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– No pienso repasar ninguna lista. Usted no es mi abogado. ¿Quiere saber cuándo contrataría a un hechicero para que me represente? Diez minutos después de ser atropellada por un transporte y declarada con muerte cerebral. Hasta entonces, lárguese.

– ¿Que me largue? -Las cejas de Cortez se elevaron varios milímetros.

– Váyase. Desaparezca. Hágase humo. Elija la palabra que más le guste y llévesela consigo.

Él asintió y se puso a escribir algo.

– Escúcheme -insistí-, tal vez no estoy siendo clara…

– Sí que lo está siendo. -Terminó su anotación, metió los papeles en su bolso y dejó una tarjeta sobre la mesa-. Por si llegara a recapacitar su decisión… o a experimentar una lamentable colisión con un enorme camión, pueden llamarme a mi teléfono móvil.

Aguardé hasta que se hubo marchado y después lancé nuevos hechizos hacia todas las puertas y me juré no responder nunca más al timbre de la puerta. Al menos no durante los próximos días.

* * *

Después de la partida de Cortez, Savannah decidió ver la televisión, así que bajé al piso de abajo para lanzar algunos hechizos. Tras lo sucedido la noche anterior, no podía dejar que mis vecinos me vieran deslizándome hacia los bosques para lanzar conjuros. El bosque es mi lugar preferido para practicar hechizos. La naturaleza no sólo ofrece paz y soledad sino que parece proporcionar una energía especial. Desde los tiempos más ancestrales, los chamanes y los lanzadores de conjuros han buscado siempre los bosques, el desierto o la tundra para conectarse con sus poderes. Necesitamos hacerlo. Es la única manera en que puedo explicarlo.

Mi madre me enseñó a lanzar hechizos en el exterior. Sin embargo, pese a lo mucho que ella creía en esta práctica, jamás pudo imponerla en el Aquelarre. A lo largo de varias generaciones, el Aquelarre ha enseñado a sus hijas a practicar en el interior de sus casas, preferentemente en una habitación cerrada con llave y sin ventanas. Al obligar a las jóvenes a hacerlo en cuartos cerrados, mi impresión es que están perpetuando la idea de que estamos haciendo algo malo, algo vergonzoso, una idea que se les recalca a las neófitas a través de la manera en que el Aquelarre maneja la ceremonia de su primera menstruación. Esta ceremonia representa el pasaje a la auténtica brujería, es decir, cuando una bruja adquiere la totalidad de sus poderes. Los poderes de una bruja se incrementan automáticamente en ese momento, pero ella debe someterse a una ceremonia en el octavo día para poder liberarlos realmente; si esa ceremonia se salta, la persona perderá para siempre ese poder adicional. El Aquelarre considera que si una madre deseaba que su hija participara de dicha ceremonia, debía encontrar los ingredientes, estudiar los rituales y realizarlos ella misma. Resulta comprensible que muy pocas lo hicieran. Sin embargo, mi madre sí lo hizo así para mí y, cuando llegara el momento, yo haría lo mismo para Savannah.

Me dirigí al sótano. Es una habitación sin tabiques, amplia y sin terminar que ocupa todo el largo de la planta. El extremo más alejado, justo debajo del dormitorio de Savannah, era el lugar que ella había habilitado para sus estudios artísticos. Hasta el momento me había conformado con separar ambos espacios con una simple alfombra mal colgada, pero planeaba poner un tabique para hacerle un cuarto independiente.

En realidad, no entiendo el arte de Savannah. Sus pinturas y cómics sombríos tienden a ser muy macabros. Sus temas comenzaron a preocuparme el pasado otoño, así que lo hablé con Jeremy Danvers, el hombre lobo Pack Alpha, que es el único pintor que conozco. Él examinó los trabajos de Savannah y me dijo que no me preocupara. Yo confío en su juicio y aprecio el aliento y la ayuda que le está dando a Savannah.

El año pasado debió de ser una pesadilla para ella, y Savannah ha demostrado tener tanta fortaleza que a veces me preocupa. Tal vez allí, en esas telas cubiertas con manchones furiosos color carmesí y negro, encuentra el modo de desahogar su dolor. Si es así, entonces yo no debo intervenir, por fuerte que sea la tentación de hacerlo.

* * *

Cuando lanzo hechizos en el sótano, lo hago en la zona del lavado, casi al pie de las escaleras. Así que me instalé en el piso, extendí el Manual frente a mí y comencé a hojear las páginas amarillentas. Poseía dos de esos libros de hechizos, antiguos y con olor a viejo, un olor que, de alguna manera, era a la vez repulsivo y seductor. Esos libros contenían hechizos no aprobados por el Aquelarre, aunque fueran de su propiedad. En verdad, el Aquelarre podía buscarse algún que otro problema al conservar esos libros donde cualquier bruja joven rebelde podía encontrarlos. Pero al Aquelarre no le preocupaba eso. ¿Por qué? Porque, en su opinión, esos hechizos no funcionaban. Y al cabo de tres años de fracasar en mis intentos, mucho me temía que el Aquelarre casi tenía razón.

De los sesenta y seis hechizos contenidos en esos tomos, yo había conseguido lanzar con éxito sólo cuatro, incluyendo un hechizo bola de fuego. Con mi fobia al fuego, ese hechizo en particular me ponía muy nerviosa, pero eso no hacía más que aumentar su atractivo, haciendo que me sintiera mucho más orgullosa de mí misma cuando llegaba a dominarlo. Eso reforzaba mi decisión de aprender a emplear el resto, y me convencía de que lo único que necesitaba hacer era encontrar la técnica adecuada.

Sin embargo, en dos años sólo un hechizo más había dado signos de tener éxito. A veces me preguntaba si el Aquelarre no estaría en lo cierto al afirmar que sólo se trataba de Manuales falsos, conservados como rarezas históricas. Sin embargo, yo no podía dejar de lado esos libros. Había en ellos mucha magia, magia de auténtico poder; hechizos elementales, conjuros, hechizos cuyo significado ni siquiera lograba descifrar. Eso era lo que debería ser la verdadera magia de las brujas, lo que yo quería que fuera.

Estuve trabajando en el hechizo de viento que Savannah había visto mencionado en mi diario de prácticas. Era el hechizo que había dado señales de que con el tiempo podría surtir efecto. En realidad se trataba de un hechizo para asfixiar a una persona, para privarla de oxígeno. Un hechizo letal, sí, pero mi experiencia durante el año anterior me había enseñado que necesitaba tener por lo menos un hechizo letal en mi repertorio, un hechizo para utilizar como último recurso. Ahora, con Leah en la ciudad, lo necesitaba más que nunca.

Después de treinta minutos me di por vencida, sin haber conseguido que funcionase el hechizo. Saber que Savannah se encontraba sola en el piso de arriba, aunque estuviera protegida por hechizos de seguridad, me impedía concentrarme.

Savannah estaba viendo la televisión en el salón. Permanecí un momento junto a la puerta, preguntándome qué programa habría encontrado un domingo por la tarde. Al principio pensé que se trataba de una teleserie. La mujer que llenaba la pantalla parecía una actriz: era una pelirroja voluptuosa de poco menos de cuarenta años a la que le habían puesto gafas y moño en un intento risible de hacerla parecer erudita. Cuando la cámara se alejó, vi que caminaba entre el público con un micrófono sujeto a la blusa y caí en mi error: era un anuncio comercial. Nadie sonríe tanto a menos que se proponga vender algo. A juzgar por la forma en que se «trabajaba» al público presente, casi parecía una reunión de evangelistas. Pesqué algunas frases sueltas y comprendí que lo que vendía era una clase diferente de seguridad espiritual.

– Estoy percibiendo a un hombre mayor -decía la mujer-. Algo así como una figura paterna, pero que no es tu padre. Un tío, quizá un amigo de la familia.

– Oh, por favor -dije-. ¿Cómo puedes ver esta porquería?

– No es una porquería -se molestó Savannah-. Es Jean Vegas. Es la mejor.