Permanecí un momento de pie examinando la totalidad de la escena. Mi cerebro procesó los detalles sin hacer ningún juicio ni permitir ninguna reacción. Sobre el altar improvisado había un cáliz lleno de sangre. Sí, eso era previsible. La Misa Negra era una inversión y perversión de la Misa católica. En un curso universitario sobre folclore yo había elegido los cultos satánicos como tema de mi examen trimestral, y en él me preguntaron si podían o no incluirse en la definición estándar de leyenda contemporánea, de modo que sabía qué buscar y qué necesitaba encontrar y hacer desaparecer.
Tendría que haber un crucifijo invertido… sí, allí estaba, colgando de un árbol. Me acerqué y lo bajé. ¿Pentagramas? No, parecían haber pasado eso por alto… Un momento, allí, dibujado en la tierra… Comencé a borrarlo con la bota y después utilicé un manojo de hierbas para que no quedaran marcas de pisadas. Las velas negras estaban sobre el altar. Muy bien, eso parecía ser todo.
A continuación necesitaba enterrar los cadáveres. Giré la cabeza hacia el gato eviscerado que colgaba del árbol. Me obligué a centrar mi mirada más allá del pobre animal para estudiar en cambio la forma en que estaba colgado para saber qué necesitaría para liberarlo, pero no pude evitar ver su cuerpo meciéndose con la brisa.
¿Qué clase de personas eran capaces, no sólo de matar un gato sino también de…? Volví a sentir náuseas y tuve que doblarme en dos. Esta vez mi estómago ya estaba vacío, así que fueron sólo arcadas y un hilo delgado de bilis. Escupí para sacarme ese regusto amargo de la boca y luego, todavía agachada, me limpié la cara. Después me dirigí al cobertizo en busca de una pala.
Veinte minutos más tarde había terminado de enterrar a los gatos y comenzaba a desmantelar el altar.
– ¿Paige?
El susurro de Savannah me hizo pegar un salto. Me di media vuelta y la vi corriendo por el jardín.
– Un coche está dando vueltas por la manzana -dijo-. Lo he estado observando por la ventana del frente.
Savannah tenía los ojos rojos. ¿Acaso había estado llorando? ¿Por qué yo lo estropeaba siempre todo? Antes de tener tiempo de disculparme, ella me agarró del brazo y me arrastró por el jardín.
Al entrar por la puerta de atrás, me vi de reojo en el espejo de la entrada. Tenía la cara, las manos y el kimono cubiertos de sangre, vómito y suciedad. Justo en ese momento, unos faros iluminaron las ventanas del salón. Y se oyó el sonido de un motor que se apagaba.
– Dios Santo -murmuré con la vista fija en el espejo-. No puedo…
– Yo estoy limpia -dijo Savannah-. Abriré la puerta. Tú ve a lavarte.
– Pero…
Sonó el timbre de la puerta. Savannah me empujó hacia dentro. Me agaché y corrí sin ser vista hacia el otro extremo de la casa.
Ted Fowler, el sheriff local, se encontraba de pie junto a la puerta de mi casa. Leah no se había contentado con marcar el número de la comisaría y dejar una llamada anónima en el contestador. Nada de eso; había llamado a Fowler a su domicilio particular para quejarse histéricamente por las luces extrañas y los gritos provenientes del bosque que había detrás de mi casa.
Fowler se había puesto una ropa que, por sus arrugas, parecía haber cogido directamente del suelo de su dormitorio para venir enseguida hacia aquí. Como recompensa a su esfuerzo, encontró los restos de un altar satánico apenas a unos tres metros del jardín trasero de casa.
Al amanecer, tanto mi casa como el jardín estaban repletos de policías. Al deshacerme de los cadáveres de los gatos había empeorado las cosas. Cuando Fowler encontró rastros de sangre y ningún cuerpo, su imaginación llegó a la peor conclusión posible: homicidio.
Puesto que East Falls no estaba preparada para algo tan grave como un homicidio, llamaron a la policía estatal. De camino, los detectives despertaron a un juez y le hicieron firmar una orden de allanamiento. Llegaron poco después de las cinco, y Savannah y yo pasamos las siguientes horas acurrucadas en mi dormitorio, respondiendo preguntas y escuchando el sonido de desconocidos que destrozaban nuestro hogar.
Cuando oí que abrían la puerta del horno, recordé que había puesto la Mano de la Gloria debajo del fregadero. Corrí hacia la entrada y después controlé mis pasos y entré en la cocina. Un agente registraba mis armarios mientras otro pasaba una luz especial sobre los contenidos de mi frigorífico. Me miraron, pero como no dije nada, continuaron su tarea.
Con el corazón latiéndome como un loco, esperé a que el que revisaba los armarios se alejara un poco. En voz muy baja lancé un hechizo. Era un tipo de hechizo de encubrimiento, capaz de distorsionar el aspecto exterior de un objeto. Si bien no habría funcionado en el exterior, donde estaba emplazado el altar satánico, sí conseguiría su cometido sobre aquel paquete.
Cuando el hombre abrió la puerta, pronuncié las últimas palabras y dirigí el hechizo al objeto que era preciso ocultar. Sólo que allí no había ningún objeto. La mano y la toalla habían desaparecido. El agente hizo una inspección somera y después cerró la puerta del armario. Me apresuré a volver al dormitorio.
– ¿Qué hiciste con eso?-le susurré a Savannah.
Ella levantó la vista de su revista.
– ¿Con que?
Bajé la voz un poco más.
– Con la Mano de la Gloria.
– La cambié de sitio.
– Espléndido. Gracias. Yo la había olvidado por completo. ¿Dónde la pusiste?
Rodó hasta quedar acostada boca abajo y volvió a concentrarse en la revista.
– Está a salvo.
– ¿Señora Winterbourne?
Giré sobre mis talones y me topé con el detective jefe de la policía estatal parado junto a la puerta de mi dormitorio.
– Hemos encontrado unos gatos -dijo.
– ¿Gatos?
– Tres gatos muertos enterrados a poca distancia.
Hice señas hacia Savannah y me llevé un dedo a los labios para indicar que no quería que se hablara de ese tema delante de ella. El detective se dirigió al salón, donde varios agentes se encontraban sentados en mi sofá y mis sillas, con sus zapatos embarrados sobre mi mesa. Me tragué la furia y miré al detective.
– ¿De modo que era sangre de gato? -pregunté.
– Eso parece, aunque debemos hacer pruebas para estar seguros.
– De acuerdo.
– Matar gatos tal vez no esté en la misma escala de un homicidio, pero es una ofensa muy grave. Realmente grave.
– Debería serlo. Cualquiera capaz de hacer una cosa así… -No tuve que fingir un estremecimiento al recordar el espectáculo de esos cuerpos mutilados. -No puedo creer que alguien haga eso… Alguien capaz de simular un altar satánico detrás del jardín de mi casa.
– ¿Que alguien lo ha simulado? -Preguntó el detective-. ¿Qué le hace pensar que no es un altar satánico de verdad?
– A mí me pareció muy real -dijo uno de los agentes mientras agitaba con la mano un bizcocho que se parecía sospechosamente a los que yo tenía en la alacena.
Había llenado de migas mi alfombra color marfil. Miré las migas, las pisadas de barro que las rodeaban, la estantería con mis libros y fotos y recuerdos convertidos en pilas de formas caprichosas, y sentí que algo se quebraba en mí.
– ¿Y usted afirma eso basándose en haber presenciado exactamente cuántos altares satánicos? -le pregunté.
– Hemos visto fotos -murmuró él.
– Sí, claro, fotos. Creo que probablemente habrá una foto auténtica que circula sin cesar por todo el país. Atención a todas las unidades. Tengan cuidado con los cultos satánicos. ¿Saben ustedes qué son los cultos satánicos? Son el fraude más grande que se ha perpetrado jamás en los medios norteamericanos. ¿Saben quién construye todos esos supuestos altares satánicos de los que oyen hablar? Los chicos. Adolescentes aburridos y furiosos. Y el ocasional homicida estúpido que ya está planeando su defensa. «El diablo me obligó a hacerlo». Altar satánico, un cuerno. Lo que ustedes han visto ahí atrás es una travesura… Una travesura muy, muy enferma.