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– Es un fraude, Savannah. Un truco.

– No, no lo es. Ella realmente puede hablar con los muertos. Hay otro tipo que también lo hace, pero el estilo de Jean es mejor.

En la pantalla apareció un anuncio. Savannah cogió el mando a distancia del vídeo y pulsó el botón para pasar rápido.

– ¿Lo tienes grabado? -pregunté.

– Por supuesto. Jean no tiene su propio programa de televisión. Dice que prefiere viajar por todas partes, conocer gente, pero en El Programa de Keni Bales aparece todos los meses y yo la grabo.

– ¿Desde hace cuánto tiempo?

Se encogió de hombros.

– Mira, querida -dije entrando en la habitación-, es un fraude, ¿no lo entiendes? Escúchala. Hace conjeturas con tanta rapidez que nadie nota si se equivoca o no. Las preguntas son tan abiertas… ¿Has escuchado la última? Ha dicho que tenía un mensaje para alguien cuyo hermano murió en los últimos años. ¿Qué posibilidades hay de que entre el público alguien haya perdido recientemente a un hermano?

– Tú no lo entiendes.

– Sólo un nigromante es capaz de establecer contacto con el otro mundo, Savannah.

– Apuesto a que nosotras podríamos hacerlo si lo intentáramos. -Giró la cabeza para mirarme-. ¿Nunca se te ha ocurrido? ¿Contactar con tu madre?

– La nigromancia no funciona así. No es como si se pudiera grabar a los muertos.

Entré en la cocina y descolgué el teléfono. La visita de Lucas Cortez había tenido un resultado positivo en la medida en que me recordó mis preguntas acerca de las Camarillas, y eso, a su vez, me recordó que Robert no me había devuelto mi llamada. No era propio de él no hacerlo, así que repetí la misma rutina de llamar a su casa, a su oficina y revisar mis correos electrónicos. Sin embargo, una vez más no obtuve respuesta, por lo que comencé a preocuparme. Ya eran casi las cuatro… Llamé de nuevo al número del trabajo de Adam, aunque dudaba que el bar del campus estuviera abierto a la una de la tarde. Tonta de mí… Por supuesto que estaba abierto.

Cuando hablé con uno de los empleados me enteré de que Adam se había ausentado una semana para asistir a una conferencia. Entonces recordé algo… Volví al ordenador, revisé mi correo electrónico más reciente y encontré uno de dos semanas antes en el que Adam mencionaba que iría con sus padres a una conferencia sobre el papel de la glosolalia en el movimiento carismático. No porque a Adam le importaran lo más mínimo los carismáticos o la glosolalia (término que quiere decir «hablar en distintas lenguas»), sino porque la conferencia se realizaba en Maui, un lugar que poseía una cuota mayor de atracciones para un individuo de veinticuatro años. Las fechas de la conferencia eran del 12 al 18 de junio. Hoy era 16 de junio.

Pensé en tratar de localizarlo en Maui. Ni Robert ni Adam tenían móvil; Robert no creía en ellos y el servicio de Adam había sido cancelado por impago de la última cuenta. Para ponerme en contacto con ellos necesitaría llamar a la conferencia en Hawai y dejar un mensaje. Cuanto más lo pensaba, más tonta me sentía. Robert estaría de vuelta dentro de dos días. Y detestaría que se pensara que me había entrado un ataque de pánico. Lo único que podía contarle eran mis temores, nada más. Podía esperar.

* * *

La visita de Lucas Cortez me había ayudado a recordar dos cosas que necesitaba hacer. Además de comunicarme con Robert, tenía que conseguir un abogado. Aunque no había vuelto a tener noticias del policía, y dudaba que las tuviera en el futuro, realmente debería tener a mano el nombre de un letrado por si llegaba a necesitarlo.

Llamé a la abogada de Boston que llevaba los asuntos legales de mi negocio. Aunque ella sólo se ocupaba de cuestiones comerciales, debería poder proporcionarme el nombre de otro abogado capaz de manejar un caso de custodia o, si era preciso, de un caso penal. Era domingo, así que no había nadie en la oficina. Dejé un mensaje bien detallado en su contestador preguntándole si me podía llamar el lunes con una recomendación.

Después me dirigí a la cocina, tomé un libro de recetas y busqué algo que pudiera preparar para la cena. Mientras repasaba las distintas posibilidades, Savannah entró en la cocina, tomó un vaso del estante y se sirvió leche. La puerta del armario chirrió al abrirse. Después se oyó el crujido de una bolsa.

– Nada de galletitas a esta hora -dije-. La cena estará lista dentro de treinta minutos.

– ¿Treinta minutos? No puedo esperar… -Se paró-. ¿Paige?

– ¿Sí? -Miré por encima del libro y la vi espiando por la puerta de la cocina en dirección a la ventana del salón.

– ¿Se supone que debe haber gente acampando en nuestro jardín delantero?

Mi incliné para mirar por la ventana y luego cerré el libro y me encaminé a la puerta.

Ni en el infierno hay furia como la de un cincuentón despechado

Abrí resueltamente la puerta principal y salí al porche. Una videocámara giró para darme la bienvenida.

– ¿Qué está pasando? -pregunté.

El hombre de la videocámara dio un paso atrás para encuadrarme en su visor. No, no era un hombre, sólo un chico, tal vez de diecisiete o dieciocho años. Junto a él estaba otro muchachito de más o menos la misma edad, bebiendo Gatorade. Los dos vestían de negro y con ropa varias tallas más grandes, con camisetas enormes y gorras de béisbol echadas hacia atrás, botas de combate y pantalones caídos casi hasta los pies.

En el extremo opuesto del jardín, lo más lejos posible de los jóvenes cinéfilos, dos mujeres de mediana edad se encontraban de pie ataviadas con vestidos propios de maestras de escuela antiguas confeccionados con feas telas estampadas. A pesar del día caluroso de junio, las dos usaban rebecas desgastadas de tanto lavado. Cuando me di la vuelta para mirar a las mujeres, dos hombres cincuentones salieron de una furgoneta aparcada muy cerca, los dos con trajes grises de una talla que no era la suya y tan gastados como los vestidos de las mujeres. Se acercaron a ellas y las flanquearon, como para proporcionarles protección.

– Allí está ella -susurró una de las mujeres con voz bastante alta a sus compañeros-. La pobrecita.

– Por favor -dije-, no pasa nada- Aprecio el apoyo que me dan, pero…

Callé al darme cuenta de que no me miraban a mí. Me di la vuelta y vi a Savannah junto a la puerta.

– Está bien, preciosa-gritó un hombre-. No te asustes. Estamos aquí para ayudarte.

– ¿Para ayudarme? -Preguntó ella entre mordisco y mordisco a un bizcocho-. ¿Ayudarme a qué?

– Ayudarte a salvar tu alma inmortal.

– ¿Eh?

– No temas -intervino la segunda mujer-. No es demasiado tarde. Dios sabe que eres inocente, que te han llevado a pecar contra tu voluntad.

Savannah puso los ojos en blanco.

– Oh, por favor. ¡Llévensela de aquí!

Empujé a Savannah hacia el interior de la casa, cerré la puerta y me quedé fuera.

– Miren -dije-, no es mi intención negarles su libertad de expresarse, pero no pueden…

– Sabemos lo de la Misa Negra -dijo el muchachito sin la cámara-. ¿Podemos verla?

– No hay nada que ver. Fue una broma macabra, eso es todo.

– ¿Realmente mató usted a un par de gatos? ¿Los desolló y los cortó en pedacitos?

– Alguien mató tres gatos -expliqué-. Y espero que encuentren a la persona responsable.

– ¿Qué me dice del bebé? -preguntó su amigo, el de la cámara.

– ¿El bebé?

– Sí. He oído decir que encontraron partes que no pudieron identificar y que piensan que pertenecen al bebé que desapareció de Boston y…

– ¡No! -Grité, y mi voz sonó punzante en el silencio de la calle-. Encontraron gatos, nada más. Si quieren obtener más información, les sugiero que se pongan en contacto con la policía de East Falls o la policía estatal, porque yo no tengo nada más que añadir. Mejor aún, ¿qué les parece si yo misma llamo a la policía y los acuso de allanar mi propiedad? Porque así se llama esto, como sin duda saben.