Cuando finalmente llegué abajo, me lancé hacia el pomo de la puerta. Lo agarré, tiré de él… y casi me di de cara contra el cristal cuando la puerta no se movió. Cuando recuperé el equilibrio miré en todas direcciones y volví a tirar del pomo. Nada. La puerta seguía entreabierta unos tres centímetros pero ni se abría ni se cerraba. ¿Un hechizo de barrera? No lo parecía, pero por si acaso lancé un conjuro que rompe las barreras. No sucedió nada. Aferré el borde de la puerta. Mis dedos pasaron a través del espacio sin ninguna resistencia, pero no logré abrirla. Lancé un hechizo para abrirla. Nada.
Tenía plena conciencia del paso del tiempo, de haberme convertido en un blanco fácil al estar allí parada, a plena vista de todos, tirando de la puerta, mientras Savannah permanecía escondida en el pasillo del piso de arriba, sin duda perdiendo la paciencia. Después de un último intento de romper hechizos, apoyé la espalda contra la pared para recuperar el aliento.
Estábamos atrapadas. Realmente atrapadas. Ahora en cualquier momento, Leah y Sandford y sólo Dios sabía qué otra clase de sobrenaturales llegarían y nosotras…
¡Por el amor de Dios, Paige, reacciona! La puerta delantera está atrancada. ¿Y qué? ¿Qué me dices de las otras puertas? ¿Qué me dices de las ventanas?
Alcancé a vislumbrar luz de sol a través de la puerta que había detrás del escritorio de Lacey. Manteniéndome siempre cerca de la pared, avancé algunos pasos hacia la izquierda para poder ver a través del marco de la puerta. Conducía a una amplia sala de reuniones, detrás de la cual había una larga serie de puertas que daban al patio.
Me agaché y atravesé la habitación como una exhalación. Después fui avanzando muy lentamente a lo largo de la pared opuesta en dirección a la puerta. Al deslizarme en la otra habitación, una sombra cruzó el piso iluminado por la luz del sol. Me escondí detrás de un sillón sin animarme casi a respirar, sabiendo que ese sillón no era un buen escondite porque no me ocultaba del todo. Entonces lancé un hechizo de protección.
La sombra volvió a moverse sobre el suelo. ¿Acaso ya me habían descubierto? Miré hacia la izquierda, procurando mover solamente los ojos. La sombra regresó. Al darme cuenta de que era demasiado pequeña para pertenecer a una persona, levanté la vista y vi hojas que se mecían con el viento justo del otro lado de las puertas que daban al patio.
Cuando comenzaba a salir de detrás del sillón oí pasos en la entrada. Volví a ocultarme y lancé otro hechizo de protección. Los pasos giraron hacia la izquierda, se alejaron, regresaron, se dirigieron al extremo derecho, prácticamente se desvanecieron y luego volvieron. Sin duda revisaban las habitaciones. ¿Ahora vendrían hacia mí? Sí… No… Se detuvieron. Un ruido de zapatos que caminaban rápidamente. Pasos que se hacían cada vez más fuertes.
Cerré los ojos y preparé un hechizo de bola de fuego. Cuando una forma se movió a través de la puerta, lancé la bola. Una esfera encendida voló desde el cielo raso. Me tensé, lista para echar a correr. Cuando la bola cayó, la intrusa pegó un grito y levantó los brazos para protegerse. Al ver su cara, corrí desde mi escondite y la saqué de la trayectoria de la bola de fuego. Las dos caímos juntas al suelo.
– Me prometiste enseñarme ese hechizo -dijo Savannah al soltarse de mis brazos.
Le tapé la boca con una mano, pero ella la apartó.
– Aquí no hay nadie -dijo-. Lancé un hechizo sensor.
– ¿Dónde lo has aprendido?
– Tu madre me lo enseñó. Es de cuarto nivel… Tú no puedes hacerlo. -Calló y después agregó algo a manera de consuelo-: Todavía.
Inspiré profundamente.
– Está bien. Bueno, la puerta delantera está atrancada, así que pensaba intentarlo con éstas -dije e indiqué las que daban al patio-. Es probable que también estén atrancadas, pero podríamos romper los cristales.
Una vez más avanzamos pegadas a la pared por si alguien de afuera estaba mirando hacia adentro. Cuando llegué a las puertas miré fuera. El patio se abría a un pequeño jardín, pero sin césped, cubierto con ladrillos rodeados de plantas perennes. Al extender la mano para coger el pomo, una sombra osciló a lo largo del cerco de tejos que había en el extremo más alejado del patio. Pensé que se trataba de otra rama de árbol que se mecía con el viento y di un paso adelante.
Leah se encontraba de pie junto a los arbustos. Levantó una mano y nos saludó.
Cuando me giré hacia Savannah, el tiempo pareció detenerse y lo vi todo a cámara lenta. Leah levantó las dos manos e hizo un ademán hacia sí misma, como invitándonos a acercarnos a ella, pero su mirada estaba enfocada en algo que había por encima de nuestras cabezas. Después vino aquel ruido de cristales rotos. Y el grito.
Me lancé hacia Savannah y las dos caímos al suelo. Cuando rodábamos, una forma oscura se desplomó en picado hacia afuera, hacia el suelo. Lo que vi primero fue el sillón -el sillón de Cary-, que caía como una roca. No, más rápido que una roca, volaba a tanta velocidad que se golpeó contra los ladrillos antes de que mi cerebro hubiera procesado la imagen de su caída. Mentalmente seguía viendo el sillón en el aire, inclinado hacia atrás, con Cary sentado en él, con los brazos y las piernas extendidos hacia afuera por la fuerza, la boca abierta, gritando. Todavía podía oír ese grito flotando en el aire cuando el sillón se estrelló contra los ladrillos y una lluvia de gotas de sangre se diseminó hacia afuera.
Cuando levanté la cabeza, Leah vio mi mirada, sonrió, saludó con la mano y se alejó.
Me puse de pie de un salto y corrí hacia las puertas del patio, que se abrieron sin la menor resistencia. Mientras corría hacia Cary sabía que era demasiado tarde. La fuerza del impacto, esa horrible lluvia de sangre. A sesenta centímetros de él me frené en seco, me doblé en dos y tuve arcadas.
Grantham Cary hijo había caído del sillón y se encontraba tendido en el suelo con las piernas y los brazos extendidos, la cabeza aplastada formando un charco de sangre y de tejido cerebral. La intensidad del impacto había sido tal que un trozo enorme de vidrio le había atravesado el estómago de lado a lado, con tanta fuerza que su brazo, al golpear contra el borde de una moldura, le había sido amputado y su mano separada seguía aferrada al apoyabrazos. Contemplé eso y recordé a Leah sonriendo y saludando con la mano, y no supe con seguridad cuál de las dos cosas era peor.
– ¿Paige? -susurró Savannah. Al levantar la cabeza vi su cara, blanca como el papel, mirando a Cary como si no pudiera apartar la vista. -Creo que, bueno, deberíamos irnos de aquí.
– No -dijo una voz detrás de nosotras-. Me parece que no.
En ese momento el sheriff Fowler cruzaba las puertas abiertas del patio.
Ruleta de abogados
Leha me había tendido una trampa para incriminarme en el asesinato de Grantham Cary hijo.
Tomemos a una mujer acusada de brujería y satanismo, una mujer que ha tenido una pelea pública con el hombre asesinado y que, además, lo ha acusado de haber estrellado intencionadamente su coche lesionando así a su pupila. Esta mujer, con falsos pretextos, conspira para reunirse con su ex abogado en su oficina, un domingo, a la hora en que su esposa se encuentra en la iglesia. La policía recibe la llamada de una vecina preocupada por los gritos de furia que proceden del despacho del abogado. La policía llega a la escena del crimen. El abogado está muerto. La casa está vacía. No hay nadie allí, salvo la mujer y su pupila. ¿Quién es el asesino? No hace falta ser Sherlock Holmes para descubrirlo.