– ¿Qué ha pasado? -Pregunté mientras me dirigía deprisa a la entrada-. ¿Está todo bien?
Savannah retrocedió como si temiera que yo hiciera alguna temeridad, como abrazarla, por ejemplo.
– Hoy hay reunión de profesores. Por eso nos han dejado salir más temprano, ¿no te acuerdas?
– ¿Me lo habías dicho?
Se frotó la nariz y trató de decidir si tendría éxito diciendo una mentira.
– Lo olvidé. Pero te habría llamado si tuviera un teléfono móvil.
– Tendrás un móvil cuando puedas pagar las llamadas que hagas.
– ¡Pero soy demasiado joven para tener un trabajo!
– Entonces eres también demasiado joven para tener un móvil.
Era una vieja discusión. Y, siempre, cada una de nosotras se mantenía en sus trece. Es una de las ventajas de ser diez años mayor que Savannah; recuerdo haber utilizado la misma estrategia con mi madre, así que sabía cómo manejarla. Insistir. No dar señales de cansancio. Con el tiempo, ella se rendiría… cosa que yo nunca hice.
Savannah miró por encima de mi hombro hasta dar con mi mochila, algo que no le costaba mucho dado que superaba en más de cinco centímetros mi metro cincuenta y cinco. Cinco centímetros más alta y alrededor de catorce kilos más delgada. Yo podía explicar la diferencia de peso señalando que Savannah es de estructura pequeña, pero, para ser sincera, peso alrededor de siete kilos más que el peso ideal para mi altura, según dicen la mayoría de las revistas femeninas.
Savannah, en cambio, es muy alta para su edad; alta, delgada y juguetona, aunque algo desgarbada; un conjunto de ángulos extraños y extremidades largas. Yo siempre le digo que se acabará llevando bien con su cuerpo, del mismo modo en que lo hará con sus enormes ojos azules. Pero ella no me cree. Tampoco me creyó cuando le aconsejé que no se cortase la maravillosa cabellera que le llegaba a la cintura. Ahora lucía una melena lacia y rala que sólo conseguía destacar aún más los ángulos de su cara. Como es natural, me culpaba a mí por no haberle prohibido que se cortara el pelo en lugar de haberme limitado a decirle que no lo hiciera.
– ¿Sales a practicar hechizos? -Me preguntó señalando mi mochila-. ¿En qué estás trabajando?
– Te estoy preparando un tentempié. ¿Quieres leche o chocolate?
Savannah suspiró.
– Vamos, Paige, sé muy bien qué clase de cosas practicas. Y no te culpo. Esos hechizos del Aquelarre son para crios de cinco años.
– Los crios de cinco años no hacen hechizos.
– Tampoco los hace el Aquelarre. No auténticos hechizos. Mira, podríamos trabajar juntas. Tal vez yo podría hacer que ese hechizo de viento funcionara para ti.
Me quedé mirándola.
– En tu diario escribiste que tenías problemas con ese hechizo -siguió ella-. Yo creo que se trata de un hechizo genial. Mi madre nunca tuvo nada así. Te diré qué haremos: si tú me lo enseñas yo te mostraré algo de magia auténtica.
– ¿Has leído mi diario?
– Sólo la parte de la práctica de hechizos. No tu diario personal.
– ¿Cómo sabes que tengo un diario personal?
– ¿Lo tienes? ¿Sabes qué ha pasado hoy en el colegio? El señor Ellis me ha dicho que va a enviar a enmarcar dos de mis pinturas. La semana que viene las van a colgar el día de la graduación.
Savannah se dirigió a la cocina sin parar de hablar. ¿Debía yo insistir en lo de mi diario de prácticas? Lo pensé, pero después deseché la idea, agarré la mochila y me fui a mi cuarto para volver a ponerla en su escondite.
Si Savannah había leído mi diario personal, significaba que se estaba interesando en mí. Y eso era bueno. Es decir, a menos que lo hubiera hecho con la esperanza de encontrar algo que pudiera usar para chantajearme a fin de que le comprara el maldito móvil. Esta segunda opción ya no sería tan buena. De todos modos, ¿qué había escrito exactamente en mi diario…?
Mientras guardaba mi bolso oí que sonaba el timbre de la puerta de la calle y que Savannah gritaba «Yo abro» mientras corría por la entrada haciendo un enorme estruendo. Cuando entré en el comedor unos minutos después, se encontraba de pie en el vestíbulo levantando una carta hacia la luz y mirándola con los ojos entrecerrados.
– ¿Estás poniendo a prueba tus habilidades psíquicas? -le pregunté-. Un abrecartas funciona mucho más rápido.
Pegó un salto, bajó la carta, vaciló un momento y me la entregó.
– Ah, es para mí. En ese caso lo que te recomendaría es abrirla con vapor. -Tomé la carta-. ¿Correo certificado? Entonces ya no sería un simple fraude postal, sino un fraude postal con falsificación. Espero que no estés usando esa habilidad para firmar con mi nombre algunas calificaciones en el colegio.
– Como si valiera la pena -dijo ella y regresó a la cocina-. ¿Qué sentido tendría vaguear en clase en esta ciudad? No hay centros comerciales ni Starbucks ni nada.
– Podrías dedicarte a perder el tiempo con el resto de los chicos.
Ella bufó y desapareció en la cocina.
El sobre era de tamaño estándar, no tenía membrete, sólo mi nombre y dirección escritos a mano con trazos precisos y limpios y un remitente preimpreso en la esquina superior izquierda. ¿El remitente? Un bufete de abogados de California.
Rasgué el sobre. Mi mirada se centró enseguida en la primera línea, en la que se pedía -no, se exigía- mi presencia en una reunión convocada para la mañana siguiente. Lo primero que pensé fue «Mierda». Supongo que ésa es la reacción normal de cualquiera que recibe una citación legal inesperada.
Imaginé que tendría algo que ver con mi actividad. Había creado y manejado páginas web para mujeres cansadas de los diseñadores especializados que creían que lo único que ellas podían desear era algo tan poco espectacular como papel para empapelar con estampado floral. Cuando se trata de Internet, la cuestión de la propiedad intelectual es tan confusa y retorcida como el contrato prenupcial de un famoso, de modo que al ver una carta llena de jerga legal di por sentado que habría hecho algo como diseñar una secuencia «flash» que inadvertidamente tenía alguna similitud con una que había en una página web del Zaire.
Entonces leí la siguiente línea.
«La finalidad de esta reunión es analizar la solicitud de nuestro cliente de obtener la custodia de la joven Savannah Levine…».
Cerré los ojos e inspiré profundamente. Muy bien, sabía que eso podía ocurrir. El único familiar vivo de Savannah era una de las Hermanas Mayores del Aquelarre, pero yo siempre supuse que la madre de Savannah podría haber tenido amigos que se preguntarían qué habría sido de Eve y de su hija pequeña. Cuando descubrieran que una tía abuela había obtenido la custodia de Savannah y luego me la había entregado a mí, sin duda querrían tener respuestas. Y era muy posible que también quisieran tener a Savannah.
Desde luego, yo lucharía. El problema era que la tía Margaret de Savannah era la más débil de las tres Hermanas Mayores, y si Victoria insistía en conseguir que Margaret renunciara a la custodia, lo lograría. Los Hermanas Mayores detestaban los problemas y se transformaban en un enjambre de avispas ante la sola perspectiva de atraer atención hacia el Aquelarre. Para contar con su apoyo necesitaría persuadirlas de que se enfrentarían a un peligro personal mucho más grave si renunciaban a Savannah que si la conservaban. Con las Hermanas Mayores, las cosas siempre se reducían a eso: qué era lo mejor para ellas, lo más seguro para ellas.