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– Debemos hacer lo que nuestra conciencia nos dicta -dijo el segundo hombre con la voz grave de un orador-. Nosotros representamos a la Iglesia de la Salvación Bendita de Cristo y nos hemos comprometido a luchar contra el mal en todas sus formas.

– ¿En serio? -le interrumpí-. Entonces deben de tener la dirección equivocada. Aquí no hay ningún mal. Prueben en algún otro lugar. Estoy segura de que encontrarán algo que valga la pena denunciar.

– Ya lo hemos encontrado -dijo una de las mujeres-. La Misa Negra. Una perversión del rito más sagrado de la Cristiandad. Sabemos lo que esto significa. Y otros también lo sabrán y también vendrán y se unirán a nosotros.

– ¿Ah sí? Caramba, lástima que se me hayan terminado el café y las rosquillas para tanto invitado. Detesto ser una mala anfitriona.

El jovencito dejó caer la videocámara. Cuando se tambaleó hacia adelante, levanté la vista y vi a Savannah espiando por entre las cortinas. Me sonrió y después levantó una mano y el muchachito se sacudió hacia atrás y cayó sobre el césped.

– Eso no tiene nada de gracioso -dije y fulminé con la mirada al adolescente mientras luchaba por ponerse de pie-. No pienso quedarme aquí parada y que alguien se mofe de mí cayéndose de culo. Si tienes algo que decirme, habla con mi abogado.

Entré en la casa hecha un basilisco y di un portazo.

Savannah estaba tendida en el sofá, muerta de risa.

– Estuviste fantástica, Paige.

Crucé la habitación y corrí las cortinas.

– ¿Qué demonios crees que estabas haciendo?

– Oh, ellos no se dieron cuenta de que fui yo. Por favor, sonríe un poco. -Espió por debajo de las cortinas. -Ahora se está mirando los cordones de los zapatos, como si se hubiera tropezado con ellos o algo así. Los humanos son tan estúpidos.

– Deja de decir eso. Y aléjate de esa ventana. Me propongo no prestarles atención y preparar la cena.

– ¿No comemos afuera?

– ¡No!

Terminamos saliendo a comer.

Y no fue porque Savannah me hubiera insistido. Mientras descongelaba el pollo para la cena no hacía más que pensar en la gente que estaba en mi jardín y, cuanto más pensaba en ellos, más me enfadaba. Y cuanto más me enfurecía, más decidida estaba a no permitir que ellos me trastornaran… o, por lo menos, a que no supieran que me habían trastornado. Si yo quería salir a comer, no me lo impedirían. En realidad, no tenía ganas de comer fuera, pero una vez que tomé la decisión, la mantuve sin vacilar, aunque sólo fuera para dejar bien clara mi actitud.

Nadie hizo nada para evitar que subiésemos al coche. Los adolescentes filmaron nuestra salida, como si esperaran que mi coche se transformara en un palo de escoba y levantáramos el vuelo. Los salvacionistas ya se habían retirado a su furgoneta antes de que llegáramos a la esquina. Seguro que nuestra escapada les vino muy bien para poder sentarse.

Savannah decidió que quería comprar comida para llevar en el Golden Dragón. Ese restaurante chino local era gestionado por Mabel Higgins, quien jamás había puesto un pie fuera de Massachusetts en toda su vida y, a juzgar por su manera de cocinar, jamás había abierto un libro de cocina asiática. Su idea de la cocina china era, básicamente, el chop suey norteamericano: macarrones y carne picada. Por desgracia, aparte de la pastelería, el Golden Dragón era el único restaurante en East Falls. La pastelería cerraba a las cinco, así que no me quedó más remedio que comprar también la cena en el Golden Dragón. Decidí pedir arroz blanco. Ni siquiera Mabel era capaz de arruinar un plato tan sencillo como ése.

Aparqué en la calle. En East Falls, casi todos los coches aparcan junto a la acera, sobre todo en el centro de la ciudad, donde todos los edificios son anteriores a la era del automóvil. Yo nunca llegué a dominar el aparcamiento en paralelo -prefiero caminar una manzana antes que intentarlo-, así que dejé el coche en un lugar vacío frente al supermercado, que también cerraba a las cinco.

– ¿No podrías haber aparcado un poco más cerca? -Protestó Savannah-. Estamos como a un kilómetro y medio del restaurante.

– Más bien a unos cien metros. Vamos, baja del coche.

Soltó un rosario de quejas, reproches y gimoteos, como si le estuviera pidiendo que recorriera más de treinta kilómetros en mitad de una nevada.

– Espera aquí, entonces -dije-. ¿Qué quieres que te traiga?

Me dio su pedido. Después le advertí que la encerraría en el coche, y así lo hice, tanto con el mando a distancia del automóvil como con hechizos.

* * *

Cuando regresaba al coche, me fijé en un 4 x 4 aparcado justo detrás de mi coche y aceleré la marcha. Sí, estaba paranoica. Sin embargo, como no había ningún otro vehículo estacionado en por lo menos media docena de espacios con respecto al mío, me pareció extraño, incluso alarmante. Mientras corría hacia mi coche, vi la cara del conductor del 4x4. No era Leah. Tampoco era Sandford.

Era Grantham Cary hijo.

– Fantástico -farfullé.

Reduje el paso y saqué las llaves de la cartera. En voz baja anulé los hechizos con que había protegido el automóvil y después accioné el control remoto para poder subir al coche sin detenerme el tiempo suficiente para que él se me acercara. Cuando estuve casi al lado del vehículo oí el ruido sordo del motor de su coche. Mantuve la vista fija en el mío, atenta al sonido de la puerta del suyo que se abría. En cambio, oí el golpeteo de su transmisión cuando él desplazó la palanca de cambios.

– Bien -me dije-, sigue adelante.

Por el rabillo del ojo lo vi retroceder para salir de su aparcamiento. Después avanzó hacia adelante, siempre hacia adelante, hasta estrellarse contra mi coche. Savannah salió volando contra el salpicadero.

– ¡Hijo de puta! -grité, dejé caer la bolsa con la comida para llevar y eché a correr hacia el vehículo.

Cary giró y aceleró a fondo.

Corrí hacia la puerta del acompañante y la abrí de par en par. Adentro, Savannah trataba de detener con las manos la hemorragia de su nariz.

– Estoy bien -dijo-. Sólo me he golpeado la nariz.

Tomé un puñado de pañuelos de papel de la caja que había detrás de su asiento y se los pasé, y después le examiné el puente de la nariz. No me pareció que se lo hubiera roto.

– Estoy bien, Paige. En serio. -Se miró la camiseta con manchas de sangre-. ¡Mierda! ¡Mi camiseta nueva de Gap! ¿Te has fijado en el número de la matrícula? Ese tipo va a tener que pagarme la camiseta.

– Va a tener que pagar mucho más que tu camiseta. Y no necesito tener el número de su matrícula. Sé quién era.

Saqué el teléfono móvil, llamé a la operadora y pedí que me pusiera con la policía.

– No dudo que haya sido Cary -dijo Williard-. Lo que te pregunto es si puedes probarlo.

De los tres asistentes del sheriff de East Falls, Travis Willard era el que yo esperaba que mandaran. Era el asistente más joven de la ciudad -apenas unos años mayor que yo- y el más agradable del grupo. Su esposa Janey y yo habíamos participado juntas en varias asociaciones benéficas, y era una de las pocas personas de la ciudad que me hacía sentir a gusto en ella. Ahora, sin embargo, comencé a dudar de si era realmente sensato llamar a la policía.

Willard se sentó conmigo en mi coche, y todos los que pasaban junto a nosotros se fijaban y nos observaban. Apenas doce horas antes la policía había encontrado un altar satánico detrás de mi casa y, sin duda, esa noticia se había propagado por la ciudad antes del mediodía. Ahora, al verme hablando con un policía, era evidente que volverían a correr rumores con nuevas especulaciones. Como si eso ya no fuera suficientemente malo, comencé a caer en la cuenta de que acusar a un miembro respetado de la ciudad de haberme golpeado con su coche para darse después a la fuga no resultaba nada fácil de creer.