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Me levanté de la silla de un salto.

– Leah.

Savannah asintió y jugueteó con los prismáticos.

– La estaba observando…

– No te preocupes, querida. Robert me envió anoche por fax algunas notas sobre los Volos, y si ella se encuentra a más de veinte metros de aquí, está demasiado lejos para hacernos daño. Algo bueno de tener ese gentío ahí permanentemente es que no se atreverá a acercarse más.

– Bueno, no es… No es eso. -Volvió a mirar hacia la ventana y entrecerró los ojos como si tratara de ver a Leah a distancia-. Yo estaba mirándola… Y un coche se acercó. Ella bajó a la carretera y el conductor detuvo el coche y… -Savannah me pasó los prismáticos-. Creo que debes ver esto. Lo verás mejor desde mi cuarto.

Entré en la habitación de Savannah y miré por la ventana. Había una fila de por lo menos media docena de coches en nuestra calle, pero mi mirada se dirigió enseguida al que se encontraba aparcado justo a cinco casas. Al ver el pequeño vehículo blanco de cuatro puertas, contuve la respiración. Me dije que estaba equivocada.

Que era un coche bastante común. Pero incluso cuando levanté los prismáticos hacia mis ojos, supe lo que iba a ver.

Había dos personas en el asiento delantero del coche. Leah ocupaba la butaca del acompañante, y en la del conductor estaba Lucas Cortez.

– Quizá existe una explicación -murmuró Savannah.

– Si es así, la pienso obtener ahora mismo.

Caminé deprisa a la cocina, levanté el teléfono inalámbrico y oprimí la tecla de rellamada. La línea se conectó con el teléfono móvil de Cortez, quien respondió al tercer repique.

– Lucas Cortez.

– Hola, soy yo, Paige -saludé, obligándome a decirlo con un tono de forzada frivolidad-. ¿Existe alguna posibilidad de que pueda comprarme un poco de nata camino hacia aquí? En una esquina de la ruta hay un supermercado. ¿Ya ha llegado allí?

– No, todavía no. Voy con un poco de retraso.

La mentira le salió fácil, sin un instante de vacilación. El muy hijo de puta. Hijo de puta mentiroso. Apreté el teléfono con fuerza.

– ¿Prefiere nata de guisar o para montar, o mitad y mitad? -preguntó.

– Mitad y mitad -logré decir.

Levanté los prismáticos. Todavía estaba allí. Junto a él, Leah se reclinaba contra la puerta del acompañante.

Proseguí.

– Ah, y tenga cuidado cuando llegue aquí. Hay mucha gente alrededor de casa. No recoja a ningún autoestopista, por si acaso.

Ahora, una pausa. Una vacilación breve, pero vacilación al fin.

– Sí, por supuesto.

– En especial, no suba a su coche a las semidemonios pelirrojas -dije-. Son las peores.

Una pausa prolongada, como si estuviera sopesando la posibilidad de que se tratara de una broma.

– Puedo explicarlo-dijo por último. ›

– Oh, sí. Estoy segura de que puede hacerlo.

Y colgué.

Autocondolencias

Después de colgar a Cortez, salí de la cocina hecha un basilisco y estrellé el teléfono contra su base con tanta fuerza que rebotó. Traté de atraparlo antes de que cayera al suelo. Las manos me temblaban tanto que casi no conseguí volver a ponerlo en su lugar.

Me quedé mirando mis manos. Me sentía… Me sentía traicionada, y la intensidad de ese sentimiento me sorprendió. ¿Qué esperaba? Era como la parábola del escorpión y la rana. Yo sabía lo que era Cortez cuando le permití entrar en mi vida. Debería haber esperado una traición. Pero no lo hice. En algún nivel profundo confiaba en él, y de alguna manera su traición me dolía incluso más que la del Aquelarre, de quienes había esperado apoyo sabiendo que no me lo darían. Lo de ellas sólo era rechazo, no una traición. Cortez se había aprovechado de ese rechazo para meterse en mi vida.

– ¿Paige?

Al girar la cabeza vi a Savannah.

– Yo también creí que todo iba bien -dijo-. Nos ha engañado a ambas.

Sonó el teléfono. Sabía quién era sin mirar el identificador de llamadas. Apenas había tenido tiempo de sacar a Leah de su coche. Dejé que la máquina respondiera.

– ¿Paige? Soy Lucas. Por favor, póngase al teléfono. Quisiera hablar con usted.

– Sí -murmuró Savannah-. Estoy segura de que sí.

– Puedo explicarlo todo -prosiguió él-. Me dirigía a su casa y vi que Leah me hacía señas para que me detuviera. Como es natural, sentí curiosidad, así que frené y ella me pidió hablar conmigo. Acepté y…

Levanté el receptor del teléfono.

– No me importa por qué demonios habló con ella. Lo que sé es que me mintió.

– Y eso fue un error. Lo reconozco, Paige. Usted me pilló desprevenido cuando me llamó y…

– Y usted tuvo que tartamudear y buscar una excusa, ¿no? Mentiras. Me mintió sin vacilar siquiera. Y lo hizo tan bien que apuesto a que un detector de mentiras no lo habría descubierto. No me importa de qué estaba hablando con Leah, pero sí me importa la facilidad con que mintió y, ¿sabe por qué? Porque ahora sé que posee un verdadero talento para eso.

Una breve pausa.

– Sí, eso es cierto, pero…

– Bueno, al menos lo confiesa. Es un hábil mentiroso, Cortez, y eso me dice que no puedo creer en nada de lo que me ha contado hasta ahora.

– Entiendo que…

– Lo que he visto hoy me convence de que mi primera reacción fue la correcta: usted trabaja para los Nast. Me dije que eso no tenía sentido, pero ahora lo comprendo. Ellos se aseguraron de que no tuviera sentido.

– ¿Cómo…?

– Yo soy programadora, ¿no? Pienso de manera lógica. Envíenme un hechicero desenvuelto, sofisticado y bien vestido, y enseguida descubriría el chanchullo. Pero lo enviaron a usted y yo pensé: este individuo no puede trabajar para una Camarilla. No sería lógico. Y ésa era la idea.

Una pausa tan prolongada que creí que había cortado la comunicación.

– Creo que puedo aclararlo -dijo finalmente.

– ¿Ah, sí?

– No he sido del todo sincero con usted, Paige.

– Vaya, no me diga.

– No me refiero a que esté asociado con los Nast, porque no es así. Y mi motivación, tal como le dije, no era del todo inexacta, aunque soy culpable más de omisión que de engaño.

– No siga -le corté-. Lo que va a decirme a continuación sólo serán más mentiras. Y no quiero oírlas.

– Paige, por favor escúcheme. Le di la versión de mi historia que creí le resultaría a usted más agradable y, por consiguiente…

– Voy a cortar -dije.

– ¡Espere! Tengo entendido que conoce bien a Robert Vasic. Y que es amiga de Adam, su hijastro. ¿Confía en él?

– ¿En Adam?

– En Robert.

– ¿Qué tiene que ver Robert con…?

– Pregúntele a Robert quién soy yo.

– ¿Qué?

– Pregúntele a Robert quién es Lucas Cortez. Él no me conoce personalmente, pero tenemos amistades comunes, y si Robert no se siente capaz de avalar mi integridad, entonces podrá recomendarla a alguien que sí puede hacerlo. ¿Lo hará?

– ¿Qué me va a decir él?

Cortez calló de nuevo un momento.

– Creo que, quizá, a estas alturas, sería mejor que primero lo oyera de labios de Robert. Si se lo digo yo, y usted decide no creerme, tal vez tampoco llame a Robert. Por favor, llámelo, Paige. Y después póngase en contacto conmigo. Estaré en el motel.

Corté.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Savannah.

Sacudí la cabeza.

– La verdad, no tengo ni idea.

– Sí, a veces yo tampoco. Demasiadas palabras grandilocuentes.

Dudé un momento. Después marqué el número de Robert, pero saltó el contestador automático y no me molesté en dejar un mensaje. Todavía oprimía con el dedo la tecla de desconectar cuando sonó el teléfono. En la pantalla apareció «Estudio Legal Williams & Shaw» y un número de teléfono de Boston. ¿Mi abogado comercial había encontrado a alguien dispuesto a representarme? Esperaba que sí…