– ¿Puedo hablar con Paige Winterbourne? -preguntó una voz femenina y muy nasal.
– Soy yo.
– Le habla Roberta Shaw. Soy una abogada del bufete Williams & Shaw. Nuestra firma trabaja con la Oficina Legal Cary de East Falls. El señor Cary me pidió ayuda con los trabajos pendientes de su hijo. Y entre la pila de carpetas cayó en mis manos la suya.
– Sí, es verdad. De hecho, estoy buscando alguien que lleve el caso. Si a alguien de su firma llegara a interesarle…
– Nada de eso -dijo Shaw con un tono tan helado que bordeaba el Ártico. Sencillamente la llamo para pedirle que tome posesión inmediatamente de su legajo. No está en orden, pero no le voy a pedir al señor Cary ni a su nuera que transcriban ninguna de las notas. En las presentes circunstancias, creo que no deberían volver a ver esa carpeta. Por consideración a la familia, le pido que en adelante se comunique exclusivamente conmigo. Los honorarios también saldrán de mi oficina.
– Mire -dije-, no sé qué ha oído decir usted, pero yo no tuve nada que ver con…
– No me corresponde a mí discutir ese asunto. Hoy tengo por delante revisar muchas carpetas, señora Winterbourne. Me gustaría que usted recogiera la suya esta misma tarde.
– De acuerdo. Pasaré a buscarla por la oficina…
– Bueno, eso no sería del todo apropiado, ¿verdad?
Apreté los dientes.
– Entonces, ¿dónde sugiere usted…?
– Estaré toda la tarde en la Funeraria Barton. Me han cedido allí una oficina para poder hacerle las consultas que me parezcan necesarias al señor Cary molestándolo lo menos posible. Puede reunirse allí conmigo a la una.
– ¿En el velatorio de Grant Cary? Eso sí que me parece inapropiado.
– Entrará por la puerta de servicio -dijo, mordiendo cada palabra como si le costara un esfuerzo enorme hablar conmigo-. En un lateral del edificio hay una zona de aparcamiento. Debe doblar en… -ruido de movimiento de papeles-… en Chestnut. Supongo que sabe dónde queda la funeraria.
– En la calle Elm -respondí-. Junto al hospital del condado.
– Bien. Reúnase allí conmigo a la una, en el aparcamiento lateral, junto a la puerta de servicio. Buenos días, señora Winterbourne.
Ahora, con Cortez fuera del caso, actuaba oficialmente por mi cuenta. Si esto hubiera sucedido hace un año, no lo habría considerado un problema y me habría alegrado de tener la oportunidad de probarme a mí misma. El último otoño, cuando el resto de las del consejo se mostraron reacias a rescatar a Savannah, me sentí lista para hacerlo sola. Si lo hubiera hecho ahora estaría muerta, de eso no cabe ninguna duda. Estaría muerta y podría haber contribuido a que, en el proceso, mataran también a Savannah. Entonces aprendí mi lección.
Ahora, me enfrentaba a otra gran amenaza, sabía que necesitaba ayuda y estaba preparada para pedirla. Pero si se la pedía a alguien del consejo, las pondría en peligro por algo que era un problema de brujas y, por lo tanto, debería ser manejado por brujas. Pero nuestro Aquelarre nos había abandonado. ¿Dónde nos dejaba eso?
Traté, en cambio, de concentrarme en hacer exactamente lo que Cortez se había propuesto: trazar un plan de acción. Pero aquí estaba yo, bloqueada. Si salía y seguía la pista a Sandford y a Leah, tendría que llevar a Savannah conmigo, y probablemente terminaría por entregársela en sus propias manos. De momento, el mejor plan a seguir parecía ser mantenerse en la retaguardia, defendernos de sus ataques y confiar en que ellos terminarían por comprender que Savannah representaba más trabajo del que valía. Si bien me fastidiaba tomar una posición defensiva, a estas alturas me negaba a correr riesgos con la vida de Savannah.
A las doce y media miré hacia la gente que montaba guardia afuera. Tal vez fuera un exceso de optimismo, pero me pareció que eran menos. Cuando fui a decirle a Savannah que se preparara para salir, la encontré acostada de espaldas en la cama. Abrió los ojos cuando entré.
– ¿Estás echándote la siesta? -pregunté.
Ella sacudió la cabeza.
– No. No me encuentro muy bien.
– ¿Estás enferma? -Me alarmé y corrí junto a la cama-. Deberías habérmelo dicho, querida. ¿Te duele la cabeza o la barriga?
– Las dos cosas. O bueno, no, ninguna de ellas. No lo sé. -Frunció la nariz-. Me siento… rara.
No le noté ninguna señal evidente de enfermedad. Su temperatura era normal, no tenía la piel irritada y sus ojos estaban cansados pero despejados. Probablemente se trataba de estrés. Tampoco yo me había sentido demasiado bien últimamente.
– Tal vez estás a punto de coger alguna enfermedad -dije-. Pensaba salir, pero puedo esperar.
– No -dijo Savannah y se incorporó-. Quiero acompañarte. Lo más probable es que afuera me sienta mejor.
– ¿Estás segura?
Asintió.
– Quizá podríamos alquilar algunas películas.
– Está bien, entonces. Prepárate.
– Apuesto a que lo han puesto en un ataúd cerrado -dijo Savannah cuando torcí hacia Chestnut.
La imagen del cuerpo destrozado de Cary cruzó por mi mente y yo traté de borrarla.
– Bueno, nunca lo sabremos -dije-. No pienso acercarme siquiera a ese salón.
– Una pena que no lo pusieran en uno de esos velatorios con cristales que se pueden contemplar al pasar con el coche. Entonces podríamos verlo sin que nadie lo supiera.
– ¿Cómo es eso?
– ¿No has oído hablar de ellos? Tenían uno en Fénix cuando mamá y yo vivíamos allá. Una vez pasamos para verlo. Es como un cajero automático al que se tiene acceso desde el coche, sólo que cuando uno mira por la ventanilla, del otro lado hay un muerto.
– Autocondolencias.
– Hoy en día la gente está muy ocupada. Hay que facilitarles las cosas. -Sonrió y se movió en su asiento-. ¿No te parece extraño? Quiero decir, piénsalo un poco. Uno va hasta allí, ¿y después qué? ¿Le habla al tipo a través de un micrófono? ¿Le dice cuánto lo va a echar de menos?
– Con tal de que a él no se le ocurra incorporarse en el ataúd y preguntarte si quieres unas patatas fritas.
Savannah se echó a reír.
– Los humanos son tan raros -afirmó y volvió a moverse en su asiento.
– ¿Qué te pasa? ¿Tienes ganas de ir al baño?
– No. Es que me duele quedarme mucho tiempo sentada y quieta.
– Apenas hemos avanzado cinco calles.
Se encogió de hombros.
– No sé. A lo mejor estoy resfriándome.
– ¿Cómo está tu estómago?
– Supongo que bien.
Enumeré mentalmente todo lo que había comido durante el último día. De pronto sentí un nudo en la garganta.
– ¿Anoche Cortez se acercó en algún momento a tu café moca?
– ¿Qué? -Me miró-. ¿Crees que me ha envenenado? No. Ni siquiera tocó mi taza. Además, las pócimas no actúan así. Si alguien te da una, te pones mal enseguida. Lo mío viene y va. Espera… Ya se me fue. ¿Has visto? -Giró la cabeza para mirar por encima del hombro-. ¿Ésa no es la funeraria de la calle Elm?
– Sí… ¡Maldición!
Seguí hasta la siguiente bocacalle y di la vuelta. Como dije, la funeraria estaba al lado del hospital local. En realidad, los dos edificios estaban juntos para facilitar el transporte de los enfermos fallecidos. El hospital también tenía una excelente vista del cementerio local adyacente, que a los pacientes debía de resultarles muy alentador.
El aparcamiento junto a la funeraria estaba repleto, de modo que tuve que dejar el coche detrás del hospital. Seguida de cerca por Savannah, corrí hacia la funeraria, tan preocupada por la posibilidad de que alguien me viera que atravesé un seto alto en lugar de ir por el camino. Una vez en el aparcamiento de la funeraria, miré en todas direcciones para estar segura de que nadie llegaba o se iba y después corrí hacia la puerta lateral y llamé.