– Muy oportuno -dije-. ¿Cómo es que aparece usted cada vez que necesito un abogado?
– Si supone que de alguna manera estoy aliado con Gabriel Sandford o con la Camarilla Nast, permítame asegurarle que nunca se me ocurriría envilecer mi reputación con una asociación semejante.
Me eché a reír.
– Es demasiado joven para ser tan cínica -me contestó y volvió a enfrascarse en sus papeles.
– Hablando de juventud, si trabaja para Sandford, dígale que para mí es un insulto que no se molestara siquiera en enviarme un hechicero hecho y derecho. ¿Qué edad tiene? ¿Veintisiete? ¿Veintiocho?
Continuó hojeando sus papeles.
– Veinticinco.
– ¿Qué? Entonces acaba de aprobar el examen de ingreso en el Colegio de Abogados. Ahora sí que me siento insultada.
Él no levantó la vista de la carpeta y ni siquiera cambió de expresión. Demonios, ese hombre no se alteraba por nada.
– Si estuviera trabajando para los Nast, entonces lógicamente ellos enviarían a alguien de más edad y, presumiblemente, más competente, ¿no le parece?
– Tal vez, pero existen ventajas en enviar a un individuo con una edad más cercana a la mía.
– ¿Como por ejemplo?
Abrí la boca para responderle y luego miré de nuevo a Cortez -su traje barato, sus gafas tristonas, su expresión perpetuamente fúnebre- y supe que en este juego nadie apostaba tampoco por la seducción.
– Bueno, no sé si sabe -dije-, que yo podría tener una mejor actitud, mostrarme más comprensiva…
– Las desventajas de mi juventud superarían con mucho las ventajas de la similitud que existe entre nuestras respectivas edades. En cuanto a la conveniencia de que yo me presente cada vez que usted necesita un abogado, digamos que eso no requiere poseer información confidencial ni poderes psíquicos. Los homicidios y los altares satánicos no suceden todos los días en East Falls. Un abogado emprendedor sólo tiene que cultivar un contacto local igualmente emprendedor y persuadirlo de que se mantenga al día de cualquier nuevo rumor sobre la situación.
– ¿O sea que está sobornando a alguien de la ciudad para que le informe sobre mí?
– Lamentablemente, es más fácil, y más barato, de lo que supone. -Cortez retiró a un lado los papeles y me miró a los ojos-. Este caso podría catapultar mi carrera, Paige. Normalmente, la competición por un caso así sería dura, pero, puesto que usted es una bruja, dudo mucho que cualquier otro hechicero deseara convertirse en mi rival.
– Pero usted está dispuesto a hacer una excepción. Qué… noble de su parte.
Cortez se recolocó las gafas y se tomó más de algunos segundos para hacerlo, como si estuviera utilizando esa pausa para decidir cuál era la mejor manera de proceder.
– Es ambición, no altruismo. No simularé lo contrario. Yo necesito este caso y usted necesita un abogado. Es así de simple.
– No, no es así de simple. A mí aún no se me han acabado las opciones. Estoy segura de que todavía puedo conseguir un abogado.
– Si más adelante decide reemplazarme, no hay problema -dijo él-. Pero en este momento yo soy la única persona aquí. Es evidente que a su Aquelarre no le interesa ayudarla, porque de lo contrario le habrían conseguido un abogado. Por lo menos estarían aquí para ofrecerle apoyo moral. Pero no están, ¿no es así?
Casi lo había logrado, casi se había ganado mi confianza, pero con esos últimos comentarios anuló todos sus esfuerzos. Me puse de pie, me dirigí a la puerta y traté de girar el pomo. Estaba cerrada con llave desde afuera, por supuesto. Un hechizo abrecerraduras era impensable allí; ya estaba metida en suficientes problemas. Cuando levanté el puño para golpear la puerta, Cortez me agarró la mano desde atrás. No me la apretó, solamente me la cogió y la sostuvo.
– Permítame que trabaje en su liberación -pidió-. Acepte mis servicios, sin ningún coste, en este único asunto, y después, si no queda satisfecha, despídame.
– Bueno, bueno, una prueba gratis. ¿Cómo podría negarme? Muy sencillo. No hay trato, abogado. No quiero su ayuda.
Liberé mi mano y la levanté en alto para llamar a golpes a la detective. Cortez apoyó una mano contra la puerta, con los dedos desplegados, bloqueando así el camino de mi puño.
– Me estoy ofreciendo a sacarla de aquí, Paige. -La formalidad desapareció de su voz y me pareció, apenas por un instante, detectar en ella cierta ansiedad-. ¿Por qué habría de hacer algo así si estuviera trabajando para la Camarilla Nast? Ellos la quieren a usted aquí, donde no puede proteger a Savannah.
– Saldré. Me fijarán una fianza y podré hacerlo.
– Yo no hablo de una fianza, hablo de sacarla de aquí. Para siempre. Sin ninguna acusación ni ninguna mancha en su expediente.
– Yo no soy…
– ¿Y si deciden no fijar una fianza? ¿Cuánto tiempo está dispuesta a permanecer en la cárcel? ¿Ya dejar a Savannah al cuidado de otros? -Me miró a los ojos-. Sin usted para protegerla.
Esa flecha dio en el blanco. Mi talón de Aquiles. Por un instante fugaz mi resolución flaqueó. Miré a Cortez. Él estaba allí de pie esperando que yo aceptara. Y aunque no vi ninguna presunción en su cara, supe que daba por sentado que aceptaría.
Lancé mi puño contra la puerta y tomé desprevenido a Cortez. Al segundo golpe, Flynn la abrió.
– Este hombre no es mi abogado -dije.
Le di la espalda a Cortez y avancé hacia el pasillo.
Después de la marcha de Cortez me llevaron de regreso a la sala privada de entrevistas. Pasó otra hora. Flynn no volvió a interrogarme. Nadie lo hizo. Solamente me dejaron allí. Me dejaron para que siguiera sentada, para que me sintiera presionada, tanto fue así que comencé primero a caminar por la habitación y, después, me puse a golpear la puerta para llamar la atención de alguien.
Savannah estaba allí fuera, desprotegida, con desconocidos que no tenían idea del peligro que corría. Una vez más yo me encontraba regida por leyes humanas. Legalmente, ellos podían mantenerme allí durante «cualquier tiempo razonable» antes de acusarme. ¿Cuánto era un tiempo razonable? Dependía de la persona que lo definiese. En ese momento, por lo que a mí me importaba, podían seguir adelante y acusarme de homicidio, siempre y cuando yo pudiera pagar una fianza y llevarme a Savannah a casa.
Pasaron casi dos horas antes de que la puerta volviera a abrirse.
– Es su nuevo abogado -dijo un agente que todavía no conocía.
Por un momento muy breve, un momento desesperado de esperanzas ingenuas, pensé que las Hermanas Mayores habían encontrado a alguien que me representara. En cambio, el que entró fue Lucas Cortez.
Un plan de doce pasos
Maldición -grité-. Ya les he dicho que este hombre no es mí…
Antes de que pudiera terminar la frase, me encontré una vez más presa de un hechizo de traba. El agente, que no prestó atención a lo que estaba sucediendo, me dejó a solas con Cortez. Cuando la puerta se cerró, Cortez anuló el hechizo. Extendí el brazo en dirección a la puerta, pero él me cogió la mano.
– ¡Hijo de puta intrigante y manipulador! No puedo creerlo. Se lo he dicho a ellos, también a esa detective, pero nadie me escucha. Pues bien, ahora me van a escuchar. No he firmado nada, y si usted tiene papeles con mi firma, demostraré que es una falsificación. Cualquiera que sea la pena por falsificación…
– No habrá ninguna acusación.
Pausa.
– ¿Qué?
– No tienen suficientes pruebas para acusarla ahora, y dudo que encuentren alguna vez las pruebas que necesitan. Las injurias al señor Cary hacen que sea imposible alegar que usted lo empujó por la ventana. Lo que es más, he demostrado que no existen pruebas que indiquen que usted estableció contacto físico con el señor Cary en el momento de su muerte. Su oficina fue limpiada el sábado por la noche. Las únicas huellas dactilares que encontraron en ella pertenecen al señor Cary y a la persona encargada de la limpieza, igual que las únicas huellas halladas en la alfombra de su escritorio. La escena no muestra señales de lucha. Tampoco el cuerpo de la víctima. Parece que el sillón del señor Cary fue levantado del piso sin intervención humana y arrojado con enorme fuerza por la ventana.