– Alguien debe de haberlo visto -dijo Savannah-. Había gente alrededor.
– Y ninguna de esas personas se quedó cerca para cumplir con su deber cívico -agregué-. Pero se necesitan pruebas… No causó un gran destrozo, pero sí que ha rayado la pintura de mi coche. ¿No puedes revisar su 4 x 4?
– Sí puedo -respondió Willard-. Y si llego a encontrar pintura plateada en su parachoques puedo pedirle al sheriff Fowler que solicite una prueba de laboratorio y él se reirá en mi cara. No intento ponértelo difícil, Paige. Lo que te sugiero es que quizá ésta no es la manera en que debes llevar este asunto. He oído que ayer tuviste una discusión con Cary en la pastelería.
– ¿Ah sí? -Dijo Savannah-. ¿Qué sucedió?
Willard giró la cabeza hacia el asiento de atrás y le pidió que se bajara un momento del coche. Cuando lo hubo hecho, él volvió a mirarme.
– Sé que fue contra ti. Ese tipo es un… -Willard se detuvo y sacudió la cabeza-. Trata de tirarse a todas las chicas bonitas que hay en la ciudad. Si hasta intentó seducir a Janey cuando ya estábamos casados. Yo podría haberle… -Otra vez sacudió la cabeza-. Pero no lo hice. No hice nada. Algunas cosas acarrean más problemas de lo que valen.
– Lo entiendo, pero…
– No te preocupes por el coche. Para tu compañía de seguros lo registraré como un choque cuyo autor se dio a la fuga. Y es posible que le haga una visita a Cary y le dé a entender que debería pagar los daños.
– No me importan esos daños… Sólo es un coche. Lo que me cabrea es el hecho de que Savannah se encontrara dentro. Podría haber salido volando por el parabrisas.
– ¿Crees que Cary sabía que ella estaba allí?
Vacilé un momento y después negué con la cabeza.,
– Eso es lo que también supongo yo -dijo Willard-. No podría haberla visto por encima del asiento. Pasaba por aquí, vio tu coche y aparcó detrás pensando que estaba vacío. Cuando te vio caminar hacia el vehículo, se estrelló contra la parte de atrás de tu coche. Un tarado, como te dije. Pero no lo es tanto como para hacer daño a propósito a una cría.
– De modo que no harás nada.
– Si insistes, tendré que presentar un informe, pero te advierto que…
– Está bien. Lo comprendo.
– Lo lamento, Paige.
Me puse el cinturón de seguridad y le hice señas a Savannah de que subiera al coche.
Siguiente parada: el 52 de Sprice Lañe, hogar del señor y la señora Grantham Cary hijo.
Los Cary vivían en una de las mejores casas de East Falls. Era una de las cinco etapas del paseo anual entre jardines de East Falls. No porque su jardín fuera espectacular; de hecho era bastante vulgar y ella tendía a podar en exceso los arbustos y a cultivar rosas con nombres de fantasía y ninguna fragancia. No obstante, cada año la finca participaba del recorrido, y cada año la gente de East Falls pagaba su entrada para recorrer la casa y sus jardines. ¿Por qué? Porque cada año Lacey contrataba a un decorador de primera línea para que redecorara una habitación de la casa, que entonces establecía el estándar de esa temporada para el diseño de interiores en East Falls.
– ¿Te parece una buena idea? -preguntó Savannah.
– Nadie lo va a hacer por nosotras.
– Mira, estoy a favor de patearle el trasero a ese individuo, pero hay otras maneras, y lo sabes. Mejores maneras. Yo podría lanzarle un hechizo que…
– Nada de hechizos. No quiero venganza. Lo que quiero es justicia.
– Un buen hechizo de piojos sería justicia.
– Quiero que él sepa lo que hizo.
– Entonces le mandaremos una postal que diga: «piojos por cortesía de Paige y Savannah».
Subí los escalones del porche y estrellé la aldaba en forma de querubín contra la puerta de madera. En el interior de la casa se oyeron unos pasos. Una cortina se movió. Una serie de voces murmuraron algo. Entonces Lacey abrió la puerta.
– Me gustaría hablar con Grantham, por favor -saludé con toda la cortesía que fui capaz de demostrar.
– No está aquí.
– ¿Ah, no? Qué extraño. Veo su 4 x 4 en el jardín. Parece que se le ha rayado el parachoques delantero.
El rostro quirúrgicamente estirado de Lacey permaneció imperturbable.
– Yo no sé nada de eso.
– Mira, por favor, ¿podría hablar con él? Esto no tiene nada que ver contigo, Lacey. Sé que está aquí. Este es su problema. Deja que él le haga frente.
– Voy a tener que pedirte que te vayas de aquí.
– Ha estrellado su coche contra el mío. A propósito. Savannah estaba dentro.
Ni un asomo de reacción.
– Voy a tener que pedirte que te vayas ya mismo.
– ¿Me has oído? Grantham se estrelló contra mi coche.
– Te equivocas. Si lo que intentas es hacer que nosotros paguemos los daños…
– ¡No me importa el coche! -Exclamé mientras arrastraba a Savannah cerca de esa mujer mostrándole su nariz y su camiseta ensangrentadas-. ¡Este es el daño que me importa! Ella apenas tiene trece años.
– A los chicos les sangra la nariz todo el tiempo. Si te propones llevarnos a juicio…
– ¡No quiero demandaros! Quiero que él venga y vea lo que ha hecho. Eso es todo. Sácalo de ahí adentro para que yo pueda hablarle.
– Tendré que pedirte que te vayas de mi casa.
– Deja de protegerlo, Lacey. No se lo merece. Ese hombre no hace más que acosar…
No seguí. Mi problema era con Grantham, no con Lacey, y por mucho que me hubiese gustado decirle a Lacey a qué otra cosa se dedicaba su marido, no era justo. Además, lo más probable era que ella ya lo supiera. No podía rebajarme a algo tan mezquino y tan rastrero como aquello.
– Dile que esto no ha terminado -añadí y después me di media vuelta y bajé por los escalones del porche.
Al acercarme al coche me di cuenta de que Savannah no estaba detrás de mí. Giré y la vi frente a la casa. En el interior, las luces se encendían y se apagaban. El televisor atronaba con su sonido, se apagaba y luego volvía a atronar.
– ¡Savannah! -mascullé entre dientes.
Una de las cortinas del piso principal se abrió y Lacey espió nuestra marcha. Savannah levantó la vista y movió los dedos. Después corrió hacia mí.
– ¿Qué crees que estás haciendo? -le pregunté.
– Sólo una advertencia -sonrió-. Una advertencia amistosa.
Cuando llegamos a casa, los adolescentes filmaban el gato negro de mi vecino. No les presté atención y metí el coche en el garaje.
Mientras Savannah volvía a calentar su cena, escuché los mensajes del contestador y devolví las llamadas a varias amistades de Boston que habían visto en los informativos lo que me había pasado. ¿Mi altar satánico había aparecido en los telediarios de Boston? Cada una de esas personas me aseguró que sólo se había tratado de una mención al cambiar un canal, pero eso no me hizo sentir mejor.
Los adolescentes se fueron a las diez menos cuarto, probablemente a la hora de su toque de queda. El cuarteto de los de más edad se quedó, turnándose para sentarse en la furgoneta y montando guardia en mi jardín. No llamé a la policía; eso solo habría logrado despertar más atención hacia mi persona. Si yo no reaccionaba, los salvacionistas muy pronto se cansarían lo suficiente como para volver a sus casas, dondequiera que estuvieran.
Me fui a acostar a las once. Sí, triste pero cierto. Yo era joven, soltera y me acostaba a las once de un sábado por la noche, como lo había hecho casi todas las noches durante los últimos nueve meses. Desde la llegada de Savannah he tenido que luchar para mantener incluso a mis amistades. Salir con hombres queda descartado; Savannah es muy celosa de mí tiempo y de mi atención. O, dicho más exactamente, no le gusta no tenerme cerca cuando se le antoja. Como he dicho, la estabilidad era una de las pocas cosas que yo podía ofrecerle, así que no intenté cambiar nada en ese aspecto.