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A esas alturas yo podría haberlo interrumpido para dejar bien claro que él no era mi abogado. Pero no lo hice. Todavía seguía dolida por el rechazo del Aquelarre. Tal vez si ellas pensaban que yo me había visto obligada a aceptar ayuda externa -y nada menos que la ayuda de un hechicero-, cambiarían de idea. Y quizá, sí, quizá a una pequeña parte dentro de mí le gustaba ver a las Hermanas Mayores en un brete.

Cortez colocó su bolso sobre la mesa.

– Supongo que no tendrán un retroproyector, ¿no?

Nadie contestó. Nadie se movió siquiera. Savannah se bajó de un salto de la mesa, atravesó la habitación, le entregó un marcador y le señaló un tablero. Entonces regresó a la mesa de los pasteles, sonriendo, y me guiñó un ojo antes de instalarse allí nuevamente.

Tendría que hablar con Savannah y decirle que no estaba bien disfrutar del malestar de otras personas. Aunque confieso que la situación me resultó bastante cómica: Cortez de pie, escribiendo su lista y explicando cada uno de sus puntos, tan serio y decidido, mientras todas las brujas del Aquelarre lo observaban boquiabiertas. Todas ellas parecían repetirse mentalmente: «¿Un hechicero? ¿Es realmente un hechicero?»

– ¿Alguna pregunta? -dijo Cortez después de su presentación.

Silencio.

Megan, de once años, la neófita más joven, levantó una mano.

– ¿Es usted un hechicero malo?

– Me falta perfeccionarme en los hechizos de primer orden, pero, aun a riesgo de resultar pedante, debo decir que hay hechiceros peores que yo.

Tosí para disimular la risa.

– El señor Cortez tiene razón -intervino Abby-. Todas debemos unirnos y ayudar a Paige en lo que podamos.

Silencio. Silencio total.

– ¿Qué tal? -murmuré en voz muy baja.

– Cortez -susurró Sophie Moss, quien a los noventa y tres años era la bruja de más edad del Aquelarre y estaba sucumbiendo vertiginosamente al Alzheimer-. Yo conocía a un Cortez. Benicio Cortez. Allá por el setenta y dos, no, el setenta y nueve. El asunto de Miami. Horrible… -Calló, parpadeó, frunció el entrecejo y después miró a Cortez-. ¿Quién eres tú, muchacho? Ésta es una reunión privada.

Y con ese comentario, revelador de una gran agudeza mental, la reunión llegó a su fin.

* * *

Cuando se levantó la sesión, Savannah se acercó a Cortez mientras las demás brujas se tropezaban entre sí para alejarse lo más posible de él. Yo me dirigía hacia ellos cuando las Hermanas Mayores me abordaron.

– ¡Esto es inaudito! -Exclamó Victoria-. Tu madre se debe de estar retorciendo en su tumba. Contratar a un hechicero…

– No lo he contratado -respondí-. Pero debo reconocer que estoy pensando hacerlo. Al menos, alguien se ofrece a ayudarme.

– ¿Un hechicero, Paige? -Preguntó Margaret-. Realmente, me sorprende muchísimo que hagas esto contra nuestra opinión. El simple hecho de hablar con un hechicero se opone a la política del Aquelarre y es obvio que es lo que has estado haciendo. -Miró hacia el frente del salón, donde Savannah charlaba con Cortez-. Y permites que mi sobrina haga lo mismo.

– Eso se debe a que tu sobrina no está recibiendo ninguna ayuda de su tía -contesté.

Therese me hizo señas para que bajara la voz. No lo hice.

– Sí, he hablado con él. ¿Por qué? Porque es la única persona que se ha ofrecido a ayudarme. Hoy me ha sacado de la cárcel. Vosotras tres ni os molestasteis en enviar a Margaret a la comisaría para asegurarse de que Savannah estuviera a salvo. Yo no soy la clase de persona a quien le gusta pedir ayuda, pero os la estoy pidiendo ahora.

– No necesitabas un hechicero.

– No, necesito la ayuda del Aquelarre.

– Deshazte del hechicero -ordenó Victoria.

– Si lo hago, ¿me ayudaréis?

– No te estoy proponiendo un trato -respondió ella-. Te estoy dando una orden. Deshazte de él… ahora.

Y con esas palabras se dio media vuelta y se fue, seguida por las otras dos.

Cortez se materializó junto a mi hombro.

– ¿No le interesaría reconsiderar mi ofrecimiento? -murmuró.

Vi que las Hermanas Mayores nos observaban. La mirada feroz de Victoria me ordenaba librarme de Cortez. La necesidad imperiosa que sentí de hacerle un gesto obsceno fue casi abrumadora. En cambio, me conformé con hacerle una especie de equivalente metafórico.

– Tiene razón -le dije a Cortez en voz bien alta-. Deberíamos hablar. Ven, Savannah, nos vamos.

Y le hice señas a Cortez para que nos siguiera.

Fuimos al Starbucks de Belham, por supuesto, en coches separados. Después de aparcar, Cortez ocupó el lugar delante de mí y se las ingenió para estar junto a mi puerta antes de que yo quitara la llave. No intentó abrirme la puerta, pero cuando yo lo hice, me la sostuvo mientras me bajaba.

Para Savannah pedí un chocolate caliente pequeño. Ella cambió el pedido por un café moca. Yo se lo rebajé a un café moca pequeño descafeinado. Ella negoció un brownie con chocolate y cerramos trato. En ese sentido, las cosas se me estaban haciendo más fáciles y, justo ahora, Kristof Nast quería arruinármelo todo. ¡Qué injusto!

Aunque el lugar no estaba precisamente lleno a las nueve y media de la noche de un domingo, Cortez optó por un salón lateral donde los empleados ya habían puesto las sillas sobre las mesas. Cuando entramos, la cajera se inclinó sobre el mostrador, y un cuarto de kilo de collares y amuletos golpearon la encimera.

– Esa sección está cerrada -dijo.

– Dejaremos todo bien ordenado cuando terminemos -fue la respuesta de Cortez, quien nos condujo a la mesa más alejada. Una vez sentados, le dijo a Savannah-: Me temo que ésta va a ser una de esas conversaciones muy aburridas. Allí hay revistas. -Abrió su billetera-. ¿Puedo comprarte alguna para que leas?

– Buen intento -dijo ella y tragó una bocanada de crema batida.

– Está bien. Entonces, revisemos la lista que te di.

– No la he traído.

– No hay problema. -Apoyó su bolso sobre la mesa-. Tengo otras copias.

– Maravilloso -dijo ella y tomó el billete de cinco dólares que él tenía en la mano-. No sé por qué te has molestado si no vamos a contratarte. Si quisiéramos tener un abogado hechicero, yo podría conseguir uno de mucha más edad y mucha más experiencia que tú.

– Lo recordaré.

Mientras observaba a Savannah comprar una revista, Cortez se puso a hojear los papeles. Solo cuando ella se instaló en otra mesa, fijé mi atención en él.

– Muy bien -empecé-. ¿Usted quiere convencerme de que está de mi parte? Olvídese de las listas. Dígame todo lo que sepa acerca de las Camarillas. Y quiero decir todo.

– ¿Todo? -Consultó su reloj-. Creo que este local cierra dentro de un par de horas.

– Tiene treinta minutos -dije-. Adelante.

Lo hizo. Yo había supuesto que me daría tan sólo algunos datos y confiaría que eso bastaría para hacerme callar. En cambio, me lo contó literalmente todo, e incluso me dibujó diagramas y mapas, me mostró una lista de figuras clave, etcétera.

En resumen, prácticamente todo lo que yo había oído decir acerca de las Camarillas era verdad. Las Camarillas eran grupos establecidos desde hacía mucho y formados alrededor de una familia central de hechiceros, algo así como un negocio familiar, pero más parecidos a la Mafia que a una asociación de vecinos. Esa comparación es mía, no de Cortez; él en ningún momento mencionó a la Mafia, aunque los paralelismos eran evidentes. Ambas eran organizaciones familiares ultrasecretas. Ambas exigían una lealtad completa de sus integrantes, reforzadas por amenazas de violencia. Ambas mezclaban actividad delictiva con empresas legítimas. Cortez no trató de minimizar las partes más siniestras, sencillamente las describió como un hecho y siguió adelante.

Sin embargo, estructuralmente, una Camarilla tenía más de Donald Trump que de Al Capone. En el vértice superior estaba el CEO, el cabeza de la familia de hechiceros. A continuación venía la junta de directores, compuesta por la familia del CEO, en la que el poder iba de hijos a hermanos a sobrinos y a primos. En los escalones inferiores se encontraban los hechiceros que no pertenecían a la familia, semidemonios, nigromantes, chamanes…, todo aquél a quien la Camarilla pudiera contratar. Pero nada de hombres lobo ni vampiros. Según Cortez, las Camarillas tenían políticas muy estrictas que impedían contratar a cualquier ser sobrenatural capaz de equivocarse y confundirlos con su almuerzo.