– ¿Y cómo explican ellos eso?
– No lo hacen. Si bien cabe la posibilidad de que crean que usted lo hizo, no pueden probarlo.
– Entonces cómo… -Callé-. ¿Ellos creen que usé un hechizo?
– Ése es el consenso general, aunque han tenido el buen tino de no mencionarlo en los documentos oficiales. Como una acusación así jamás sería aceptada por un jurado, usted está en libertad. -Cortez consultó su reloj-. Deberíamos irnos. Creo que Savannah se está impacientando. Pero antes de que puedan dejarla en libertad es preciso que rellenemos una serie de papeles. Debo insistirle que se abstenga de hablar con ningún agente de las fuerzas del orden que encontremos durante nuestra marcha. Como su abogado, de aquí en adelante me encargaré de todas las comunicaciones externas.
– ¿Como mi abogado…?
– Creo haber demostrado que mis intenciones son…
– ¿Irreprochables? -Lo miré a los ojos y mantuve un tono de voz suave-. Pero no lo son, ¿verdad?
– Yo no trabajo para…
– No, probablemente no. Acepto su historia, me creo incluso que está aquí para ofrecer sus servicios a fin de favorecer su carrera… a mis expensas.
– Yo no…
– ¿Lo estoy culpando por ello? No. Yo también tengo un negocio y sé lo que alguien de su edad necesita para poder progresar. Yo necesito debilitar a la competencia. Usted necesita llevar casos que la competencia no quiere ni tocar. Si quiere pasarme sus honorarios por lo de hoy, hágalo. Se lo ha ganado. Pero no puedo trabajar con usted, y no lo haré. Usted es un desconocido. Es un hechicero. No puedo confiar en usted. Todo se reduce a eso.
Me di media vuelta y me alejé.
Terminar todo aquel papeleo no resultó fácil. El empleado de administración, de rostro lúgubre, llenaba los formularios con tanta lentitud que cualquiera pensaría que tenía la muñeca rota. Peor aún, Flynn y los otros detectives permanecieron a un lado, observándome con miradas desafiantes que parecían decirme que no les engañaba, que era otra asesina más que salía impune de su crimen.
Cortez, como cabía esperar, no aceptaba con facilidad la derrota. Se quedó allí para ayudarme con los trámites, y yo se lo permití. ¿Por qué? Porque seis horas de cautiverio eran suficientes para mí. Si la policía supiera que mi libertad había sido arreglada por un hombre que había simulado ser mi abogado, ¿podrían meterme de nuevo en la cárcel? ¿Acusarme de fraude? Probablemente no, pero ahora que estaba libre, no iba a comenzar a formular preguntas hipotéticas que podían hacerme aterrizar en la celda de una prisión. No dije que Cortez era mi abogado y tampoco dije que no lo era. Lo ignoré y dejé que la policía sacara sus propias conclusiones.
Cuando fui a buscar a Savannah, Cortez se marchó. Sólo susurró un adiós. Para ser honesta, me dio un poco de lástima. Hechicero o no, me había ayudado, y eso no le había servido de nada. Yo esperaba que aceptara mi ofrecimiento de pagarle sus honorarios. Al menos en ese caso, su trabajo tendría cierta recompensa.
Encontré a Savannah en la sala de espera pública, entre media docena de desconocidos, ninguno de los cuales era el «policía estatal armado» mencionado por la detective Flynn. Cualquiera podría haber entrado en esa sala, incluyendo a Leah. Además de ira, sentí un agradecimiento silencioso a Lucas Cortez por haber logrado mi libertad. Si no me cobraba su trabajo, me prometí que trataría de localizarlo para pagarle de todos modos.
La sala de espera era como las salas de espera de todas partes, con muebles baratos, pósters amarillentos y pilas de revistas viejas. Savannah se había hecho con una hilera de tres sillas y estaba acostada sobre ellas, profundamente dormida.
Me arrodillé junto a ella y con mucha suavidad le sacudí un hombro. Farfulló algo y me apartó la mano.
Abrió los ojos. Parpadeó y trató de enfocar la vista.
– ¿Vamos a casa? -Se apoyó sobre un codo y sonrió-. ¿Te han dejado libre?
Asentí.
– Estoy libre para irme. No presentarán cargos.
Al oír mis palabras, una mujer mayor volvió la cabeza para mirarme y luego le murmuró algo al hombre que tenía al lado. Sentí la imperiosa necesidad de explicarme, de dirigirme a esos desconocidos y aclararles que yo no había hecho nada malo, que mi presencia allí era un error. Pero reprimí ese impulso y ayudé a Savannah a ponerse de pie.
– ¿Has estado aquí todo este tiempo? -le pregunté.
Ella asintió con cara soñolienta.
– Lo lamento, querida.
– No es culpa tuya -dijo y disimuló un bostezo-. Estuvo bien. Había policías cerca. Leah no intentaría nada aquí-. Me miró-. ¿Qué sucedió allá adentro? ¿Te tomaron las huellas dactilares y todo eso?
– Vamos. Salgamos de aquí y te explicaré lo que pueda.
Frente a la puerta principal había un pequeño grupo de personas. Bueno, era pequeño en comparación con, digamos, la multitud que había en Fenway Park el día de la apertura. Vi algunos tipos que parecían pertenecer a los medios, otros que agitaban pancartas, algunos mirones morbosos… y enseguida decidí que había visto suficiente. Lo más probable era que estuvieran cubriendo un evento «real», algo que no tenía nada que ver conmigo, pero por si acaso opté por salir por la puerta de atrás para no perturbar la vigilia de esa gente.
La policía había llevado mi automóvil a la comisaría, así que no tuve problema para encontrar transporte, pero eso también significaba que lo habían registrado a fondo. Aunque suelo mantener mi automóvil muy ordenado, ellos se las habían ingeniado para mover lo que no estuviera firmemente sujeto, y había rastros de polvo en todas partes.
Polvo para huellas dactilares, supuse, aunque no tenía idea de por qué trataban de encontrarlas en mi coche. Dada la baja tasa de homicidios en esta zona, probablemente aprovechaban cada uno que se presentaba como una oportunidad para practicar las técnicas que habían aprendido en la academia de policía.
Tenía una reunión del Aquelarre a las siete y media en Belham, de modo que comí algo rápido con Savannah y nos dirigimos directamente allá sin pasar por casa.
Eran las 19.27 cuando llegamos al centro comunitario de Belham. Sí, he dicho centro comunitario. Teníamos una reserva permanente para el tercer domingo de cada mes, fecha en que nuestro «club del libro» se reunía en el salón principal del centro. Hasta habíamos contratado los servicios de la pastelería local para cada uno de nuestros eventos. Cuando las mujeres de la ciudad solicitaban asociarse a nuestro club, les decíamos, con profundo pesar, que no teníamos ni una plaza libre, pero anotábamos su nombre para incluirlas en la lista de espera.
Nuestro Aquelarre tenía catorce brujas iniciadas y cinco neófitas. Las neófitas son chicas de entre diez y quince años. Las brujas logran sus plenos poderes la primera vez que menstrúan. El día que cumplen dieciséis años, suponiendo que ya han tenido su primera menstruación, pasan a ser iniciadas, lo cual significa que adquieren el derecho a voto y comienzan a aprender hechizos de segundo nivel. A los veintiún años se gradúan en el tercer nivel, y a los veinticinco en el cuarto y último. Puede haber excepciones. Mi madre me pasó al tercer nivel a los diecinueve y al cuarto, a los veintiuno. Y yo me habría sentido muy orgullosa por ello si Savannah no me hubiera superado ya, y eso que todavía no había obtenido la plenitud de sus poderes.