel posible público cerca.
Cuando me di la vuelta para entrar de nuevo en la casa me llamó la atención el silencio reinante. Un silencio total. ¿Desde cuándo en sus fiestas los adolescentes permanecían sentados y en silencio alrededor de una fogata? Por mi mente desfilaron otras excusas para un fuego encendido por la noche. East Falls era una ciudad demasiado pequeña para albergar una población de personas sin techo. ¿Podría un fósforo o un cigarrillo encendido haber producido un incendio en el sotobosque? ¿Alguien podía estar quemando secretamente material peligroso? Sea cual fuera el origen de ese fuego, era preciso hacer algo al respecto inmediatamente.
Avancé de puntillas sobre el césped y me pregunté si me vería obligada a apagar otro fuego. Dos en una sola noche… ¿Una coincidencia? Por favor, que no sea una segunda Mano de la Gloria. Inspiré profundamente y traté de no prestar atención a la repugnancia que esa idea me producía. Si lo era, por lo menos yo la había visto antes que ninguna otra persona.
Al llegar a la cerca me alegró no haber cometido la estupidez de llamar a los bomberos. Allí, sobre el césped, había un círculo de velas negras alrededor de una tela roja con la cabeza de un macho cabrío bordada en ella. Era un altar satánico.
Con una imprecación, corrí a apagar las velas. Entonces vi que rodeaban un montículo cubierto de sangre. Durante un momento terrible e interminable pensé que se trataba del cuerpo de un chiquillo. Después vi la cabeza y comprendí que se trataba de un gato. Un gato desollado, una masa sin vida, hecha de sangre, músculos y dientes desnudos que parecían dibujar una amenaza sin labios.
Retrocedí ante aquel horror. Algo me abofeteó la cara, algo frío y húmedo. Mientras intentaba quitármelo de encima con desesperación, caí hacia atrás, y mi mano quedó atrapada en un aro pegajoso de goma. Reprimí un grito. Levanté la vista y vi contra qué me había golpeado: otro gato despellejado, éste colgado de un árbol, totalmente despanzurrado y con las vísceras que caían hacia afuera. Y lo que me rodeaba la mano era un trozo de tripa.
Logré liberarme de un golpe a tiempo para llevarme las manos a la boca y reprimir así un alarido. Caí de rodillas, jadeando, con náuseas y sin poder respirar. Tenía las manos cubiertas de sangre. Vomité. Durante varios minutos me quedé agazapada, incapaz de moverme.
– ¿Paige? -El susurro de Savannah flotó hasta mí desde el jardín trasero de mi casa.
– ¡No! -Le grité y me puse de pie de un salto-. ¡Quédate donde estás!
Corrí hacia ella y la sujeté justo cuando doblaba la esquina. Tenía los ojos abiertos de par en par y me di cuenta de que lo había visto todo, pero a pesar de ello la aparté de ese horrible espectáculo.
– Vamos, vuelve a casa -le dije-. Yo, bueno, tengo que limpiar todo eso.
– Te ayudaré.
– ¡No!
Silencio.
– Lo lamento. No quise… -Me di cuenta de que le estaba ensuciando la bata con vómito y sangre y me aparté. -Lo siento. Entra y límpiate. No, aguarda. Pon tu bata en una bolsa. La quemaré…
– Paige…
– Yo… me ducharé -tartamudeé-. Pero deja las luces apagadas. No enciendas ninguna. Ni la radio ni las luces ni nada. Tampoco abras las persianas y…
– ¡Paige! -Gritó Savannah agarrándome de los hombros-. Puedo ayudarte -dijo, pronunciando cada palabra como si a mí me costara entenderla-. Está bien. He visto antes esta clase de cosas.
– No, no es así. Entra y…
– Sí, te aseguro que sí. Maldita sea, Paige…
– No digas eso.
Savannah parpadeó y por un segundo tuve la impresión de que estaba a punto de echarse a llorar.
– Yo sé qué significan esas cosas, Paige. Y también qué es una Mano de la Gloria. ¿Por qué sigues fingiendo que no lo sé?
Cuando se separó de mí, comencé a seguirla, pero una luz se encendió en la casa de al lado y me quedé petrificada. Mi mirada pasó de Savannah, que se alejaba, al resplandor de las velas a mis espaldas. No tenía tiempo de ir tras ella… no ahora. Leah había montado esa escena horripilante por una razón, y yo dudaba mucho de que se hubiera tomado todo ese trabajo nada más que para asustarme. La policía recibiría una llamada anónima: vayan a ver lo que hay detrás de la casa de Paige Winterbourne. Tenía que eliminar todo eso antes de que alguien fuera advertido.
A la izquierda del altar, una columna de humo se elevaba de un promontorio ennegrecido, y llevaba consigo el hedor de carne quemada. Cerré los ojos para recuperar un poco la compostura; después, me acerqué a ese montículo humeante y me agaché para observarlo. A primera vista no supe de qué se trataba. Tuve ganas de alejarme enseguida de allí, de buscar una pala y enterrar todo sin siquiera saberlo. Pero tenía que averiguarlo. De lo contrario, permanecería despierta toda la noche preguntándome qué se había quemado.
Tomé un palo y lo hundí en el montículo. Enseguida se desarmó y quedó a la vista una caja torácica. Oprimí una mano con fuerza sobre mis ojos y respiré hondo. El sabor de ese humo me llenó la boca y volví a vomitar lo que me quedaba en el estómago.
Oh, Dios, no podía hacerlo. Realmente no podía. Pero tenía que hacerlo. Era mi problema, mi responsabilidad.
Me obligué a mirar de nuevo esos huesos chamuscados y me esforcé en examinarlos con la mirada de un científico. Gracias a mis años de biología podía diferenciar entre la caja torácica de un bípedo y la de un cuadrúpedo. Ésta pertenecía a un cuadrúpedo. Para estar más segura la moví con el palo cerca del final de la espina dorsal, y apareció entonces un rabo. Sí, decididamente era de un animal. Probablemente, de otro gato. Muy bien, ahora podía ocuparme de eso. El truco era observarlo sin verlo realmente.