– No soy estúpida ni suicida. No he venido aquí a hacerle daño. Ni siquiera le he hecho nada a su guardaespaldas. Bueno, al menos no le he hecho nada que unas pocas semanas de cama no curen. Estoy aquí para hacer un trato con usted, Kristof… Vaya, lo siento, quería decir… señor Nast. Se trata de su hija.
Nast levantó la barbilla y la miró a los ojos por primera vez.
– Y ahora que al fin cuento con su atención…
– ¿Qué pasa con Savannah?
– Usted la ha estado buscando, ¿no es así? Ahora que Eve ya no está, no hay nadie que le impida tomar lo que es suyo. Y yo soy la persona indicada para ayudarle a conseguirlo. Sé exactamente dónde está su hija.
Nast se levantó un poco la manga, consultó su reloj y luego miró a Leah.
– ¿Mi chofer puede reanudar su tarea?
Ella se encogió de hombros.
– Lo dudo mucho.
– En ese caso, espero que usted sea capaz de hablar y de conducir al mismo tiempo.
Hechizada, fastidiada y confundida
De nuevo volvía a tener problemas con las hermanas Mayores.
Yo había supuesto un verdadero problema para ellas durante toda mi vida y ahora, a mis veintitrés, ya no me valía la excusa de seguir siendo una adolescente rebelde.
– Hay que hacer algo con Savannah. -La voz de Victoria Alden sonaba especialmente angustiada al otro lado del teléfono.
– Aja. -Mis dedos volaron sobre el teclado y comenzaron a golpear la siguiente línea de código.
– Te oigo teclear -dijo Victoria-. ¿Estás escribiendo algo, Paige?
– Es por los plazos de entrega. La ampliación de los Servicios Legales Springfield de la página web. Es dentro de dos días, y ya sabes lo rápido que pasa el tiempo. Mira, ¿podemos hablar de esto más adelante? La semana que viene estaré en la reunión del Aquelarre y…
– ¿La semana que viene? Me parece que no te estás tomando esto en serio, Paige. Levanta el teléfono, deja de trabajar y habla conmigo. ¿Dónde aprendiste esos modales? No de tu madre, que en paz descanse.
Descolgué el teléfono, me lo apoyé entre el hombro y la oreja y traté de seguir tecleando muy despacio.
– Se trata de Savannah -explicó Victoria.
¡Vaya novedad! Una de las pocas ventajas de ocuparse de la custodia de Savannah Levine, de trece años, era que mis rebeldías parecían mínimas en comparación con las suyas.
– ¿Qué ha hecho ahora? -pregunté. Entré en mi archivo de funciones informáticas. Estaba segura de haber escrito una función para este último año. Maldita sea, ahora no la encontraba.
– Bueno, anoche estaba charlando con Grace y ella me expresó su preocupación acerca de algo que Savannah le dijo a Brittany. Ahora bien, Grace reconoce que Brittany puede haber interpretado mal los detalles, lo que tampoco me extraña nada. No solemos exponer a las neófitas del Aquelarre a esta clase de cosas, así que no me sorprendería que Brittany no hubiera entendido de qué estaba hablando Savannah. Parece que… -Victoria hizo una pausa y respiró hondo, como si le costara continuar-. Parece que Brittany está teniendo problemas con algunas chicas en el colegio, y que Savannah se ofreció a…, bueno a ayudarla a preparar una pócima que haría que esas chicas no pudieran asistir al baile del colegio.
– Aja. -Ah, allí estaba la función. Acababa de salvar el medio día que me había pasado codificando-. ¿Y qué?
– ¿Y qué? ¡Savannah se ofreció a hacer que esas chicas se pusieran malas!
– Tiene trece años. A su edad a mí me habría gustado hacer que muchas personas enfermaran.
– Pero no lo hiciste. ¿Verdad que no?
– Solo porque no conocía los hechizos. Eso fue una suerte, porque de lo contrario se habría producido una epidemia bastante seria.
– ¿Lo ves? -Dijo Victoria-. Precisamente a eso me refería. Esta actitud tuya…
– Creía que hablábamos de la actitud de Savannah.
– Justamente. A eso me refiero. Yo estoy tratando de hablarte de un problema serio y tú me sales con una gracia. Con esta frivolidad tuya nunca llegarás a ser una líder del Aquelarre.
Reprimí las ganas de recordarle que, desde la muerte de mi madre, yo era una líder del Aquelarre. Si lo hubiera hecho, ella me habría «recordado» que yo era una líder sólo de nombre, y nuestra conversación habría pasado de irritante a desagradable en un abrir y cerrar de ojos.
– Savannah es responsabilidad mía -dije-. Vosotras, las Hermanas Mayores, lo habéis dejado bien claro.
– Tenemos buenas razones para ello.
– Ya, que la madre de Savannah practicaba magia negra. Oh, qué miedo. Bueno, ¿sabes una cosa? Lo único que da miedo de ella es lo rápido que está creciendo y lo pequeña que se le queda enseguida la ropa. Es una criatura, una adolescente normal y rebelde, no una bruja dedicada a la magia negra. Le dijo a Brit que podía prepararle una pócima. ¡Qué pecado tan grande! Te apuesto diez contra uno a que ni siquiera sabría cómo hacerlo. Seguro que lo único que quería era lucirse o escandalizarnos. Es típico en los adolescentes.
– La estás defendiendo.
– Por supuesto que la estoy defendiendo. Nadie más lo hará. La pobrecita pasó un verano infernal. Antes de morir, mi madre me pidió que cuidara de Savannah…
– Al menos, eso fue lo que esa mujer te dijo.
– Esa mujer es amiga mía. ¿No te parece lógico que mi madre me pidiese que cuidara de Savannah? Desde luego que sí que lo es. Ése es nuestro trabajo: proteger a nuestras hermanas.
– No si con ello corres el riesgo de ponernos en peligro.
– ¿Desde cuándo es más importante…?
– No tengo tiempo para discutir contigo, Paige. Habla con Savannah o lo haré yo..
Colgó.
Estrellé el auricular contra la base y salí de mi oficina murmurando todo lo que desearía haberle dicho a Victoria. Sabía cuándo callarme, aunque a veces saber cuándo hacer algo y hacerlo son cosas muy diferentes. Mi madre era la diplomática de la familia. Trabajó durante años para poder introducir pequeños cambios en las leyes del Aquelarre, suavizando siempre los asuntos más polémicos y defendiendo su punto de vista con una sonrisa.
Ahora ya no estaba entre nosotras. Había sido asesinada hacía nueve meses. Nueve meses, tres semanas y dos días. Mi mente hizo el cálculo automáticamente, por su cuenta, abriendo en mí ese pozo de dolor. Volví a cerrarlo enseguida. Ella no habría deseado que fuera de otra manera.
A mí me trajeron a este mundo por una razón. A los cincuenta y dos años, después de una vida demasiado atareada para ocuparse de los hijos, mi madre observó detenidamente el Aquelarre y no vio ninguna posible sucesora que valiera la pena, de modo que encontró una «donante genética» adecuada. Una hija nacida y criada para dirigir el Aquelarre. Ahora que ella ya no estaba, yo debía honrar su memoria cumpliendo ese propósito, y lo haría, lo quisieran o no las Hermanas Mayores.
Apagué el ordenador. La llamada de Victoria se había llevado consigo todo mi interés por la programación. Cuando me sentía así, necesitaba hacer algo que me recordara lo que yo era y lo que quería lograr. Eso significaba practicar mis hechizos, pero no los aprobados por el Aquelarre, sino la magia que ellos prohibían.
Una vez en mi dormitorio, aparté la pequeña alfombra, abrí con mi llave la trampilla de mi pequeño escondite y extraje una mochila. Después me agaché, metí la mano hasta el fondo del agujero, descorrí un pasador secreto, abrí un segundo compartimiento y saqué dos libros. Eran mis grimorios, mis manuales secretos de hechicería. Después de meter los libros en el bolso me dirigí a la puerta trasera.
Me estaba poniendo las sandalias cuando vi que giraba el pomo de la puerta. Consulté mi reloj: las tres de la tarde. Savannah no salía del colegio hasta las cuatro menos cuarto, razón por la que había supuesto que tenía casi una hora por delante para practicar antes de prepararle su merienda. Sí, Savannah ya era demasiado grande para aquella costumbre de la leche con bizcochos, pero yo lo seguía haciendo todos los días sin falta. Seamos sinceros, a los veintitrés años yo no estaba nada preparada para ejercer como madre de una adolescente; así que estar en casa cuando ella regresaba del colegio era lo mejor que podía ofrecerle.